lunes, 28 de mayo de 2012

El abuelo y el Capricho. Primera Parte


'Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas...' (1)

Enterramos al abuelo una gélida mañana de invierno, apenas comenzado un nuevo año sobre el que se cernía, como una maldición apocalíptica, el ángel sombrío de la Crisis. El año anterior, otro ángel -algunos piensan, y yo también, que el de Occidente- había hecho sonar las trompetas de alarma, ante el desplome del voraz dragón inmobiliario. Pero la gente, acomodada en ese espejismo denominado bienestar, no se quiso dar cuenta; o no nos quisimos dar cuenta, mejor dicho, pensando que el tema no iba con nosotros; o fue, tal vez que cuando nos arrojaron la verdad a la cara, nos dimos cuenta finalmente y nada pudimos hacer para que el dragón terminara de engullirnos. San Jorge y San Miguel se daban de cabezazos en el cielo, imaginando remiendos que no hacían, sino, enfurecer aún más a la terrible bestia. Es posible que Dios durmiera intranquilo, allá, en ese punto equidistante y por supuesto indeterminado, entre el Alfa y el Omega acosado por la peor de sus pesadillas; una pesadilla que ya le había traído de cabeza siete siglos atrás, cuando los más fieles de sus milites se dejaron tentar por el eterno enemigo, dando con sus huesos en unas hogueras cuyas brasas no parecían querer enfriarse jamás. El Enemigo, por supuesto y síempre según el abuelo, era la Serpiente. Una serpiente, mucho más astuta y peligrosa, que en la actualidad había cambiado su nombre por el de Banca.
El abuelo lo sabía, no en vano, como cada pasada generación de españoles, había vivido una guerra. Había burlado al destino, sí, pero sabía que tan sólo se trataba de una tregua y como todas las treguas, estaba tocando a su fin. Nunca dijo nada. A fin de cuentas, se trataba del pacto inviolable entre un caballero y una dama. Algo me pareció escucharle al respecto, entre susurros entrecortados y un adiós que se perdió con el último estertor. Qué gran verdad es esa de que no hay mayor lucidez en la vida, que cuando nos damos cuenta de que ésta se nos escapa como agua entre los dedos. Con el fin de año, se entregó sin reservas a la Dama Triste -así es como llamaba a la Muerte- aunque se marchó con ella, no con ese aire triunfal que adoptan los poetas, sino sumiso, poco o nada convencido de las promesas de bienestar que ésta le susurraba al oído. El abuelo siempre decía que el bienestar, como los espejismos, era el talón de Aquiles del humilde; su gota, o cuando menos, su mortal subida de ácido úrico. El abuelo, a pesar de todo, no se fue solo. Varios sepelios contribuían, no cabe duda, a aumentar la sensación de tristeza en un día que ya de por sí, había amanecido con un cielo gris, plomizo y tenso, que amenazaba con desplomarse de un momento a otro sobre una tierra a la que aún se aferraba, cual persistente mortaja, la escarcha de la noche. La Dama Triste, pues, continuaba siendo la mujer más rica del mundo y la única accionista mayoritaria de unas empresas cuyos dividendos jamás generarían pérdidas: las funerarias.
Con la última paletada, fui consciente de una cosa muy sencilla, pero que también olvidamos con mucha facilidad: lo mejor de una persona, suele recordarse cuando ya no está. Creo que lo mejor de la vida de mi abuelo, sucedió en un misterioso lugar. Un lugar, de nombre Capricho, situado en un pequeño pulmón natural de Madrid. En realidad, aún tengo mis reservas sobre la veracidad de los cuentos del abuelo. Pero, tal y como le prometí, recojo su testigo, y aquí los expongo...


(1) Pablo Neruda: 'Poema 5', 'Veinte poemas de amor y una canción desesperada',Ediciones Orbis, S.A., 1997.