martes, 15 de septiembre de 2009

Capítulo 3: Lungkata es mordido por una hormiga ungwatafungi

Lungkata es mordido por una hormiga ungwatafungi

Una mañana, de madrugada, Lungkata abandonó la pequeña cabaña que compartía con Kata Juta, encaminándose a las estribaciones del desierto. Iba armado con la lanza y con el mazo tjuni y se las prometía muy felices, pues durante la noche había oído el inconfundible ajetreo producido por una manada de emus a todo galope. Se decía a sí mismo, mientras corría perseguido por los primeros rayos del sol, que con toda seguridad los encontraría abrevando en las orillas del pantano, donde, si no eran atacados por cualquiera de los numerosos cocodrilos que allí vivían, permanecerían algún tiempo antes de partir hacia lugares más templados situados hacia el sur.
Aunque no podía volar, el emu era un animal muy veloz y tenía un oído extraordinario, de modo que Lungkata sabía que debía aproximarse a ellos con mucha precaución, si quería tener al menos una oportunidad de sorprenderlos. Debía de considerar también la dirección en la que soplaba el viento, pues de idéntica manera a como la naturaleza había dotado a los emus de un oído excelente, el olfato no lo tenían menos desarrollado.
Por eso, a medida que se acercaba a las inmediaciones del pantano, iba cambiando de dirección, teniendo que dar un gran rodeo para no ser descubierto antes de tenerlos a distancia de tiro de su lanza.
Animales desconfiados, los emus miraban constantemente en todas direcciones, ya que tenían un cuello tan flexible, que les permitía girar la cabeza ciento ochenta grados. No obstante, aquélla manada no parecía estar todo lo atenta a que su naturaleza nerviosa y desconfiaba les obligaba y Lungkata pensó que tan extraña casualidad se debía, sin duda, al cansancio.
Tal era su deseo de sorprender a la manada, que el valiente Lungkata olvidó una de las reglas de oro de todo cazador cuando se adentra en los pantanos: tener mucho cuidado donde se pisa y no sólo en prevención de las mortíferas arenas movedizas, capaces de engullir a un hombre entero en cuestión de segundos.
Porque si no se hubiera olvidado temporalmente de la mencionada regla, jamás se le habría ocurrido cometer la imprudencia de arrastrarse cerca de un hormiguero ungwata.
Los hormigueros ungwata solían tener una altura aproximada de dos metros y su forma era, con mayor o menor perfección, la de una pirámide escalonada. Indicaban el hábitat de una especie de hormiga del tamaño de la mano de un adulto, que era extremadamente peligrosa: la hormiga ungwatafungi.
Estas hormigas eran temidas por todos los seres vivos –incluidos los cocodrilos, que aparentemente no le tenían miedo a nada-, pues, aparte de unas mandíbulas tan fuertes como el acero, la naturaleza las había dotado de un aguijón, a través de cuya picadura inoculaban un suero que paralizaba temporalmente a su presa, dejándola completamente a su merced.
Las presas de la picadura de una hormiga ungwatafungi no morían envenenadas, pues ésta especie de hormiga no era venenosa. La víctima moría de inanición, ya que su cuerpo quedaba paralizado durante tanto tiempo, que una vez agotados todos los recursos vitales, el corazón dejaba de latir.
Lungkata apenas sintió la picadura, sobre todo porque su piel estaba tan curtida como el cuero, y aún dispuso de algunos minutos de tiempo antes de sentir sus efectos.
El emu que parecía ser el jefe de la manada, era un animal magnífico, no dejaba de pensar Lungkata, mientras levantaba la lanza, apuntando cuidadosamente a su pecho, mientras recordaba otra de las reglas de oro del cazador: no causar nunca un sufrimiento innecesario a su presa.
Era una diana imposible de fallar, con su plumaje redondo y completamente blanco a la altura del pecho, en contraposición con el plumaje negro que le cubría el resto del cuerpo.
El viento no le había delatado y el emu, completamente confiado, miraba en otra dirección, sin percatarse de su proximidad.
Entonces, cuando se disponía a arrojar la lanza, arqueando su cuerpo hacia atrás para tomar mayor impulso, Lungkata sintió que se le doblaban las rodillas, siendo incapaz de mantenerse erguido por más tiempo.
El impacto contra el suelo fue duro y seco, pero tan ruidoso, que la manada de emus salió en estampida, profiriendo estremecedores gritos de miedo, que se extendieron por el pantano, alertando a todas las criaturas que allí vivían.
Lungkata quedó tendido en el suelo, boca arriba a consecuencia de la inercia de la caída, sin poder mover ni un solo músculo. Sus ojos permanecían abiertos mirando al cielo, donde el sol, cada vez más grande y más brillante, parecía haberse tragado a todas las nubes.

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