viernes, 25 de septiembre de 2009

Capítulo 9: Ulurú


Ulurú

Ulurú, la Montaña Sagrada de los Dioses, situada en mitad de un llano circundante donde alternaban los arbustos espinosos con los robles del desierto y las dunas de arena, parecía, por su forma oval, el torso de un gigante cuyo cuerpo permanecía profundamente enterrado en la tierra. Verla allí, solitaria y a merced de los elementos, imponía un respeto más que sagrado. Sobre todo cuando, a medida que los rayos del sol incidían sobre ella, las paredes de la roca que la formaban iban cambiando de color, adquiriendo connotaciones a cuál de ellas más hermosa y espectacular: naranjas, rojos, amarillos, violetas y grises.
Superada con éxito la aventura vivida con los yowies, se enfrentaban ahora a la difícil tarea de encontrar –buscando, bien en la cima de la montaña sagrada, bien en lo más profundo de sus innumerables cuevas y recovecos-, el Boomerang Mágico, cuyos poderes habrían de salvar a Lungkata de una muerte segura y volver a restaurar la tranquilidad y la armonía en el poblado de los Anangu.
El viento que soplaba, arrastraba con él remolinos de arena, que vistos sobre la cima, parecían fantasmas inquietos cuya misión fuera alejar de sus inmediaciones a todos los intrusos. Según le había explicado Bujari, en las paredes de las cuevas los Grandes Antepasados –aquellos que habían habitado el territorio muchas generaciones antes de que ellos nacieran-, habían dejado toda clase de pistas y señales, a modo de pinturas y grabados en las rocas, que explicaban todos los misterios de su vida. De manera que, según su opinión, sólo había que saber interpretar las pinturas adecuadas, para llegar hasta el lugar donde se encontraba oculto el Boomerang Mágico.
En opinión de Kata Juta, Ulurú era un lugar de lo más extraño. A excepción del viento, que soplaba más y más fuerte a medida que seguían uno de los senderos de ascenso por su ladera norte, ningún otro sonido alteraba la solitaria paz de aquella montaña que, por su incalculable antigüedad, debía de ser la madre de todas las montañas. Sentía –aunque se guardó mucho de comentárselo a Bujari, más que nada para no inquietarla-, que aquella inmensa roca despedía unas vibraciones tan especiales, que alejaba a cualquier ser vivo que en ella tuviera la intención de instalarse.
Cuando llegaron a la primera de las cuevas que encontraron en su camino, Luluba se escondió en lo más profundo de la bolsa, sin duda amedrentada por la absoluta oscuridad que se adivinaba con solo echar un vistazo a la entrada.
-Será mejor que me esperéis aquí, mientras miro en el interior, -dijo Kata Juta, decidido a no seguir la marcha, sin antes asegurarse de que no dejaba atrás ninguna posible pista que le llevara hasta el Boomerang Mágico.
Una vez en su interior, Kata Juta pudo comprobar que no se trataba en realidad de una cueva, sino más bien de un agujero en la roca, que no tenía absolutamente nada en su interior, a excepción de numerosos guijarros y arena. Procurando no desanimarse ante aquél primer fracaso, salió otra vez al exterior, apagando la improvisada antorcha que había encendido frotando entre sí dos pedernales.
El viento, que parecía empeñado en obstaculizar su marcha, levantaba más y más remolinos de arena según iban ascendiendo, por lo que hubo un momento en el que no tuvieron más remedio que cogerse de la mano para no extraviarse. Kata Juta marchaba delante, protegiéndose el rostro con la mano que le quedaba libre, para que la arena no le entrara en los ojos. Después, cuando pensaban que iban a ser definitivamente engullidos por los remolinos de arena, el viento cesó de repente, como por arte de magia. De todas formas, resultara extraño o no, ambos sintieron un gran alivio.
Cerca de la cima, descubrieron una roca cuyos grabados, aparte de inquietantes, les ofrecieron una pista sobre el posible paradero del Boomerang Mágico. Resultaban inquietantes, porque representaban a unos extraños seres, muy altos y muy delgados, con grandes y extrañas cabezas. Había tres, muy juntos, y sus manos señalaban hacia un lugar que parecía un altar sobre el que descansaba un objeto. El problema estaba en que esa parte de la pintura, es posible que por el tiempo transcurrido a la intemperie, se había borrado y el objeto en sí, apenas se apreciaba, pudiendo ser cualquier cosa.
-No hay duda de que son bunyips, -dijo Bujari, estremeciéndose involuntariamente con solo mencionar su nombre.
-Sí, eso mismo creo yo, -comentó Kata Juta, añadiendo a continuación: parece que señalan en esa dirección.
Bujari miró hacia donde indicaba Kata Juta, pero, aparte de ciertos arbustos, solo se apreciaba una pared de roca tan lisa, que ni siquiera las mujeres Warramungu –famosas en todo el territorio por ser unas hábiles trepadoras-, se atreverían a escalar sin ayuda.
-Tal vez la roca se haya movido con el tiempo y señalara en dirección a la cima, -aventuró Kata Juta, temeroso de no poder seguir la pista que habían encontrado.
-No sé, no sé, -dijo Bujari, meditabunda, apoyando sus manos en la barbilla, intentando encontrar una solución.
Iba a proponer Kata Juta que continuaran ascendiendo –aún les faltaba un buen trecho para alcanzar la cima-, cuando Luluba, saltando de la bolsa, se introdujo entre los matorrales, sin darles tiempo siquiera a intentar detenerla.
-¿Pero a dónde ha ido?, -preguntó Kata Juta, disponiéndose a seguirla, temiendo que pudiera hacerse daño con las espinas de los matorrales o, ¿por qué no?, meterse en algún lío.
La cabeza de Luluba asomó entonces de entre los matorrales para, una vez conseguida la atención de Kata Juta y Bujari, volver a desaparecer detrás de ellos.
-Creo que Luluba ha encontrado la entrada a otra cueva y quiere que la sigmaos, -dijo Bujari, animándose repentinamente.
Valiéndose de los cuchillos, Kata Juta y Bujari cortaron los arbustos descubriendo que, efectivamente, estos ocultaban la entrada a una cueva. No era una entrada muy alta, de manera que, después de encender la antorcha, tuvieron que reptar para penetrar en su interior. Cuando lo hicieron, se dieron cuenta de que afuera el viento volvía a soplar otra vez con fuerza, formando remolinos que arrastraban grandes cantidades de arena. Por un momento, se alegraron de haber podido escapar a tiempo, pues la arena, al golpear en la piel, producía arañazos y heridas muy desagradables y ambos pensaban que ya habían tenido bastante.
Casi arrastrándose, siguieron la galería durante un rato, alertados por los ruidos, parecidos a estornudos, que hacía Luluba marchando delante de ellos. Luego, cuando comenzaban a sentir cansancio, la galería daba un brusco giro a la derecha, desembocando en una caverna de dimensiones impresionantes. Apagaron la antorcha, pues la caverna estaba iluminada por una curiosa luz verde azulada, que les permitía verla en toda su extensión, a excepción del techo, por lo que consideraron que éste debía tener una altura considerable.Un pequeño río subterráneo discurría a sus pies, rodeando lo que parecía un islote de arena, donde crecían algunas plantas que ninguno de ellos había visto jamás. Allí, depositado encima de un altar de piedra, había un objeto prodigioso cuya visión les llenó de alegría. Se trataba de un boomerang, sin lugar a dudas, aunque su forma difería mucho de las tradicionales, ya que representaba, fielmente tallados, los rasgos de un canguro. Pero, cuando se disponían a cruzar el río para llegar a la isla y hacerse con él, su júbilo se transformó en miedo, al descubrir, en contra de lo que pensaban hasta entonces, que no estaban solos.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Capítulo 8: Las Montañas Azules

Las Montañas Azules

Una neblina azulada rodeaba las cimas más altas de las Montañas Azules, procedente de los eucaliptos gigantes que crecían en los bosques aledaños, dotándolas de un aspecto majestuoso, pero también sobrecogedor. Después de la experiencia de la noche anterior con las misteriosas luces Min-Min, Kata Juta se preguntaba qué extrañas y desconocidas criaturas habitarían allí, y qué peligro supondrían para ellos.
Se detuvieron a descansar en un pequeño lago, alimentado por el agua limpia de una cascada que descendía de lo más alto de un impresionante desfiladero, donde aprovecharon para bañarse y quitarse el polvo del desierto.
Lo hicieron por turnos, extremando las precauciones, ya que, cuando estaban a punto de abandonar el desierto, descubrieron unas huellas en la arena, que indicaban claramente el paso de una serpiente de grandes dimensiones por allí. Así fue, poco más o menos de casualidad, como averiguaron que la pérfida serpiente Jumara les estaba siguiendo.
-No me lo explico, -comentó Bujari, preocupada. O bien Jumara perdió nuestro rastro durante la noche, o bien se nos ha adelantado para tendernos una emboscada en el momento en el que menos lo esperemos.
Por eso, mientras Bujari nadada en las tranquilas aguas del lago, Kata Juta permanecía de guardia, empuñando firmemente una lanza rudimentaria que se había confeccionado con una rama de eucalipto.
A Luluba no parecía gustarle demasiado el agua, de manera que chilló y pataleó como una loca cuando Bujari la lavó en la orilla, pues parecía una bola marrón a consecuencia del polvo del camino que había entrado por la abertura principal de la bolsa. El enfado le duró un buen rato, durante el cual no se acercó a Bujari, a pesar de que ésta la tentaba, ofreciéndola manojos de hierba fresca que seleccionaba cuidadosamente.
Cuando nadaba en el lago, siendo reemplazado en la guardia por Bujari, un gran pez rozó los pies de Kata Juta, quien, lejos de asustarse, pensó inmediatamente en el voluminoso wanajee, y en la forma tradicional que su pueblo adoptivo, los Anangu, utilizaba para capturarlo.
“¡Lo que daría por un buen filete de wanajee asado!”, -se dijo para sí mismo, mientras nadaba lentamente hacia la orilla, ya que no quería entretenerse por si Jumara decidía aprovechar el momento para atacarles.
Cuando salió del agua, se quedó un rato de pie al sol para secarse, mientras Bujari aprovechaba –una vez que había hecho las paces con Luluba-, para recolectar raíces y frutos, aunque sin apartarse del lugar donde Kata Juta tenía la lanza dispuesta para defenderse de cualquier ataque. Contemplando las plácidas aguas del lago y la belleza de los bosques que lo rodeaban, éste no pudo evitar pensar en lo agradable que resultaría vivir en un lugar así. Se dijo que no le importaría hacerlo, quedándose allí para siempre. Pero su mente, inquieta, le mostró la imagen del pobre Lungkata, inerme y marchitándose como una flor en el desierto, y aquél pensamiento le hizo volver a la realidad de la misión que lo había llevado hasta allí.
Recordó entonces el Boomerang Mágico. ¿Y si no lograba encontrarlo?. También existía la posibilidad de que lo encontrara demasiado tarde y no pudiera hacer nada por Lungkata, aunque si era cierto lo que decían las leyendas, posiblemente los Donantes de Tiempo pudieran poner remedio también a aquélla otra situación. Los más ancianos de la tribu, decían que perder el optimismo era la forma más directa que existía de darle la bienvenida al fracaso. De manera que decidió no permitir que eso ocurriera con él, y se hizo a sí mismo la promesa de que, ocurriera lo que ocurriera en adelante, nunca más volvería a pensar en fracasar.
Tan ensimismado había estado pensando, que no se dio cuenta de que Bujari –a la que había estado viendo hasta aquél preciso momento-, no aparecía ahora por ninguna parte. También Luluba parecía haberse dado cuenta, pues permanecía muy quieta a su lado, con las orejas tiesas, como si escuchara con mucha atención.
Un detalle que le hizo estremecer, fue precisamente ese: en un lugar repleto de vida como era aquél, no escuchar ningún sonido era motivo más que suficiente para preocuparse. Incluso el aire, que antes soplaba agitando las ramas de los árboles, parecía haberse detenido también.
-¡Bujari!, -gritó varias veces, haciendo bocina con las manos.
Como no obtuvo respuesta, cogió angustiado la lanza, dirigiéndose hacia el lugar donde Bujari había estado recolectando raíces, frutos y cuantas cosas comestibles considerara que habrían de necesitar. Allí encontró la bolsa, tirada en el suelo y algunas raíces desparramadas alrededor. Entonces, no tuvo duda de que algo no marchaba bien. Pensó en Jumara y se estremeció. Empuñó la lanza aún más fuerte, si cabe, y corrió mirando en todas direcciones.
Estaba a punto de dejarse caer, agotado por el esfuerzo de la carrera, cuando creyó oír un grito. Aguzó el oído durante unos instantes, pero no volvió a escucharlo. Miró en la dirección de donde había creído que procedía, y pudo comprobar que en aquélla zona el bosque se hacía más tupido e impenetrable debido a la densa vegetación. Sin dudarlo, se encaminó hacia allí, sin importarle los arañazos en brazos y piernas provocados por los arbustos y espinos que encontraba en su camino.
Encontró a Bujari en un claro del bosque, maniatada con lianas y su cinta del pelo anudada alrededor de la boca para que no pudiera gritar. Estaba completamente rodeada por media docena de yowies. Supo que eran ellos, porque tenían todo el cuerpo cubierto de pelo, incluso la cara, a excepción de la frente, los ojos, la nariz y la boca. Su aspecto era feroz, pero a juzgar por la forma que tenían de moverse –encorvados-, Kata Juta supuso que no debían de ser muy rápidos. Todos iban armados con grandes garrotes, que levantaban por encima de su cabeza, dándoles un aspecto feroz y muy agresivo.
Pensó que él solo, aunque estuviera armado con la lanza, no sería capaz de amedrentarlos, por lo que se le ocurrió regresar a donde había quedado tirada la bolsa de Bujari y coger el paquete maloliente que, según ella, tenía la virtud de atraer a los murciélagos. Pero no fue necesario. Sin poder dar crédito a sus ojos, observó cómo la pequeña Luluba arrastraba la bolsa con los dientes, haciendo verdaderos esfuerzos, ya que ésta era el doble de grande que ella.
Kata Juta hubiera querido gritar de alegría, pero no lo hizo por temor a que los yowies pudieran descubrirlos. Dando una palmadita cariñosa en la cabeza de Luluba –lo cierto es que hubiera querido besarla-, buscó en el interior de la bolsa hasta encontrar el paquete. Aún antes de desenvolverlo, el olor le resultó tan espantoso, que a punto estuvo de vomitar. Se trataba de una masa pegajosa, de un intenso color rojizo, que le hizo dudar de que pudiera ser atractiva incluso para unos seres tan especiales como los murciélagos. Pero como confiaba en lo que le había dicho Bujari, cogió pequeños puñados con las manos, que lanzó hacia donde se encontraban los yowies.
Al principio no pasó absolutamente nada. Los yowies continuaban danzando alrededor de Bujari, con las mazas levantadas por encima de sus cabezas, como si quisieran golpearla con ellas, mientras sus gargantas proferían unos sonidos guturales, que Kata Juta no podía entender. Luego, al cabo de unos momentos que a éste se le hicieron eternos, comenzaron a olisquear el aire, sin duda preguntándose qué era aquello que olía tan mal.
Desconcertados por el olor, el grupo de yowies pareció olvidarse momentáneamente de Bujari, dándola la espalda y mirando nerviosos en todas direcciones, agitando las mazas amenazadoramente. Kata Juta los observaba divertido, esperando una oportunidad para liberar a Bujari, pero a pesar de que la atención de los yowies se centraba en averiguar de dónde procedía aquél repentino y nauseabundo olor, ninguno de ellos se alejaba lo suficiente como para que éste pudiera llegar hasta ella y ayudarla a escapar, liberándola de sus ataduras.
Cuando parecía que todo estaba perdido y los yowies volvían a centrar su atención en la muchacha, Kata Juta escuchó un furioso aleteo por encima de su cabeza, acompañado de un estridente concierto de chillidos. Al levantar la vista hacia el cielo, pudo ver una impresionante bandada de murciélagos –los había de todos los tamaños, siendo los más grandes de una estatura aproximada a la de Luluba-, que se dirigía derecha hacia el lugar donde estaban los yowies. Cuando éstos los vieron, corrieron despavoridos, tirando las mazas en el suelo. Kata Juta sabía que no podía desaprovechar aquélla oportunidad, de manera que abandonó su improvisado escondite y corrió hacia donde estaba Bujari, que estiraba y encogía las piernas intentando liberarse.Vamos, Bujari, -dijo Kata Juta, cortando las ligaduras con el cuchillo. Hemos de marcharnos antes de que a los yowies se les pase el susto y regresen a buscarte.

martes, 22 de septiembre de 2009

Capítulo 7: El Desierto Rojo

El Desierto Rojo

Llamado así por el intenso color rojizo de su suelo, el Desierto Rojo era una árida región de tierra que se extendía a lo largo y a lo ancho de cientos de kilómetros cuadrados, como un mar infinito que no tuviera principio ni final. A primera vista, Kata Juta pensó que ninguna criatura estaría tan loca como para atreverse a vivir en un lugar tan inhóspito y desolado como aquél y mucho menos aventurarse a atravesarlo, aunque tuviera las mejores razones del mundo para hacerlo, como en su caso.
De vez en cuando se cruzaban con algún arbusto espinoso. Pero una simple ojeada a sus ramas, delgadas y arqueadas hacia abajo, le indicaban claramente que ni siquiera los seres más habituados para aguantar las condiciones más extremas podían sentirse a gusto viviendo en semejante lugar.
“¿Por qué los Dioses habrán querido que existan lugares como éste?”, -se preguntó, mirando de reojo a Bujari, que caminaba en silencio junto a él.
Observándola así, a hurtadillas para no herir su sensibilidad, Kata Juta no dejaba de admirar la fuerza y la valentía de la muchacha. Caminaba muy erguida, como si fuera una reina, sin que un quejido saliera de su boca. Pero eso no era todo. También cargaba con la bolsa de provisiones, en la que había preparado un pequeño habitáculo para Luluba, cuya cabecita apenas se dejaba ver, seguramente por el temor que sentía al observar la desolación por la que estaban atravesando.
En varias ocasiones se ofreció para cargar con la bolsa, pero Bujari se negó rotundamente, alegando que aquélla era una responsabilidad específica de la mujer, de modo que Kata Juta decidió no insistir más –al menos por el momento-, para no ofenderla, sabiendo que la distribución de tareas entre hombres y mujeres era un tema que todas las tribus respetaban como si se tratara de una ley.
-Pronto llegaremos al Refugio, -comentó Bujari, acariciando la cabecita de Luluba, que acababa de asomar de la bolsa en cuanto la oyó hablar.
-¿El Refugio?, -repitió Kata Juta, observándola con interés.
-El Refugio es un oasis que descubrió mi pueblo hace mucho tiempo, cuando se dedicaba a explorar el territorio -explicó Bujari. Allí podremos pasar la noche y reponer fuerzas.
Imposible de saber cuánto tiempo llevaban caminando, llegaron, por fin, a un pequeño oasis, cuya existencia parecía tan fuera de lugar, como ver a un cocodrilo subido en la rama de un árbol. Para entonces, el sol comenzaba a declinar, ocultándose a lo lejos en el horizonte, descendiendo también la temperatura.
-No es ningún espejismo, -confirmó Bujari, divertida, cuando observó la cara de incredulidad de Kata Juta. Aunque no te lo creas, no es el único oasis que existe por la zona. En realidad, hay dos más, que sepamos. Pero se encuentran en otra dirección, a muchos kilómetros de distancia.
-Es...es fantástico, -sólo acertó a decir Kata Juta, tumbándose a la sombra de una palmera.
De no haber sido por la experiencia de Bujari, él bien hubiera podido pasar de largo sin verlo, pues se trataba de un oasis tan pequeño, que apenas lo formaban una docena de palmeras rojas, a las que rodeaban varios tipos diferentes de matorrales. Aproximadamente en la mitad del oasis, había un pequeño pozo, cuyas aguas, de un intenso color amarronado, brotaban como por arte de magia de una invisible fuente subterránea.
-Por desgracia, son aguas salobres, no aptas para beber, -dijo Bujari, dejando la bolsa en el suelo, desde la que saltó alegremente Luluba, revolcándose por la arena, tumbándose a continuación entre medias de Kata Juta y Bujari.
-Aún así, -dijo éste, frotándose las castigadas plantas de los pies-, parece increíble encontrar agua en un sitio como éste.
Bujari no dijo nada, pensando en todas las sorpresas que le quedaban aún a Kata Juta por descubrir.
Comieron sin decir palabra –sobre todo Kata Juta, que estaba hambriento-, iluminados por la luz que les proporcionaba una pequeña hoguera, alimentada con arbustos que habían recogido por los alrededores. Salvo por el ocasional crepitar de las llamas y los grititos de Luluba, que no dejaba de juguetear alrededor de ellos, el silencio era tan impresionante, que Kata Juta, reprimiendo un escalofrío, comentó:
-¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar a la montaña Ulurú?.
Bujari se encongió de hombros.
-Está a unas horas de marcha de las Montañas Azules. Si no tenemos ningún percance, podemos alcanzar éstas mañana al mediodía.
-¿Por qué habríamos de tener percances?, -preguntó Kata Juta, mirándola con desconfianza, pero también con interés.
Bujari aún tardó unos segundos en contestar. Pero antes de hacerlo, miró a Kata Juta, preguntándose cómo le afectaría aquello que iba a decirle, pensando si sería capaz de continuar la marcha, una vez que lo supiera.
-El territorio que rodea la montaña sagrada de Ulurú, es uno de los más hermosos de cuantos conozco. Pero también es muy peligroso. Está habitado por toda clase de seres extraños, y no me refiero sólo a los aterradores bunyips...
-¿Crees que existen seres más peligrosos que ellos?, -quiso saber Kata Juta, estremeciéndose involuntariamente.
-Oh, sí, -contestó Bujari, muy seria. Allí habitan arientas y luritchas, que son unos seres espantosos, mitad humanos y mitad animales. Y también los yowies, hombres con aspecto de mono, muy combativos y crueles. Mi pueblo los conoce muy bien...
Bujari le relató entonces las guerras que sus antepasados mantuvieron con estas criaturas, sobre todo con los yowies –cuyas incursiones eran de lo más sangriento, especialmente para las mujeres y los niños, a quienes raptaban y nunca más se les volvía a ver-, hasta que consiguieron expulsarlos de su territorio.
-Pero hace mucho tiempo que no se les ve…
-Puede que se hayan marchado a otra parte, -aventuró a decir Kata Juta.
-No, -contestó Bujari, rechazando la sugerencia con un movimiento de las manos. No lo creo. Pero por si acaso, he traído algo que los ahuyenta como las mandíbulas de un cocodrilo.
Dicho esto, metió la mano en la bolsa, rebuscando en su interior. Después de unos segundos de revolver el contenido, sacó un pequeño paquete, hecho de hojas de palma cuidadosamente enrolladas. Cuando lo acercó a la nariz de Kata Juta, éste echó inmediatamente la cabeza hacia atrás, diciendo:
-¡Uf, qué asco!. ¿Qué es eso, que huele tan mal?.
-Es una papilla que se hace con las bayas machacadas de una planta que crece en los pantanos, -explicó Bujari, no pudiendo contener la risa. Nadie sabe exactamente por qué, pero su olor atrae a los murciélagos…
-¿Y qué tiene eso que ver con los yowies?, -preguntó Kata Juta, respirando aliviado cuando Bujari volvió a guardar el hediondo paquete en la bolsa.
-Los yowies son seres muy supersticiosos, -explicó. Creen que los murciélagos, como tienen la costumbre de dormir de día y volar de noche, son espíritus malignos.
-¡Bah, eso son tonterías!, -dijo él, acostándose en el suelo, donde se quedó dormido al instante.
-No lo son…, -dijo Bujari, en voz baja, acostándose también.
Mientras tanto, el fuego se fue apagando poco a poco, hasta que de las brasas sólo escapó un hilillo de humo. La luz de la luna se reflejaba en el agua del pozo, como si se estuviera mirando en un espejo.
Profundamente dormidos como estaban, Kata Juta y Bujari no hubieran visto las extrañas luces que bailaban a toda velocidad por encima de las palmeras, de no ser por los gritos de terror de Luluba.
Las luces, tres en total, emitían un extraño sonido, muy parecido al que hacían las abejas al volar. Su color era intenso, aunque diferente: una era completamente blanca; otra, completamente roja, y la tercera –la más bonita de las tres-, parecía un pequeño arcoiris, pues cambiaba de color constantemente. De tal modo, que unas veces era blanca, otras azul, otras naranja y otras verde. Parecía que danzaban alrededor del oasis, bajando hasta la superficie del agua y ascendiendo a continuación a toda velocidad.
Después de observarlas un largo rato, Kata Juta hizo ademán de levantarse, pero Bujari se lo impidió, sujetándole del brazo:
-Son Min-Min, -dijo, apenas en un susurro. Es mejor estarse quieto.
-¿Pero qué son?, -preguntó Kata Juta, también susurrando.
-Nadie lo sabe. Mi pueblo cree que son los mensajeros de los Dioses y que les avisan cuando alguien se acerca a su territorio. Si nos estamos quietos, no tardarán en marcharse y dejarnos en paz.
Bujari tenía razón. Las misteriosas Min-Min no tardaron en alejarse, perdiéndose entre las estrellas, hasta que sólo fueron un puntito más en el cielo de la noche.Después de eso, Kata Juta no volvió a dormirse. Luluba, que permanecía recostada contra su pecho, tampoco. Sólo Bujari, más acostumbrada a ver aquél tipo de cosas, volvió a tumbarse, quedándose profundamente dormida otra vez, como si nada hubiera pasado.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Capítulo 6: Bujari

Bujari

El sol estaba alto en el horizonte, cuando Kata Juta se despertó, bostezando somnoliento, mientras estiraba los entumecidos brazos. Cuando sus ojos se acostumbraron otra vez a la luz, despejando de las retinas las nieblas de la noche anterior, una explosión de color le recibió, aturdiéndole durante unos momentos. Incrédulo ante lo que veía, pensó si no había terminado en el estómago de la monstruosa serpiente, y ahora su alma se encontraba en el Paraíso.
Aquél era, sin duda, el lugar más hermoso que había visto en toda su vida. De una extensión considerable, las aguas del lago estaban tan limpias y cristalinas, que se podía ver el fondo, así como numerosas especies de peces que allí nadaban en completa libertad. Hermosos nenúfares, de coronas grandes y colores variados, flotaban suavemente en la corriente, alejándose hacia el centro del lago cuando eran alcanzados por la brisa. A su derecha, en las inmediaciones de una pequeña catarata natural, una pareja de koalas bostezaban perezosos, haciéndose carintoñas con sus peludas extremidades, mientras en las ramas de los árboles, infinidad de aves inundaban el espacio con sus alegres cantos.
La cría de canguro, también se levantó de su improvisado camastro de hojas –el canguro es un animal extraordinario, que siempre se acomoda lo mejor posible para dormir, haciendo agujeros en el suelo y rellenándolos de hojas para estar más cómodo-, mirándole con expectación. Después, cuando Kata Juta se acercó hasta la orilla del lago para beber agua y refrescarse antes de continuar la marcha, ésta le siguió, dando pequeños saltos con sus extremidades inferiores, bebiendo a continuación, tal y como le había visto hacer a él.
Kata Juta sonrió divertido y, apoyando ambas manos en las caderas, dijo en voz alta:
-Amiguita, si me vas a seguir a todas partes, será mejor que te ponga un nombre.
Como si hubiera entendido sus palabras, la pequeña cría de canguro movió graciosamente la cola, iniciando un extraño baile alrededor de él, unas veces dando pequeños saltitos y otras haciendo piruetas en la tierra.
-Te llamaré Luluba, que en nuestra lengua significa saltarina.
-Es el nombre más estúpido que he oído nunca, -dijo una voz a sus espaldas, sobresaltándoles a ambos.
-¿Quién eres?, -preguntó intrigado Kata Juta, mirando hacia el tronco del árbol donde se ocultaba la persona que había hablado.
-Soy Bujari, -dijo una muchacha, saliendo de su escondite-, y pertenezco a la tribu de los Warramungu.
Bujari era un poco más baja que Kata Juta, pero a juzgar por su juventud, debía de tener una edad similar a la suya. Llevaba puesto un sencillo vestido de piel, de cuya cintura pendía un cinto fabricado con lianas, y entremetido entre ambos, la amenazadora forma de un cuchillo de hueso bien afilado. Su piel era tan oscura como la de Kata Juta –un rasgo común a todos los aborígenes australianos-, aunque su nariz era un poco más pequeña y no tenía el cabello tan rizado como él, sino que, por el contrario, lo llevaba muy largo y recogido alrededor de la frente con una tira, también de piel.
-¿Qué clase de cazador eres, que no llevas armas y juegas con los animales?, -preguntó Bujari, mirándole con curiosidad de arriba abajo.
-No soy cazador, -se apresuró a explicar Kata Juta, encogiéndose de hombros. Ni siquiera soy un guerrero. Al menos por el momento…
-¡Oh!, -exclamó ella, llevándose una mano a la boca para ahogar una carcajada.
Entonces Kata Juta le contó el motivo de que se encontrara allí, relatándole, con todo lujo de detalles, la terrible aventura que habían vivido con la serpiente pitón. Bujari puso cara de espanto, y mirando temerosa hacia todos lados, dijo en voz muy baja:
-Se trata de la malvada Jumara, la Reina de las Serpientes…
-¿Por qué hablas tan bajo?, -preguntó Kata Juta, intrigado, mirando él también en todas direcciones, temiendo ver aparecer a la serpiente de un momento a otro.
-¡Chist!, -dijo ella, llevándose dos dedos a la boca. Es peligroso pronunciar su nombre. Tiene un oído tan fino, que es capaz de escuchar todo lo que se hable a kilómetros de distancia.
Aunque aquella afirmación le pareció demasiado exagerada –por muy bueno que fuera el oído de Jumara, era imposible pensar que pudiera llegar a tanto, pues ese tipo de virtudes eran exclusivamente de los Dioses-, Kata Juta decidió que lo mejor sería no hacer ningún comentario al respecto. Sobre todo, porque tenía la impresión de que Bujari, aparte del hecho de ser mujer, parecía de ese tipo de personas a las que no gustaba que se las llevara la contraria.
Ella le explicó que había decidido pasar un tiempo en soledad, porque sus padres pretendían casarla con un guerrero por el que ella no sentía ningún afecto. Seguramente la estuvieran buscando, removiendo cielo y tierra para encontrarla, pero ella era muy hábil ocultando las huellas y no les daría esa oportunidad, hasta el momento en que por propia voluntad decidiera poner fin a aquella situación, que sería cuando el guerrero se cansara de esperarla y eligiera a otra muchacha para casarse con ella.
Ese carácter obstinado, le recordó a Kata Juta el suyo propio. Quizás por ese motivo, comenzó a sentir afecto por Bujari, no poniendo impedimento alguno cuando ella le propuso acompañarle hasta Ulurú y ayudarle en su misión.
Como a Luluba tampoco parecía caerle mal, dado que se acercaba a ella sin ningún temor, poniéndole incluso la cara en las manos para que la acariciara, y teniendo en cuenta la desenvoltura natural de la muchacha, Kata Juta pensó que había tenido mucha suerte de encontrarla, sobre todo cuando ella propuso compartir las provisiones.
-Podemos alcanzar las Montañas Azules en dos días, -dijo Bujari, colgándose del brazo la bolsa de provisiones.
-Ten, -añadió a continuación, entregándole un cuchillo de hueso parecido al que llevaba colgado de la cintura. Necesitarás esto, pues nunca se sabe lo que puede uno encontrarse en el Desierto Rojo.
Kata Juta protestó, alegando que tenía que volver al sitio donde había dejado sus provisiones y también recuperar la lanza de Lungkata, ya que era el arma preferida de su amigo y estaba seguro de que su pérdida le disgustaría. Pero cambió inmediatamente de parecer, cuando Bujari protestó, afirmando que tal acción sería una imprudencia, porque Jumara era un ser tremendamente rencoroso y estaría al acecho.
-Te lo creas o no, -advirtió muy seria-, Jumara nunca abandona una presa.
Kata Juta no dijo nada. Empuñando firmemente el cuchillo que le había regalado Bujari, inició decidido la marcha por la ribera norte del lago, espantando sin querer a una familia de cisnes negros que se había acercado en ese preciso momento hasta la orilla.
-¿Seremos capaces de atravesar el Desierto Rojo?, -preguntó, volviéndose inquieto hacia Bujari.¡Nunca encontrarás un guía mejor que yo!, -dijo ésta, toda confiada, guiñándole un ojo en señal de complicidad.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Capítulo 5: Camino a lo Desconocido

Camino a lo Desconocido

Nadie en el poblado se opuso a la decisión de Kata Juta. Ni siquiera el viejo Mani, que cuando no estaba de acuerdo en algo, tenía la costumbre de ladear la cabeza de un lado a otro, con evidentes signos de pesimismo. Mientras tanto, habían trasladado el cuerpo inerte de Lungkata a la choza de Musara, pues si en algo se habían puesto de acuerdo todos, era en la creencia de que no había nadie mejor que él para cuidarlo.
Para el largo y peligroso viaje, Kata Juta se había provisto de su mazo tjuni, de la lanza preferida de Lungkata, así como de una pequeña bolsa con agua y provisiones que le había entregado la mujer de Malani, poco después de desearle todo tipo de bendiciones en su viaje.
Pasaba del mediodía, cuando Kata Juta abandonó el poblado Anangu, dirigiéndose hacia el norte, tal y como Musara le había indicado que hiciera. El calor era sofocante y el sudor no tardó en aparecer en su rostro, extendiéndose rápidamente por su torso desnudo, aunque Kata Juta apenas se dio cuenta de ese detalle. Espoleado por la necesidad –en su mente no dejaba de ver el cuerpo inerte de Lungkata-, sabía que el tiempo era vital, y no podía desperdiciar ni un minuto, si quería ayudar a su amigo.
Confiando en las indicaciones que le había proporcionado Musara, calculó que el primero de los grandes obstáculos naturales que tenía que salvar en su camino hacia Ulurú, no tardaría en aparecer frente a sus ojos.
Y en efecto, así fue.
El Bosque de los Eucaliptos Gigantes se extendía frente a él a poca distancia de donde se encontraba, igual que si fuera un providencial oasis perdido en mitad de la desolación de la sabana. Sabía que allí encontraría lugares a la sombra, donde podría protegerse del intenso calor del sol, y encontrar, también, un sitio cómodo para pasar la noche.
El penetrante olor de los frutos de los eucaliptos llegó a su olfato de inmediato, en cuanto puso los pies en las inmediaciones del bosque. Tal y como pensó, había muchos lugares a la sombra donde cobijarse. En algunas partes, los árboles eran tan altos, que sus ramas apenas dejaban vislumbrar los rayos del sol, de tan tupidas como eran las hojas que las cubrían. Por la posición de éste en el cielo, Kata Juta adivinó que no tardaría mucho en anochecer, de manera que debía apresurarse en encontrar un lugar seguro donde tumbarse a descansar, antes de que la noche se le echara encima.
Lo encontró al pie de un eucalipto gigantesco, del que imaginó que debía de ser el patriarca de todos los árboles, dado el enorme grosor de su tronco y su presumible longevidad. Allí sentado, con la espalda apoyada en la corteza del árbol –había dejado la lanza y el mazo tjuni al alcance de la mano, pues hubiera sido una imprudencia no hacerlo de ese modo-, cogió la bolsa de provisiones, dispuesto a reponer fuerzas para la dura jornada que le esperaba al día siguiente.
A juzgar por los distintos sonidos que escuchaba, procedentes de las copas de los árboles, supuso que debían de ser muchas y variadas las especies de aves que habitaban en aquél bosque. Pero de todos los cantos, sobresalía el escandaloso y monótono crack, crack, crack de los cuervos, que en aquél lugar, por una curiosa coincidencia, se veían por bandadas.
Aunque las aves le parecían unos seres muy interesantes y sobre todo, muy hermosos –le gustaban por encima de todas las demás especies los loros arcoiris, con su vistoso plumaje de llamativos y variados colores-, detestaba a los cuervos. Le parecían unas aves horrendas, que atraían la mala suerte, con su pelaje tosco y negro, así como por la afición que tenían hacia todo tipo de carroña, de la que se disputaban hasta el último pedazo.
-No te fíes nunca de los cuervos, Kata Juta –le dijo en una ocasión Lungkata. Son seres miserables y egoístas, que no albergan nunca buenas intenciones, y esperan siempre un descuido para intentar hacerte daño.
Lungkata pensaba que con los animales ocurría algo muy parecido al comportamiento de las personas: había seres nobles y otros que, por desgracia, no lo eran tanto. Por eso había que tener siempre mucho cuidado a la hora de confiar en unos y otros. Había que saber elegir, y sobre todo, ser muy prudente en la elección.
Tales eran los pensamientos de Kata Juta, cuando escuchó un extraño sonido, que procedía de un lugar cercano a donde se encontraba. Cogiendo la lanza con la rapidez del rayo –no en vano, había practicado mucho en tal sentido-, adoptó inmediatamente una postura de defensa en previsión al ataque de cualquier animal salvaje que estuviera al acecho. El sonido parecía un débil carraspeo –semejante a la tos-, y según pudo comprobar, procedía de detrás de unos matorrales.
Ligeramente encorvado, con la lanza en ristre, Kata Juta se acercó despacio hacia los matorrales. Tenía el ceño fruncido, y observaba desconfiado a su alrededor, sintiendo latir con fuerza su corazón. Entonces, asomando prudentemente la cabeza por encima de los matorrales, su sorpresa no tuvo límites cuando descubrió al causante del sonido que tanto le había perturbado.
Por su pequeño tamaño y el color gris de su piel, Kata Juta supo enseguida que se trataba de una cría de canguro. El pelaje blanco de su pecho, indicaba, sin lugar a dudas, que era una hembra. Estaba sola, desamparada, y no se veía rastro de su madre por ninguna parte.
Aquello, pensó, constituía un gran misterio. Todo el mundo conocía lo celosas que eran las madres canguro con sus crías, de las que no se separaban un solo instante, hasta el momento en el que podían cuidar de sí mismas. ¿Qué terrible drama había obligado al canguro adulto a abandonar a su pequeña?. Kata Juta supuso que la razón de tal actitud debía de ser muy importante, porque era cierto que ningún animal actúa así con su progenie, y mucho menos una madre.
No tardó mucho tiempo en averiguar la respuesta. Alertado por un espantoso siseo, descubrió a una enorme serpiente pitón junto al tronco podrido de un árbol, aproximadamente a unos veinte metros de distancia. Tenía una lengua larga y bífida, que asomaba de su enorme cabeza, desde la que unos espantosos ojos, tan negros como la noche, le miraban fijamente con hipnótica malicia. Por el enorme bulto que se apreciaba en su vientre, Kata Juta no tuvo ninguna duda de cuál había sido el triste destino de la mamá canguro. Pero ahora se enfrentaba a un arduo problema. Su instinto le decía que echara a correr, porque aquél peligroso animal tenía un apetito insaciable y estaba a punto de avalanzarse sobre él. Había que ser un excelente cazador, con los nervios de acero, para osar hacer frente a una serpiente pitón de las dimensiones de aquélla, pues los poderosos músculos de sus anillos podían aplastarte en un abrir y cerrar de ojos y su boca engullirle de un bocado.
Por otra parte, sentía crecer en su interior un dilema moral, con respecto a la suerte de la pequeña cría de canguro: ¿debía dejarla allí, a merced del monstruo o, por el contrario, recogerla y ponerla en lugar seguro?.
Si hacía esto último, tendría que abandonar la lanza de Lungkata y echar a correr con la cría en brazos, sin detenerse siquiera a recoger el mazo tjuni y las provisiones que había dejado al pie del árbol. La serpiente pitón era un animal que se desplazaba con rapidez, arrastrándose con su vientre, y poseía un olfato muy desarrollado. ¿Cuánto podía alejarse de ella, teniendo en cuenta lo cansado que estaba?.
Mientras estos pensamientos cruzaban por su mente, el monstruo había erguido aún más la cabeza, disponiéndose a comenzar la persecución, en el supuesto de que su víctima no estuviera paralizada de miedo y echara a correr. Fue en ese preciso instante, cuando Kata Juta no lo dudó ni un segundo más; cogió a la cría en brazos, soltando la lanza, y echó a correr hacia el interior del bosque, sin atreverse siquiera a mirar atrás una sola vez. Posiblemente si lo hubiera hecho, el terror habría acabado por paralizarle y el destino de ambos hubiera quedado escrito para siempre.
La cría de canguro, al verse sorprendida, gimió desesperada, mientras intentaba liberarse del abrazo de Kata Juta. Este apenas sintió el dolor de los arañazos en su pecho, tan preocupado como estaba de escapar de la serpiente.
Era noche cerrada, aunque había una luna llena lo suficientemente grande como para poder ver con claridad a unos metros de distancia, cuando se detuvo, agotado, en la ribera de lo que parecía una gran extensión de agua. Salvo el lastimero gemido de la cría –que estaba tan asustada o más que él-, apenas se escuchaba nada, a pesar de que el bosque estaba poblado de innumerables criaturas, muchas de ellas de vida esencialmente nocturna.
-¿Y ahora qué hacemos, amiguita?, -comentó, jadeante, depositando al animalito en el suelo.
Como si supiera por instinto que le acababan de salvar la vida, el pequeño canguro se quedó muy quieto en el suelo, junto a Kata Juta. Sus ojos marrones le miraban con curiosidad, ahora que parecía que se había tranquilizado. Este se había dejado caer boca arriba en el suelo, completamente agotado, mirando en silencio las estrellas. Había tantas y eran todas tan hermosas, que no pudo evitar pensar si en alguna parte habría seres como ellos contemplándolas también. Para entonces la cría se había acercado tanto a él, que Kata Juta se vio gratamente sorprendido cuando ésta le lamió la mejilla con la lengua. A pesar de ser áspera al contacto con su piel, aquélla inesperada caricia le hizo recordar, otra vez, cuál era el propósito de su misión y cómo la fidelidad y el cariño le habían arrastrado a semejante aventura.
Habiendo perdido la bolsa de provisiones, de momento sólo le quedaba el consuelo de saber que no morirían de sed y tal vez, al día siguiente, podría encontrar algún alimento que poder llevarse a la boca.
¿Habría cocodrilos escondidos en las cercanías del lago?, -se preguntó, sintiendo un escalofrío. Pero el terrible cansancio que tenía pudo más que él y no tardó en quedarse dormido, acurrucado en el suelo como si fuera un niño pequeño durmiendo feliz y tranquilo en su cuna de ramas y hojas.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Capítulo 4: La Misión de Kata Juta

La Misión de Kata Juta

Kata Juta supo que algo no iba bien, cuando escuchó el sonido de los tambores congregando a toda la tribu a una asamblea general. Al principio no se extrañó de no ver a Lungkata por ninguna parte, puesto que conocía sus intenciones de salir a cazar muy temprano, y supuso que la jornada se estaba prolongando más de lo esperado, a juzgar por su tardanza en regresar al poblado. Pero cuando observó las caras serias y los gestos de preocupación en los demás –muchos de los cuales le miraban y después cuchicheaban entre ellos-, supo que el misterio tenía que ver, sin duda, con él.
Hasta entonces, Kata Juta nunca había sentido miedo. Y no es que fuera una persona excesivamente valiente; ni audaz; ni mucho menos temerario. Pero nunca había sentido su corazón latir con tanta fuerza como para pensar en la posibilidad de que quisiera salírsele del pecho.
Sabía lo que era la fatiga, el cansancio después de cierto tiempo corriendo, cuando las piernas ya no aguantan más y tienes que pararte con la boca muy abierta para recuperar el aliento, aspirando grandes bocanadas de aire. Conocía también lo que era el dolor en los brazos, después de estar cierto tiempo practicando con el mazo tjuni; o haciendo prácticas con el boomerang, un arma muy sofisticada, capaz de alcanzar su objetivo a distancia, que requería una técnica y un dominio de muñecas muy especiales.
Nadie sabía exactamente quién inventó el boomerang, pero si hablabas con los más ancianos de la tribu, estos siempre afirmaban que, según las leyendas, los Wondjinas –los Dioses-, le habían enseñado su uso y construcción a Adanee, el primer antepasado de los aborígenes.
La leyenda decía que al principio del mundo, los Wondjinas crearon al hombre, al que pusieron el nombre de Adanee, que significa, literalmente: el primer hombre.
Siendo muy sabios, los Wondjinas pensaron en la posibilidad de crear una compañera, pues opinaban que no era bueno que el hombre estuviera solo. Aprovechando que Adanee dormía profundamente, le quitaron un pedacito de costilla, con el cuál crearon a la mujer que sería su compañera. La llamaron Evanee, que, lógicamente, significa la primera mujer. Después crearon a las plantas y a los animales.
Pero aún así, a pesar de haber dotado al hombre de inteligencia para que sobresaliera de los demás seres que poblaban el planeta, pensaron que debían de ayudarle un poco más, para garantizar su supervivencia.
A los animales les habían dotado con ciertas cualidades, que el hombre no tenía: a los pájaros les habían dado alas, que les permitían volar y ponerse fuera de su alcance; a los peces agallas y aletas, con las que podían nadar debajo del agua y eran, también, muy difíciles de alcanzar, pues incluso su piel, cubierta de escamas, era muy escurridiza; a los animales terrestres fuerza, rapidez y ferocidad, que los hacían potencialmente peligrosos y más fuertes.
De ese modo, sintiéndose apiadados por el hombre, los Wondjinas entregaron a Adanee el boomerang y le enseñaron a manejarlo. Con él podía cazar animales a distancia, sin exponerse a sus colmillos, o a sus garras, o incluso a sus cuernos; aves, aunque estuvieran en las ramas más altas de los árboles o incluso volando a baja altura. En cuanto a los peces, le enseñaron rudimentarias técnicas de pesca. Con referencia a los frutos de la tierra, le enseñaron a diferenciar entre los que eran comestibles y aquellos otros que, por sus características, eran incompatibles para él, y por lo tanto, venenosos.
La leyenda afirmaba también, que a aquél primer boomerang le habían dotado de poderes mágicos. Pero sólo podía ser utilizado para hacer el bien y nunca con fines particulares y egoístas. El único problema, consistía en que nadie sabía a ciencia cierta el lugar en el que se encontraba depositado.
Algunos decían, que cuando murió Adanee, después de una vida larga en la que tuvo muchos hijos, que después crecieron y se extendieron por el mundo formando sus propias familias –de ahí las diferentes tribus y familias aborígenes-, lo depositaron en su tumba, junto con otros utensilios que le habían pertenecido.
Otros, por el contrario, decían que, dado su extraordinario poder, los Wondjinas lo habían recuperado, guardándolo en las profundidades de la montaña Ulurú cuando se retiraron a descansar, una vez concluida su labor entre los hombres. Para asegurarse de que nadie turbaba su descanso, crearon a los bunyips y también a unos extraños seres –si es que eran tal cosa, porque sólo se veían como luces que recorrían el desierto a gran velocidad-, a los que se llamaba, en el idioma aborigen, Min-Min o candiles de los Dioses.
Fueran o no ciertas las leyendas, Kata Juta sintió una gran piedad cuando vio el cuerpo de Lungkata tendido en el suelo, junto a la puerta de la choza del chamán, mientras todo el poblado se arremolinaba alrededor de éste último y la severa figura de Malani, el jefe del poblado.
Malani era un hombre mayor, pero de constitución recia, que ejercía su gobierno sobre los Anangu con autoridad, aunque también con justicia, sin permitir que sus consideraciones personales afectaran su buen juicio.
Cuando era más pequeño, a Kata Juta le daba miedo acercarse a él, porque veía a un gigante de casi dos metros de estatura, completamente calvo en la cabeza, pero con una barba tan larga, que le llegaba casi hasta el ombligo.
-No hay que juzgar a nadie por su tamaño o aspecto, sin haberle dado antes una oportunidad de conocerle, -solía decir el bueno de Lungkata, cuando se escondía detrás de él para ocultarse de Malani.
Malani y Musara levantaron las manos sobre la multitud congregada, solicitando silencio. Una vez conseguida la atención de todos, Malani se dirigió a ellos, con las siguientes palabras:
-Escuchadme todos, aquí tenemos a nuestro hermano Lungkata, cuyo cuerpo ha recibido el veneno del aguijón de una hormiga ungwatafungi.
Un Oooh de espanto se levantó de las gargantas de todos, incluido Kata Juta, arrodillado junto al cuerpo de Lungkata.
-Musara dice que la única posibilidad de recuperación que tiene Lungkata –continuó diciendo Malani-, es a través de los poderes del Boomerang Mágico, capaz de convocar a los Donantes de Tiempo y conseguir de estos viajar hacia atrás en el tiempo, evitando la picadura. Por eso necesitamos un voluntario…
-Si la leyenda es cierta, -intervino entonces Musara-, y yo así lo creo, el voluntario tendrá que buscarlo en el interior de la montaña Ulurú, ya que creemos que es allí donde duermen los Wandjinas y descansa Adanee.
-Todos sabemos que la montaña Ulurú está en el territorio de los bunyips, -dijo un guerrero.
-Es cierto, -dijo otro, apoyando las palabras del anterior. Aún en el caso de que el voluntario consiguiera llegar hasta allí, ¿cómo conseguiría burlar la vigilancia de los bunyips?. ¿Y de los Min-Min?.
-Es una misión suicida, -comentó el pescador Mani, pesaroso, ladeando la cabeza hacia un lado y otro.
Mientras discutían, dando cada uno su opinión, sin conseguir ponerse de acuerdo –realmente nadie creía que la empresa pudiera llevarse a feliz término-, Kata Juta se puso despacio en pie. Luego, acercándose a donde estaban Malani y Musara, observando la escena en silencio, dijo, alzando la voz todo lo alto que pudo:
-¡Yo iré!.
Una vez captada la atención de todos, Kata Juta repitió:
-¡Yo iré!. ¡Yo seré el voluntario!.

martes, 15 de septiembre de 2009

Capítulo 3: Lungkata es mordido por una hormiga ungwatafungi

Lungkata es mordido por una hormiga ungwatafungi

Una mañana, de madrugada, Lungkata abandonó la pequeña cabaña que compartía con Kata Juta, encaminándose a las estribaciones del desierto. Iba armado con la lanza y con el mazo tjuni y se las prometía muy felices, pues durante la noche había oído el inconfundible ajetreo producido por una manada de emus a todo galope. Se decía a sí mismo, mientras corría perseguido por los primeros rayos del sol, que con toda seguridad los encontraría abrevando en las orillas del pantano, donde, si no eran atacados por cualquiera de los numerosos cocodrilos que allí vivían, permanecerían algún tiempo antes de partir hacia lugares más templados situados hacia el sur.
Aunque no podía volar, el emu era un animal muy veloz y tenía un oído extraordinario, de modo que Lungkata sabía que debía aproximarse a ellos con mucha precaución, si quería tener al menos una oportunidad de sorprenderlos. Debía de considerar también la dirección en la que soplaba el viento, pues de idéntica manera a como la naturaleza había dotado a los emus de un oído excelente, el olfato no lo tenían menos desarrollado.
Por eso, a medida que se acercaba a las inmediaciones del pantano, iba cambiando de dirección, teniendo que dar un gran rodeo para no ser descubierto antes de tenerlos a distancia de tiro de su lanza.
Animales desconfiados, los emus miraban constantemente en todas direcciones, ya que tenían un cuello tan flexible, que les permitía girar la cabeza ciento ochenta grados. No obstante, aquélla manada no parecía estar todo lo atenta a que su naturaleza nerviosa y desconfiaba les obligaba y Lungkata pensó que tan extraña casualidad se debía, sin duda, al cansancio.
Tal era su deseo de sorprender a la manada, que el valiente Lungkata olvidó una de las reglas de oro de todo cazador cuando se adentra en los pantanos: tener mucho cuidado donde se pisa y no sólo en prevención de las mortíferas arenas movedizas, capaces de engullir a un hombre entero en cuestión de segundos.
Porque si no se hubiera olvidado temporalmente de la mencionada regla, jamás se le habría ocurrido cometer la imprudencia de arrastrarse cerca de un hormiguero ungwata.
Los hormigueros ungwata solían tener una altura aproximada de dos metros y su forma era, con mayor o menor perfección, la de una pirámide escalonada. Indicaban el hábitat de una especie de hormiga del tamaño de la mano de un adulto, que era extremadamente peligrosa: la hormiga ungwatafungi.
Estas hormigas eran temidas por todos los seres vivos –incluidos los cocodrilos, que aparentemente no le tenían miedo a nada-, pues, aparte de unas mandíbulas tan fuertes como el acero, la naturaleza las había dotado de un aguijón, a través de cuya picadura inoculaban un suero que paralizaba temporalmente a su presa, dejándola completamente a su merced.
Las presas de la picadura de una hormiga ungwatafungi no morían envenenadas, pues ésta especie de hormiga no era venenosa. La víctima moría de inanición, ya que su cuerpo quedaba paralizado durante tanto tiempo, que una vez agotados todos los recursos vitales, el corazón dejaba de latir.
Lungkata apenas sintió la picadura, sobre todo porque su piel estaba tan curtida como el cuero, y aún dispuso de algunos minutos de tiempo antes de sentir sus efectos.
El emu que parecía ser el jefe de la manada, era un animal magnífico, no dejaba de pensar Lungkata, mientras levantaba la lanza, apuntando cuidadosamente a su pecho, mientras recordaba otra de las reglas de oro del cazador: no causar nunca un sufrimiento innecesario a su presa.
Era una diana imposible de fallar, con su plumaje redondo y completamente blanco a la altura del pecho, en contraposición con el plumaje negro que le cubría el resto del cuerpo.
El viento no le había delatado y el emu, completamente confiado, miraba en otra dirección, sin percatarse de su proximidad.
Entonces, cuando se disponía a arrojar la lanza, arqueando su cuerpo hacia atrás para tomar mayor impulso, Lungkata sintió que se le doblaban las rodillas, siendo incapaz de mantenerse erguido por más tiempo.
El impacto contra el suelo fue duro y seco, pero tan ruidoso, que la manada de emus salió en estampida, profiriendo estremecedores gritos de miedo, que se extendieron por el pantano, alertando a todas las criaturas que allí vivían.
Lungkata quedó tendido en el suelo, boca arriba a consecuencia de la inercia de la caída, sin poder mover ni un solo músculo. Sus ojos permanecían abiertos mirando al cielo, donde el sol, cada vez más grande y más brillante, parecía haberse tragado a todas las nubes.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 2: El joven Kata Juta

El joven Kata Juta

Una de las mejores cualidades de los aborígenes australianos con respecto a los niños, es que no los discriminan si no han nacido dentro de los límites de la tribu. Cuando se los encuentran, como en el caso de Kata Juta, no hacen preguntas, sino que, por el contrario, los acogen y los cuidan con el mismo cariño con que lo harían con sus propios hijos. Ellos creen que recoger a un niño abandonado, o perdido, o huérfano, es un acto de generosidad que atraerá el favor de los Dioses, así como la buena suerte y la prosperidad al poblado.
Kata Juta no tenía ninguna marca de identificación que pudiera ofrecer a los Anangu una pista sobre la tribu a la que pertenecía. Era una costumbre común a todas las tribus aborígenes, pintarse con los símbolos de su clan, y lo hacían bien en la cara, bien en el torso o bien en las extremidades.
El símbolo tradicional de los Anangu, consistía en un pequeño sol amarillo, que solían pintarse en la cara o en el pecho, aunque si era éste último el caso, debía hacerse, por tradición, a la altura del corazón. Dicho símbolo les había sido revelado hacía mucho tiempo, cuando Mita, uno de los primeros chamanes se despertó una mañana, diciendo que los dioses se lo habían confiado mientras dormía y le habían dicho que con ese símbolo la fortuna nunca les abandonaría. Cierto o no, se podía considerar que los Anangu eran un pueblo feliz, que raramente tenía que levantar un arma contra otro pueblo, sobre todo porque en su territorio disponían de todo aquello cuanto pudieran necesitar y no codiciaban nada que perteneciera a los hombres de otra tribu.
Kata Juta, pues, tuvo una infancia tranquila y feliz, y aunque no era el niño más alto de la tribu, ni el más fuerte, ni tampoco el más listo, se llevaba bien con todo el mundo y todo el mundo le quería y apreciaba. No obstante todo lo anterior, tenía dos cualidades que le diferenciaban de los demás: era zurdo, o sea, que manejaba mejor la mano izquierda que la derecha y sobre todo –algo de lo que Lungkata se sentía profundamente orgulloso-, era un jovencito muy tenaz en sus decisiones.
¿Qué quiere decir esto exactamente?.
Pues quiere decir que no había trabajo, labor o problema que abandonara a la ligera, sin antes intentar solucionarlo por todos los medios a su alcance. También era un niño muy paciente, que sabía escuchar y aprovechar los consejos que le daba Lungkata y pronto sabía tantas o más cosas que él, hasta que llegó un momento en el que ambos compartían por igual sus obligaciones, tanto privadas como comunitarias.
En lo único que Lungkata y Kata Juta no conseguían nunca ponerse de acuerdo, era en una cuestión, en principio tan intranscendente, como dejarse crecer la barba.
Lungkata era de la opinión de que una barba larga y enmarañada era un signo inequívoco de virilidad, mientras que Kata Juta decía que la barba era un impedimento para comer, y además atraía toda clase de bichos molestos –muchos de ellos casi inapreciables a simple vista-, con lo cuál uno tenía que pasarse todo el día y buena parte de la noche rascándose como si hubiera estado tumbado en medio de un jardín lleno de ortigas.
Un rasgo común a todos los aborígenes australianos, era el color oscuro de su piel y el cabello abundante y muy rizado, excepto en el caso de aquellos otros primos hermanos que habitaban en la costa, los cuales lo tenían muy largo y recogido en trenzas y eran expertos constructores de canoas, redes y artilugios de pescar.
Los Anangu, sin embargo, aunque eran buenos nadadores –no en vano, todos aprendían a nadar cuando eran muy pequeños-, no eran tan hábiles constructores de canoas, por lo que se limitaban a vadear los ríos, lagos y pantanos que había en su territorio, ayudados de largas pértigas. Tampoco utilizaban redes, pero sí sus lanzas y sus mazas tjuni, así como otros curiosos instrumentos.
En cuestiones de pesca, el viejo Mani era el pescador más hábil de la tribu y tenía la obligación de conseguir pescado fresco para todos. El pez más voluminoso y exquisito de todos cuantos pudieran existir en los ambientes acuáticos del territorio, era el wanajee, que vivía en lo más profundo del agua y se necesitaban al menos dos personas para capturarlo.
La forma de cazar al wanajee era muy sencilla, aunque se precisaba estar muy atento, pues sólo se disponía de una oportunidad, una vez que se conseguía que éste sacara la cabeza fuera del agua. Por eso era necesario que otro miembro de la tribu –por regla general solía ser algún joven aprendiz-, metiera la punta de un largo y hueco instrumento de madera en el agua y soplara ininterrumpidamente hasta ver las burbujas de aire flotando en la superficie, mientras el otro esperaba con el mazo levantado para asestar el golpe. Cuando el wanajee veía las burbujas, solía acudir rápidamente, pensando que era la invitación de una hembra que quería ser cortejada. Pero había que estar muy atento y ser muy preciso, porque cuando el enorme pez sacaba la cabeza del agua a la altura donde había detectado las burbujas y se daba cuenta del engaño, enseguida se sumergía otra vez bajo el agua, perdiéndose en las profundidades.
La primera vez que Kata Juta intentó golpear la cabeza de un wanajee con el mazo, falló tan estrepitosamente, que empapó al viejo Mani, cubriéndole de arriba abajo de agua y lodo.
-¡Concentración, Kata Juta!. ¡Concentración!, -dijo éste, enfadado por un baño que no esperaba.
Como también falló en las otras dos oportunidades que aún le quedaban para convertirse en el pescador oficial de la tribu cuando el viejo Mani se fuera a dormir el Sueño de los Dioses, fue descartado como candidato. De manera que no tuvo más remedio que probar sus habilidades en otras artes.
Aunque no era mal cazador –las enseñanzas de Lungkata habían sido muy eficaces en su aprendizaje-, tampoco destacaba en ésta disciplina. Al menos no lo suficiente como para que el Consejo de la Tribu, formado por los más ancianos, depositara en él su confianza, asignándole un lugar en el Clan de Cazadores, cuya misión consistía en proveer de carne las necesidades de la tribu y cuyos miembros eran cuidadosamente escogidos entre los mejores.
Kata Juta, pues, se enfrentaba a un serio dilema. Si no podía ser pescador, ni tampoco cazador porque no tenía la habilidad suficiente para ello, ¿qué futuro le esperaba en la tribu?. ¿Qué podía hacer, que fuera de utilidad para él y el resto de la comunidad?. Ni siquiera sabía bailar, para poder aspirar a ocupar alguna vez el puesto de Maestro de Ceremonias. ¿Tendría que abandonar el poblado Anangu, porque no les podía ser de utilidad en nada?.Tales eran las tribulaciones del joven Kata Juta, cuando ocurrió un incidente con el que tendría la oportunidad de demostrar su valía, y a consecuencia del cuál vería asegurado para siempre su lugar y su futuro en la comunidad Anangu.

viernes, 11 de septiembre de 2009

El Boomerang Mágico

Introducción

La presente historia ocurrió hace mucho tiempo, en esa inmensa isla continente que hoy en día se llama Australia, durante una época mágica a la que sus primitivos habitantes, los aborígenes, recuerdan en sus leyendas y tradiciones como Tjukurrpa: el Tiempo del Sueño. Naturalmente, en la actualidad las cosas han cambiado mucho, pero si uno tiene la oportunidad alguna vez de viajar hasta allí, verá que hay otras, como la montaña Ulurú –los australianos la llaman Ayers Rock-, que siguen igual, desafiando al tiempo como sólo una roca puede hacer.
Los desiertos, como es lógico, tampoco han cambiado apenas desde esa época. En realidad, es muy difícil que puedan llegar a hacerlo algún día y mucho menos en Australia, donde las temperaturas suelen ser más altas que en otros lugares.
En cuanto a los aborígenes, que fueron los primeros pobladores, constituyen hoy en día una minoría y aunque algunos conservan sus antiguas tradiciones, la mayoría a adquirido los hábitos de los europeos que llegaron allí muchos siglos después.
Pero después de todo, y con referencia a nuestro héroe, Kata Juta, su valor se vio ampliamente recompensado. La zona subyacente a la montaña sagrada Ulurú se convirtió con el tiempo en un lugar protegido, pasando a llamarse Parque Nacional Ulurú-Kata Juta. Y hay quien dice –sobre todo la gente aborigen, que entiende más de esas cosas-, que a veces, al atardecer, cuando los últimos rayos del sol inciden sobre la roca, se pueden ver los rasgos de su cara, así como los inconfundibles rizos de su cabello.
¿Sólo son leyendas?. ¡Quién sabe!.
Capítulo I: El pueblo de los Anangu
Cerca de un pantano situado en el interior de una de las zonas más desérticas de Australia, vivía hace mucho tiempo una tribu aborigen, que respondía al nombre de Anangu. Los Anangu eran un pueblo feliz y pacífico, aunque no tanto por su deseo de avanzar más hacia el interior, como por la considerable distancia que los separaba de otras tribus vecinas, como los Liru, los Kuniya o los Warramungu.
Vivían en un periodo de tiempo que ellos denominaban Tjukurrpa, lo que traducido libremente de su lengua ancestral, viene a significar algo así como el Tiempo de los Sueños.
Las casas del poblado Anangu estaban construidas, generalmente, a base de wanagri, que era un arbusto de grandes dimensiones y cuya madera, durísima, era capaz de resistir hasta la más fuerte de las tormentas de arena que provenían del interior del desierto, que era un lugar misterioso y desconocido, donde habitaban toda clase de seres poderosos, que rara vez se dejaban ver fuera de los límites que consideraban como territorio de su exclusiva propiedad.
Los peores de todos ellos, aquellos que por su aspecto inspiraban un terror inmediato entre los aborígenes, eran los legendarios bunyips. Estos constituían una raza aparte, antigua y muy diferente de cualquiera de los seres humanos que formaban los numerosos pueblos aborígenes. Gigantes por su elevada estatura –hacían falta tres hombres subidos unos encima de los otros para poder igualarse a ellos-, eran, sin embargo, tan delgados, que cuando se ponían al lado de un árbol, solamente se les distinguía por la forma monstruosa de sus cabezas.
Las cabezas de los bunyips tenían una forma parecida a la de una gota de agua cayendo de la rama de un árbol, aunque vista del revés: redonda por arriba y tan estrecha a la altura de la barbilla, que semejaban el agudo filo de un cuchillo de caza. Sus orejas eran grandes, también, y tenían una forma similar a las alas desplegadas de los murciélagos.
Por otra parte, los ojos eran completamente redondos, sin párpados y de un color azul tan intenso, que cuando alguien los miraba directamente, enseguida se veía atrapado en un profundo sueño que lo dejaba a su merced.
Por ese motivo, y algunos otros, una de las primeras cosas que aprendían los niños aborígenes de cualquier tribu y poblado, era a no mirar nunca a los ojos de un bunyip si en alguna ocasión se encontraban con uno.
Tampoco tenían cejas, ni bigote, ni pelo, ni barba como los hombres, y su boca era tan fina, que daban la impresión de no tenerla. Los más ancianos decían que cuando un bunyip abría la boca, se le podían ver dos hileras de dientes tan afilados como las mandíbulas de los tiburones que infestan las aguas de las lejanas costas.
Por fortuna, los bunyips eran unos seres tan solitarios, que rara vez se les veía fuera de su territorio, aunque cuando lo abandonaban, siempre lo hacían en pequeños grupos de tres o cuatro individuos y generalmente no atacaban a nadie.
Aparte de los bunyips, había otros seres peligrosos deambulando por aquellas tierras y a los que era preciso conocer para prevenir a tiempo sus ataques, como las serpientes –muchas de ellas venenosas-; los cocodrilos, siempre esperando un descuido para avalanzarse sobre su víctima y devorarla y los traicioneros dingos, animales salvajes parecidos a los perros, que atacaban siempre en manadas, acorralando a su desafortunada víctima sin que ésta tuviera posibilidad alguna de escapar.
También había otra clase de animales, no tan agresivos como los anteriores, aunque no por ello menos peligrosos, entre los que destacaban los canguros.
De igual manera a como sucedía con los aborígenes, entre los canguros existían ciertas diferencias que hacían que se consideraran de familias diferentes y habitaran zonas distintas, cuyas fronteras procuraban no traspasar si no eran previamente invitados por algún miembro de otra familia.
De todas las familias de canguros, las más importantes –por el número de sus miembros y sus características de adaptación al medio-, eran la de los canguros rojos y la de los canguros grises.
Los canguros grises constituían la familia más numerosa y tenían un apetito tan voraz, que habitaban las zonas más templadas de la sabana, donde abundaban los pastos, las pequeñas charcas de agua y los lagos y pantanos repletos de vida de toda clase y condición. Por el contrario, sus primos, los canguros de la familia roja, no eran tan numerosos como ellos y habitaban las zonas áridas del interior de los grandes desiertos. Es posible que debido a ello, y teniendo en cuenta las duras condiciones en las que tenían que vivir, fueran más altos y fuertes, aunque también más reservados y poco comunicativos.
Todos, tanto los canguros de la familia gris como los canguros de la familia roja, se impulsaban con sus extremidades inferiores, que les permitían dar grandes saltos y recorrer enormes distancias en mucho menos tiempo del que emplearía un hombre, aunque pudiera correr sin descansar. Su arma más poderosa, y por supuesto, temida por todos sus enemigos, eran sus garras, muy afiladas y duras, capaces de desgarrar cualquier cosa en un abrir y cerrar de ojos.
Como en cualquier otro tipo de sociedad de aquella época, las hembras canguro eran las encargadas de vigilar a las crías. Siendo animales muy viajeros, tenían una especie de bolsa a la altura del abdomen que les permitía desplazarse a cualquier lugar, con sus crías en el interior, protegiéndolas, además, de cualquier peligro que pudiera acecharles, hasta una edad en la que ya podían corretear solas.
Posiblemente los animales más pacíficos e inofensivos de todo el continente austral y del mundo, fueran los koalas. Se trataba de unos simpáticos ositos que vivían en parejas y se pasaban prácticamente todo el día durmiendo en cualquier sitio, aunque preferían hacerlo en las ramas de los árboles –sus favoritos eran los eucaliptos-, pues así tenían un lugar seguro y fresco para descansar y hojas en abundancia para comer.
Aparte de estos animales, los Anangu estaban acostumbrados a convivir con emus, aves muy parecidas a los avestruces y de abundante y sabrosa carne; con ornitorrincos, curiosos animalitos que tenían el cuerpo de una nutria y el pico y los pies de un pato, así como con las liebres del desierto, que en el idioma de los aborígenes respondían al nombre de hare wallaby.
Fue precisamente siguiendo el rastro de una de ellas, como el guerrero Lungkata encontró al pequeño Kata Juta abandonado a orillas de la laguna, cuando estaba a punto de ser devorado por un cocodrilo de dimensiones tan grandes, que durante un momento –el tiempo justo de saltar y golpearle en la base del cráneo con su tjuni o mazo de madera-, tuvo miedo de no poder salvarlo.
Una vez muerto el cocodrilo –la base del cráneo es su punto más débil, pues el resto del cuerpo está poco menos que acorazado-, y con el pequeño Kata Juta en brazos, el valiente Lungkata se dirigió corriendo al poblado, deseoso de mostrarles a todos al que desde aquél día consideraba como su hijo y al que enseñaría todas las artes de un guerrero.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Capítulo 5 y Final: El corazón del Señor Hate

El corazón del Señor Hate

1
Caracortada Jackson no acostumbraba a hacer preguntas, ni siquiera cuando le encargaban la clase de trabajo más sucia y detestable que se pueda imaginar. Pero cuando observó al Señor Hate corriendo entusiasmado de un monitor de televisión a otro, riendo sin parar mientras se frotaba sus gruesas y nervudas manos, temió que se hubiera vuelto loco de remate. Esa posibilidad no le agradaba en absoluto, puesto que si Hate perdía la cordura, él no cobraría la recompensa prometida por la captura de Santa Claus. De manera que, espoleado por el miedo a quedarse sin su dinero, se acercó a él, preguntándole:
-Señor Hate, ¿se encuentra bien?.
Al principio Hate no contestó, por lo que Caracortada pensó que no le había oído. Pero cuando hizo ademán de tocarle el hombro, extendiendo una de sus enormes manazas, éste se giró con inesperada brusquedad –tan inesperada, en efecto, que Caracortada dio un respingo, retrocediendo varios pasos hacia atrás-, diciendo:
-¿Encontrarme bien?. ¡Me encuentro genial!. ¡Eufórico!. Nunca me había reído tanto. Me encuentro tan bien…tan bien…¡como un pavo en su salsa!.
Caracortada no contestó, aunque frunció el ceño preocupado. A fin de cuentas, ¿qué podía decir?. En su opinión, todo aquél que demuestra en público cualquier signo de felicidad, por pequeño que éste sea, merece el apelativo inmediato de majareta.
En realidad, en el pequeño universo filosófico de Caracortada no existían, en absoluto, los términos medios; porque, por el contrario, la persona que deja entrever a los demás signos de melancolía, ensoñamiento o incluso dolor, es un ser decididamente enfermizo y débil. Así pues, en su opinión –exceptuando algunas personas, entre las que se encontraba él, por supuesto, como no podía ser de otra manera-, en el mundo sólo existen dos clases de personas: los locos y los débiles.
Ahora bien, ¿en cuál de los dos grupos encajaba ahora el Señor Hate?. Resultaba evidente que con respecto a Santa Claus, no tenía duda alguna acerca del grupo al que pertenecía. Sólo había que verle, sonriendo a la cámara como un estúpido, ora saludando con una mano, otrora con la otra; ahora guiñando un ojo, luego el otro; haciendo extraños juegos con las manos, el efecto de cuya sombra producía curiosas formas en la pared que parecían tener vida propia…¡Ridículo!.
Sin embargo, el Señor Hate parecía increíblemente entusiasmado, riendo a carcajadas como si fuera un niño chico al que le estuvieran haciendo cosquillas debajo de los sobacos.
“¿Acaso Santa Claus está intentando hechizarlo?”, -pensó para sus adentros, pues comenzaba a observar en el Señor Hate gestos y sentimientos desconocidos hasta entonces. Incluso en sus ojos, por regla general tan fríos como los de un tiburón –no en vano había adoptado esa clase de animales como sus mascotas favoritas-, parecía comenzar a aflorar, a consecuencia de la risa, cierta clase de felicidad que no indicaba nada bueno.
Recordó que durante sus numerosas aventuras por el mundo, había sido testigo de cosas enigmáticas e increíbles, cuya explicación escapaba a toda lógica. Algunos brujos africanos utilizaban la llamada magia simpática para cambiar el carácter de las personas. ¿Sería éste, el tipo de magia que Santa Claus estaba intentando aplicar en la persona del Señor Hate?.
“Si lo es, no tardaré mucho en averiguarlo”, -se dijo.
2
El trineo se posó suavemente en el helipuerto de la Torre Negra, junto al helicóptero particular del Señor Hate. En la cabina, el piloto dormitaba plácidamente, ajeno por completo a la fantástica escena que se estaba desarrollando junto a él. En efecto, los duendes, siguiendo las instrucciones de Belsnickle, se desplegaron por la azotea como si fueran comandos especiales rodeando el objetivo de su misión.
Para mayor seguridad, Christnickle, sacando una bolsita de cuero del interior de su chaqueta, esparció con un soplido un brillante polvo de color dorado en la cara del piloto. Se trataba del famoso polvo del sueño que fabricaba el Colectivo de Hadas de los Bosques de Noruega –era el más efectivo de todos y los pormenores de su fabricación constituían un secreto muy bien guardado-, cuyos efectos conseguían que cualquier ser vivo que lo aspirara, permaneciera dormido por un espacio de tiempo no inferior a dos horas ni superior a cinco. Con ello, Christnickle se aseguraba de que el pobre piloto no se enterara absolutamente de nada, y lo más importante de todo, que no los descubriera dando la voz de alarma, pues allí había más guardias que hormigas en un hormiguero.
Como grandes expertos en todos los oficios, en el grupo había duendes cerrajeros que no tardaron en dar cuenta de las cerraduras, permitiendo el libre acceso al bastión inexpugnable del Señor Hate.
Utilizando el poder de hacerse invisibles –la invisibilidad era otra de sus numerosas facultades, de la que se valían cuando lo requería la ocasión-, consiguieron pasar delante de Caracortada y sus compinches sin que estos se dieran cuenta de su presencia, accediendo al despacho del Señor Hate con absoluta libertad. Fue así como se enteraron del lugar donde mantenían prisionero a Santa Claus, al que vieron haciendo toda clase de gestos y muecas a través de los numerosos monitores de televisión, como si fuera un payaso ejecutando un número circense ante un auditorio invisible.
3
El eremita le había enseñado a Santa algunos trucos sencillos, pero eficaces, para invertir en las personas los efectos permisivos de las malas artes de los ángeles negros, aunque también le previno que no era fácil derrotarlos. Sabía que Hate estaría observándole, vigilando todos sus movimientos como un sabueso custodiando su plato de comida.
Por otra parte, los niños, que poco a poco se iban acostumbrando a su presencia, le miraban de otra manera, acercándose a él en la medida en que se lo permitían las cadenas que unían sus tobillos a los bancos de trabajo.
De todos ellos, destacaba, por su corta estatura y su extremada delgadez, la jovencita que permanecía encadenada junto a él. Santa tardó algún tiempo en averiguar que no hablaba. Según le confiaron los otros niños, nunca la habían oído pronunciar una sola palabra; ni siquiera dejaba escapar un gemido de dolor cuando su cuerpecito era castigado por las duras porras de los guardias. Tampoco sabían su nombre, si es que lo tenía, y de qué internado procedía. Su cabello era rubio, pero de un rubio albino que parecía blanco, y sus ojos eran tan verdes como las esmeraldas que los gnomos extraen de las profundidades de la tierra y luego guardan celosamente en lo más profundo de las cuevas.
Apenas se inmutó cuando la enorme mano de Santa le acarició la cabecita con suavidad. Sin embargo, éste sí se percató de un débil signo de emoción, cuando en sus pálidas mejillas aparecieron dos pequeños círculos rosados.
“Si se sonroja, es que todavía no está todo perdido con ella”, -pensó Santa, levantándose inesperadamente. Subiéndose a la mesa de trabajo –parecía un gigante-, consiguió que los ojos de todos los niños se posaran en él. Luego, colocando la palma de una mano sobre la oreja, permaneció inmóvil durante un minuto, simulando escuchar atentamente.
-¡Ho, ho, ho!, -dijo poco después, mientras en su cara se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja-. Alguien me ha dicho que la ayuda está en camino.
Pero como los niños no reaccionaban, preguntó:
-¿Queréis que os cuente un secreto?.
Aunque ninguno dijo nada, todos se miraron los unos a los otros, ligeramente desconcertados y sin saber exactamente qué hacer.
-¿Sabíais que cuando un niño sonríe, un ángel de la guarda recibe en el Cielo la felicitación de Dios?.
Como todavía los pequeños no decían nada, Santa les alentó:
-¿Queréis que vuestros ángeles de la guarda sean felicitados por Dios?. Decidme, ¿lo queréis?.
Apenas habían comenzado a hacer ademán de despegar los labios, cuando Santa volvió a la carga, preguntando:
-¿Lo queréis?.
-¡Sí….!, -gritaron todos, entusiasmados, excepto la pequeña, cuyas cuerdas vocales, por alguna razón, se negaban a dejar salir en libertad el grito de su corazón.
-¡Sí!. ¡Sí!. ¡Lo queremos!, -volvieron a gritar los niños, animándose poco a poco, mientras algunos imitaban a Santa, subiéndose también a los bancos de trabajo.
-¡Pues sonreír, pequeños!. ¡Sonreír!. ¡Nunca dejéis de sonreír!.
Debido al alboroto que se levantó –la risa de los niños era música en los oídos de Santa Claus-, no tardaron en acudir los guardias. Pero no bien hicieron intención de llevar las manos a los cintos de donde pendían las porras, cuando comenzaron a caer pesadamente al suelo, donde todos, desde el primero al último, se fueron quedando profundamente dormidos.
Los niños saltaban en el sitio con alegría desbordada, mientras sentían como unas manos invisibles –los duendes habían llegado, por fin-, les liberaban de las cadenas, permitiéndoles moverse en completa libertad.
Santa no se había olvidado de la pequeña, a la que recogió suavemente, y sentándola sobre sus hombros, la dijo:
-¡Ho, ho, ho!. ¡Mi pequeña amiga!. ¡Tú serás mi grumete!.
Segundos después, con la niña bien asegurada sobre los hombros, se dirigió hacia los demás niños y señalando hacia la puerta, dijo:
-¡Adelante mis pequeños marineros!. ¡Busquemos la luz del sol más allá de los puertos de ésta infecta nave!.
Epílogo
Teletipo de última hora

La noticia se había extendido por el mundo como un reguero de pólvora. No había periódico ni cadena de televisión que no anunciara que el Señor Hate, el mayor fabricante de juguetes, así como el hombre más rico del mundo, había sufrido un ataque repentino de locura, que había obligado a los médicos a internarle para siempre en un manicomio. Al parecer, la policía, alertada por los rumores –cuya comprobación resultó bien fundada- que aseguraban que en las instalaciones subterráneas de la Torre Negra se mantenía a cientos de niños trabajando en condiciones infrahumanas, había procedido a realizar una inspección.
En la inspección detuvieron a un conocido criminal –Caracortada Jackson-, al que habían sorprendido con las manos en la masa, robando la caja fuerte del Señor Hate, quien permanecía tirado en el suelo, desternillándose de risa. Lo único que los policías consiguieron sacar del pobre hombre, cuyos signos de locura eran más que evidentes, fue una extraña y enigmática frase, que trae de cabeza a los investigadores:
-¡Ha sido el ángel negro!. ¡Toda la culpa la tiene el ángel negro!...
También han sido detenidos los directores de varios centros de acogida de menores, una vez comprobada su participación en actividades ilegales. Todos los niños han sido acogidos por familias de probada integridad, capaces de ofrecerles la educación y el amor que se les ha negado desde hace tanto tiempo y que tanta falta les estaba haciendo.
Una de las niñas, rubia y de ojos verdes que con dificultad dijo llamarse Esperanza, pidió ser llevada a Noruega, a los bosques de las hadas, y ya han sido muchas las peticiones de acogida de familias de aquél país deseosas de ver sus deseos hechos realidad.
También desde el Polo Norte, se ha recibido un mensaje tranquilizador de Santa Claus quien, dirigiéndose a todos los niños del mundo, quiere que sepan que este año los juguetes van a ser fabulosos y ninguno se va a quedar sin ellos. Igualmente, nuestro querido Santa Claus lanza un mensaje especial, que quiere que todo el mundo conozca –especialmente las personas mayores-, añadiendo que en el Cielo los ángeles están de fiesta, porque hay muchos más niños felices.
¡Feliz Navidad!
¡Ho, ho, ho!.
F I N

lunes, 7 de septiembre de 2009

Capítulo 4: Santa Claus prisionero

Santa Claus prisionero

1

Repuestos de la impresión recibida al ver la habitación de Santa Claus puesta patas arriba, los duendes, suponiendo lo que había sucedido, se agruparon alrededor de Belsnickle, que era el responsable de todo en ausencia de aquél. A la reunión también asistieron Rodolfo y los renos voladores, que estaban dispuestos a prestar su colaboración a los duendes para cualquier cosa que estos necesitasen en su misión de encontrar y liberar a Santa Claus. Dadas sus extraordinarias facultades mágicas, que les permitían volar a velocidades supersónicas sin cansarse, no había lugar, por muy lejano que se encontrara, al que no pudieran llegar en lo que los duendes denominaban un “pis-pás”. En efecto, eran tan rápidos cuando lo requería la ocasión, que antes de que alguien pudiera terminar de decir “pis-pás” ya habían dado una vuelta completa al mundo.
Pero de nada servía tan maravillosa rapidez, si no se tenía una idea lo más precisa posible de hacia dónde dirigirse. Por supuesto, Belsnickle era consciente de ello, y no en vano se había estado devanando los sesos intentando resolver el enigma, cuando repentinamente una luz brilló con fuerza en el interior de su cabeza.
Como los duendes se despistan con facilidad si se les da rienda suelta, Belsnickle tuvo que elevar la voz para que todo el mundo le oyera y le prestaran atención:
-Escuchadme todos, -dijo, dando una sonoras palmadas con las manos-. Cuando vio que había conseguido llamar la atención de todos, continuó diciendo: parece que todos estamos de acuerdo en que Santa Claus ha sido secuestrado…
-Sí…Sí…, -gritaron los duendes, todos a una, haciendo bocina con las manos.
-Ahora bien, -añadió Belsnickle- no sabemos por quién y tampoco a dónde lo han llevado…
-¿Por quién?. ¿A dónde?, -repitieron los duendes, mirándose los unos a los otros con gesto interrogante.
-Pensemos, que para eso tenemos una cabeza encima de los hombros -dijo Belsnickle, recabando de nuevo la atención de todos-. ¿Quién puede estar interesado en secuestrar a Santa?. ¿A quién le puede beneficiar mantenerle prisionero, ahora que está tan cerca la Navidad y los niños sólo sueñan con los juguetes?.
-¿A quién?. ¡Sí!. ¿A quién?, -repitieron todos, como un eco, mirándose entre sí.
Belsnickle les observó con severidad durante unos segundos. Después, levantando un dedo acusador, añadió:
-¿Quién es el mayor productor de juguetes del mundo?.
En ésta ocasión, mientras los duendes mantenían una actitud pensativa –algunos se frotaban las puntiagudas orejas; otros se tiraban de las barbas y aún había otros que jugueteaban nerviosamente con los cascabeles de su gorros-, Christnickle, adelantándose, exclamó:
-¡Hate!.
-¡Eso es!. ¡Hate!, -dijo Belsnickle, aplaudiendo-. ¿Y dónde se encuentra Hate?.
-¡En la Torre Negra de Nueva York!.
2
Todas las alarmas saltaron al unísono en los Estados Unidos de América, el país más poderoso del mundo, cuando el enorme trineo volador atravesó el país de costa a costa a velocidad de vértigo. Los primeros en detectarlo, naturalmente, fueron los radares militares, que enseguida dieron la voz de alarma ante lo que parecía un caso claro de objeto volador no identificado que había entrado sin permiso en su espacio aéreo. Como es natural, enseguida despegaron los reactores de las Fuerzas Aéreas. Pero ni siquiera el reactor más rápido puede superar a unos renos voladores cuando parten en misión, de manera que no tardaron en dejar atrás a los aviones, haciéndoles perder su rastro, al menos el tiempo suficiente como para no ser molestados.
Belsnickle manejaba las riendas con presteza, aunque el verdadero capitán era Rodolfo, que volaba en primer lugar dirigiendo con gran habilidad a los demás. Sentado junto a Belsnickle, Christnickle no dejaba de observar el horizonte, preparado para dar la voz de aviso en el momento en que divisara la Torre Negra.
Por otra parte, ésta no tardó en hacerse visible cuando Rodolfo varió el rumbo hacia el norte, atravesando un espeso cúmulo de nubes.
-¡Ya la veo!. ¡Ya la veo!, -gritó Christnickle entusiasmado, dando una palmada en la espalda de Belsnickle, que a punto estuvo de hacerle perder el gorro-.

3
Los niños miraban con temor a Santa Claus, puesto que apenas habían oído hablar de él, debido a que desde muy temprana edad habían caído en las garras del Señor Hate y lo único que habían aprendido con él era a trabajar duramente en la cadena de montaje del sótano número 5, lugar del que no habían vuelto a salir, y donde no habían vuelto a ver otra luz que no fuera artificial. Los más pequeños, sin embargo, le observaban con mucha curiosidad, preguntándose, nerviosos, quién sería aquél personaje tan peculiar, con su enorme corpachón, su larga barba blanca que casi le llegaba hasta el ombligo, que llevaba puesto un llamativo traje de color rojo con ribetes blancos, hebilla y cinturón, y que calzaba unas botas negras tan grandes, que seguramente cada vez que diera un paso con ellas, debía de recorrer varios metros de distancia.
Después de un buen rato de permanecer encadenado junto a ellos, los que estaban sentados más cerca de él se atrevieron a tocarle, seguramente movidos por el instinto, o quizás para asegurarse de que era un ser de carne y hueso y no un fantasma. Pero enseguida retiraban la mano, temerosos de que pudiera tratarse de una trampa y terminaran siendo severamente castigados por los guardias, que seguían al pie de la letra las severas órdenes del Señor Hate, en cuanto al trabajo y la disciplina se refiere.
Entretanto, Santa Claus, con el corazón profundamente herido por la visión de aquellos pobres niños a los que la maldad de Hate había robado la ilusión de la infancia, no dejaba de mostrarse sonriente en todo momento, mirándoles con dulzura, dejándose llevar por la idea de ir ganándose poco a poco su confianza. Estaba seguro de que sus amigos, los duendes, le estarían buscando y que pronto, muy pronto, darían con él, ayudándole a poner remedio a aquélla terrible situación.
Mientras esperaba, aprovechó, también, para observar la cadena de montaje en la que se hallaba prisionero. Resultaba, a su modo de ver, un lugar tétrico y frío, repleto de sofisticadas máquinas que desarrollaban un trabajo mecánico, rápido y calculado. No pudo por menos que ladear la cabeza suspirando con pesar, pensando que todos aquellos juguetes –montones y montones de cajas, que se deslizaban por unas enormes cintas ambulantes que los depositaban directamente en los almacenes de los pisos superiores-, no podrían hacer nunca completamente feliz a un niño. No existía ni una pizca de amor en su fabricación, y por lo tanto, bajo su punto de vista, se podía decir que eran juguetes sin alma, carentes de vida y creados sin ilusión. Igual de fríos e inermes como la piedra que un ángel negro había cambiado por el corazón del Señor Hate, aprovechando un descuido del ángel de la guarda.Pensando en él, estaba seguro de que le estaría observando a través del ojo de cristal de las numerosas cámaras instaladas por todos los rincones, seguramente disfrutando frente a la idea de que él, a semejanza de los niños que mantenía esclavizados, nunca más volvería a ver la luz del sol. Dicha certeza hizo, no obstante, que en su cara se dibujara una sonrisa todavía más amplia y generosa si cabe, pensando que muy pronto éste se daría cuenta del sentido real de la Navidad, aprendiendo, de paso, una lección vital que nunca olvidaría.