lunes, 4 de junio de 2012

El Abuelo y el Capricho: el Lago de los Cisnes



'Frente al ancho crepúsculo de invierno
mi corazón soñaba.
¿Quién pudiera entender los manantiales,
el secreto del agua
recién nacida, ese cantar oculto
a todas las miradas
del espíritu, dulce melodía
más allá de las almas...?' (1)

El Abuelo siempre decía que la verdadera Magia estaba en el estanque, lugar al que generalmente se refería como el Lago de los Cisnes, seguramente motivado por la gran pasión que sentía por la música clásica, y en especial por la obra de un compositor de origen ruso, cuyo nombre siempre me había sonado igual que un trabalenguas chino: Tchaikovsky. Era su lugar preferido del parque, y por añadidura, aquél en el que más tiempo pasábamos. Ponía como pretexto, que la Exedra y los Laberintos, incluido el más grande de todos, eran tretas que había inventado el Diablo para que en los siglos venideros algunos doctores avispados se ganaran la vida haciendo ver a las personas que todo en su vida era una sucesión caótica de situaciones sin salida y deseos insatisfechos, motivados por un intento contra natura, de desentenderse del más terrible de los laberintos: aquél en el que reinaba una bestia cruel, llamada Sociedad, a la que había que rendir, imprescindiblemente para ser feliz, el obligado tributo de la mansedumbre.
Siempre había sido un hombre solitario. En la familia, pensábamos que esa soledad, en la que parecía sentirse como pez en el agua, era uno de los daños colaterales -el tío Alberto lo llamaba dolor de trincheras- heredado, no cabe duda, de una juventud herida en la inmundicia de la intolerancia. Nunca nos lo dijo, pero todos pensábamos que el abuelo salvó su vida, pero dejó su alma en la Guerra Civil.
Algún tiempo más tarde, nos enteramos de que había peleado aquí, cuando estos jardines fueron utilizados como Cuartel General por el ejército republicano. Aún existían algunos búnqueres, pero las puertas de acceso a su interior permanecían cerradas a cal y canto. De cualquier forma, el abuelo siempre procuraba alejarse lo más posible de ellos, y no eran pocas las ocasiones en las que nos llevaba al estanque, dando un formidable rodeo, frente al que de poco, o mejor dicho, de nada servían nuestras protestas.
[continúa]

(1) Federico García Lorca: 'Antología Poética', Ediciones Orbis, S.A., 1997, página 18.