domingo, 30 de agosto de 2009

Capítulo 4: Aroa y la Reina Inspiración

Aroa y la Reina Inspiración

En contra de lo que Aroa esperaba, el medio de transporte utilizado en ésta ocasión para viajar hasta el Palacio de la Reina Inspiración, situado no demasiado lejos, aunque tampoco demasiado cerca del Centro Gutemberg de Impresión, Elaboración y Publicación de Pensamientos, no fueron las burbujas que la habían llevado hasta aquél fantástico mundo, sino unos formidables caballos alados, parientes –según las oportunas explicaciones del Genio de los Libros-, de aquél otro soberbio caballo mitológico de nombre Pegaso, que fuera compañero de aventuras del héroe Perseo, aquél que, si hemos de hacer caso a los cronistas de la Grecia clásica, rescatara a la encantadora princesa Andrómeda de las garras de Kraken, el más terrorífico y monstruoso de los Titanes, confinado por Zeus –el Padre de los Dioses-, en una monumental prisión submarina.
- ¿Te había dicho alguna vez que en el Mundo de Literaria cualquier cosa es posible?, -gritó el Genio de los Libros, mientras volaban contra el viento por debajo de las nubes y Aroa se aferraba con fuerza a las bridas de su caballo, literalmente muerta de miedo.

En contra de lo que mucha gente piensa acerca de las ventajas y el placer que suponen los viajes aéreos, Aroa era una persona que siempre había sentido auténtico pánico a volar. Es muy posible que aquella aversión a las alturas la hubiera heredado, entre otras muchas cosas –según decía la gente, aunque también es verdad que pensaba que muchas veces la gente habla solo porque tienen lengua- de su madre, que prefería cualquier medio de transporte antes que el avión.

Aunque el viento le daba en la cara, alborotándole el cabello que tan cuidadosamente su madre peinaba todos los días por la mañana temprano, Aroa no sentía ni la más ligera sensación de frío en el cuerpo. De vez en cuando se atrevía a abrir los ojos y mirar lo que había debajo de donde ellos volaban. Pero lo hacían tan alto, en su opinión –también es cierto que subirse en una silla y mirar hacia abajo la parecía ya de por sí demasiado alto-, que inmediatamente los volvía a cerrar, aferrándose con más fuerza aún, si cabe, a las bridas del caballo, rezando con fervor para no caerse.

-Es una verdadera lástima que no mires hacia abajo y puedas apreciar el maravilloso paisaje que se extiende ante nosotros, -oyó comentar al Genio de los Libros. Pero como comprendo que el miedo es libre y no hay por qué avergonzarse de ello, te voy a describir, lo más detalladamente posible, los lugares por los que estamos pasando. “De pequeños principios resultan grandes fines”, solía decir mi buen amigo Alejandro Magno, que fue alumno de Aristóteles, uno de los filósofos más grandes de la Antigüedad. De manera que, aunque no puedas verlo con los ojos, sí puedes abrir las puertas de tu imaginación y pensar en un mundo donde los ríos son de tinta de múltiples y hermosos colores; en un mundo donde no hay montañas escarpadas con aterradores e insuperables precipicios cubiertos eternamente de hielo y nieve, sino colinas de suave pendiente y agradable césped donde retozar, meditar, leer y escribir bajo un sol esplendoroso cuya temperatura se mantiene siempre constante porque no existe otra estación aparte de la primavera; un mundo cuyo corazón –en la Tierra es el núcleo, la parte central del planeta-, es la Cultura y donde todos los sueños tienen unas artesanas guardas con titulares de oro; un mundo donde impera el orden, pero no la injusticia; un mundo donde todos los ciudadanos son importantes por el sencillo hecho de serlo y donde no existen diferencias ni rivalidades ni imposiciones ni violencias; un mundo, en definitiva, mi querida amiga, con ciudades impolutas y gente feliz.
-¿Feliz incluso si tienen que volar?, -preguntó Aroa, sin atreverse a abrir los ojos, siquiera después de todo lo descrito por el Genio de los Libros.
-El que no te guste algo, no quiere decir que tengas que sentirte necesariamente diferente o desdichada, -dijo el Genio de los Libros, añadiendo acto seguido: mira, ya estamos llegando.

Aroa abrió entonces los ojos, en un acto reflejo, dándose cuenta de que los caballos hacía rato que no volaban –lo supo sobre todo porque desde hacía unos minutos no sentía el viento en la cara-, sino que andaban al trote por un camino empedrado cuyas baldosas, repletas de letras de diferentes tamaños y colores, formaban frases que iban cambiando a medida que ellos avanzaban. Así, por ejemplo, Aroa pudo leer, entre otras, las siguientes:

-Lo que tenemos que aprender lo aprendemos haciéndolo.
-La esperanza es el sueño de un hombre despierto.
-Vivir sin amigos no es vivir.
-Aquél que todo lo aplaza no dejará nada concluido ni perfecto.
-Son frases que dijeron hace milenios hombres sabios como Aristóteles, Cicerón y Demócrates, -explicó el Genio de los Libros, mientras Aroa descubría al frente las excelencias del Palacio de la Reina Inspiración –que tenía una forma bastante extraña, en su opinión-, y también los impresionantes jardines aledaños, donde se podían admirar muchas flores de variados tamaños, formas y colores.
-Son flores de papel, -especificó el Genio de los Libros-, hechas a mano siguiendo los métodos tradicionales de la papiroflexia.
-¿Papiro qué?, -exclamó Aroa, a quien aquélla palabra, sin saber muy bien por qué, se le antojaba poco menos que impronunciable.
-Papiroflexia, -repitió el Genio de los Libros, explicando acto seguido: se puede definir con ésta palabra la acción o efecto de doblar el papiro o papel y darle forma a nuestro gusto o conveniencia.
-¡Ah, bueno!, -dijo Aroa, mirando con cierto temor las enormes puertas del castillo, donde dos fornidos soldados con alabardas de madera en la mano y espadas del mismo material colgadas al cinto, montaban guardia.
-Es una invitada personal de la Reina Inspiración, -dijo el Genio de los Libros, a modo de explicación.
-¡Está bien!. ¡Que pase!, -dijo uno de los soldados, apartándose a un lado.
-¡Alto ahí!, -dijo el otro, poniéndose en medio una vez que Aroa y el Genio de los Libros comenzaron a dar los primeros pasos hacia el interior.
-¿Qué ocurre ahora?, -cuchicheó Aroa.
-No está bien entrar sin presentarse adecuadamente, -dijo el mismo soldado, sin moverse del sitio.
-Caballeros, tengo el enorme placer de presentarles a la señorita Aroa, -dijo el Genio de los Libros, señalándola y haciendo una graciosa reverencia.
-Bien, bien, -dijeron ambos soldados al unísono, cantando a continuación:

Somos los Guardianes de Palacio,
Entra por tu voluntad y camina despacio.

-Es el ritual de rigor, -explicó uno de los soldados cuando pasaron por su lado.
-Te habrás dado cuenta de que éste no es un palacio corriente, -comentó el Genio de los Libros mientras atravesaban una larga galería, en cuyas paredes cuadros de variada temática ofrecían al visitante una deliciosa visión del Arte.
-Pues ahora que lo dices..., -dijo Aroa, mirando los cuadros con interés, recordando una ocasión en la que la dirección del colegio donde estudiaba las llevó a todas a visitar el Museo del Prado.
-Es una réplica perfecta, -continuó explicando el Genio de los Libros-, de los zigurats que se levantaban en la antigua Babilonia. Los zigurats eran torres con forma de pirámide escalonada que formaban parte de los templos caldeos, asirios y babilónicos. Su nombre proviene de la palabra asiriobabilonia zaqasu, que significa, mas o menos, estar elevado. Los cuadros, como podrás suponer, son también réplicas exactas de las obras de los grandes maestros de la pintura, de todas las épocas y lugares y sus temáticas obedecen a diferentes estilos y corrientes artísticas. Los que ves a tu derecha, corresponden al estilo denominado expresionista, que es aquél que no considera el objeto a pintar como fuente de imitación, propiamente hablando, sino que pretende ir más allá de lo que se ve a simple vista. Todos estos fueron pintados por Kandinsky, Paul Klee, Kokoschka y Beckman. Estos otros, los de la izquierda, son de carácter impresionista; es decir, del tipo de escuela que reproduce la naturaleza basándose sobre todo en la impresión interior que nos produce en realidad. Estos cuadros fueron realizados por Monet, Renoir, Sisley, Pissarro, Cézanne e incluso allí, al fondo, tienes uno que corresponde a la etapa joven de Pablo Picasso.
-Qué interesante, -dijo Aroa, escuchando con atención las explicaciones del Genio de los Libros, deteniéndose frente a un cuadro en particular, en cuyo pie una chapita dorada decía:

Vincent van Gogh
Groot Zundert, 1853-Auvers sur Oise, 1890)
“Autorretrato”


-Parece muy serio, ¿no crees?, -comentó Aroa.
-En cierto modo, supongo que tenía motivos más que suficientes para estarlo, -contestó el Genio de los Libros. Hacia el final de su vida, sufrió un ataque de locura que le llevó al suicidio. Fíjate que sus cuadros valen hoy una auténtica fortuna y sin embargo, cuando estaba vivo, no consiguió vender ninguno. Solía decir que cuando tenía ganas de rezar se asomaba a la ventana y miraba las estrellas. Entre sus obras más importantes, destacan Los Girasoles, El puente de l’Anglois, La Arlesiana, Alrededores de Auvers y Terraza del café de Arlés.
-¿De quién son aquéllas estatuas tan impresionantes?, -preguntó Aroa, impresionada, cuando entraron en una sala circular donde docenas de estatuas de mármol, de tamaño natural, parecían custodiar los aledaños de cuatro tramos de escaleras que ascendían hacia lo alto.
-Pertenecen a hombres muy inteligentes, cuyos descubrimientos en Física y Matemáticas marcaron un hito en la historia de la Humanidad, -dijo el Genio de los Libros. Este de aquí es Arquímedes, matemático y físico griego, nacido en Siracusa, que descubrió el principio que lleva su nombre. Precisamente aquél que dice que “todo cuerpo sumergido en un líquido pierde parte de su peso, igual al del volumen de agua desalojado”.
-Sí, creo que he oído hablar de él en las clases de Física, -dijo Aroa. ¿Quién es aquél otro?, -preguntó a continuación, señalando hacia una estatua que representaba a un hombre con peluca, chaqueta larga con grandes bolsillos a los lados y una especie de medias o polainas, muy parecidas a las que usan los toreros, que le llegaban prácticamente hasta las rodillas.
-Oh, se trata nada más y nada menos que del bueno de sir Isaac Newton, que fue un matemático, físico, astrónomo y filósofo inglés nacido en 1642 en Woolsthorpe, Inglaterra.
-Sí, también he oído hablar de él, -comentó Aroa, quien haciendo memoria, dijo: ¿no fue el que formuló las tres leyes fundamentales de la dinámica?.
-En efecto, mi querida amiga, así es -dijo el Genio de los Libros, sonriendo satisfecho.
-¿Sabes?. Lo recuerdo muy bien porque me costó mucho trabajo aprenderme los tres enunciados, que luego tuve que describir en una pregunta de examen. ¡Y vaya examen!.
-¿Has oído hablar de Pitágoras?, -preguntó entonces el Genio de los Libros, poniendo a prueba sus conocimientos.
-Pues claro, -respondió Aroa, divertida. ¿Acaso crees que no estudio?.
-Entonces supongo que sabrás que fue precisamente él quien demostró que “en un triángulo rectángulo...
-...la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”, -completó Aroa el enunciado del teorema, cantándolo alegremente.
-Sobresaliente.

En la planta siguiente –la segunda, si guardamos un conveniente orden-, también descubrieron numerosas estaturas que, a tamaño natural y rasgos físicos perfectamente cincelados en la inmortalidad del mármol, representaban a hombres que habían dedicado su vida a la exploración y cuyo recuerdo había quedado grabado para siempre en la memoria histórica de la Humanidad, por la importancia que para ésta tuvieron sus descubrimientos.

-Este de aquí es Cristóbal Colón, -explicó el Genio de los Libros-, cuyos orígenes aún continúan siendo un enigma para los historiadores. Descubrió el Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492 y demostró la esfericidad de la Tierra, echando a pique multitud de teorías falsas. Ese otro, de poblada barba y gesto sombrío debajo del sombrero de ala ancha, es Juan Sebastián Elcano, natural de Guetaria, Guipúzcoa, y la primera persona en dar la vuelta al mundo. Lo hizo capitaneando la nao Victoria y tardó aproximadamente tres años en ir a las islas Molucas, a través del Pacífico, volviendo por el Indico y el Atlántico. Corría el año de 1522 y cuando regresó a España fue recibido por el rey Carlos V en Valladolid. Fue precisamente éste quien le hizo entrega del escudo que puedes ver a sus pies.

Aroa dirigió la mirada hacia los pies de la estatua, donde pudo observar con todo detalle un escudo en el que se representaba un globo terráqueo y una curiosa leyenda en latín:

-Primum circundedisti me..., -leyó Aroa.
-Que quiere decir “fuiste el primero que me rodeaste”, -tradujo el Genio de los Libros. Aquél de allí, ese que tiene el rostro fiero y lleva un caco con plumas en la cabeza y un peto de metal en el pecho, es Vasco Núñez de Balboa, a quien se atribuye el descubrimiento del océano Pacífico en la fecha aproximada del 29 de septiembre de 1513, así como también el descubrimiento del istmo de Panamá.
-¿Qué es un istmo?, -preguntó Aroa, que aunque la palabra no le era en absoluto desconocida, no lograba rescatarla satisfactoriamente del interior de sus recuerdos.
-El istmo se puede definir como aquella porción de tierra que une dos continentes o una península con un continente, -explicó el Genio de los Libros.
-¿Quién es ese otro?, -preguntó Aroa, señalando hacia un personaje, de rostro menos severo que el anterior, el cuál portaba un mapa en una mano y un compás en la otra.
-Se trata de Juan de la Cosa, -contestó el Genio de los Libros-, y fue la persona que hizo el primer mapa del Nuevo Mundo, allá por el año de 1500. Los caballeros que están a su lado son Francisco de Orellana, que navegó el río Amazonas en busca de Eldorado –según la leyenda Eldorado era una ciudad perdida en la jungla donde había oro a raudales, que avivó la codicia de los conquistadores, perdiendo muchos de ellos la vida buscándola-, y Rodrigo de Triana, el marinero que alertó a Colón, y de hecho, el primero en divisar tierra, encaramado como estaba en el mástil de vigía de la Pinta, una de las tres carabelas que llevó Colón en su viaje a América. Las otras dos fueron la Niña y la Santa María.
-¿Y aquél otro?, -preguntó Aroa, señalando a un no menos adusto personaje que se hallaba situado al lado de uno de los tramos de escalera. Precisamente en el tramo de escalera hacia el que se dirigían para continuar su excursión hacia arriba.
-Es Ponce de León. Descubrió la Florida mientras buscaba la Fuente de la Eterna Juventud, guiada su imaginación por una leyenda que le había sido referida por una indígena. Estos de aquí –continuó con las presentaciones el Genio de los Libros-, son también exploradores, aunque de épocas más recientes. Déjame hablarte de James Cook, Roald Amundsen, Richard E.Byrd y David Livingstone. El capitán James Cook fue un navegante inglés, nacido en Marton in Cleveland en 1728. Descubrió las costas de Australia, Nueva Zelanda y Nueva Caledonia, así como varios grupos de islas del océano Pacífico. Fue autor del libro Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo. Murió asesinado en las islas Sándwich en 1779, por un grupo de indígenas furiosos.
-¡Caray!, -exclamó Aroa asustada, preguntándose qué haría para enfurecer tanto a los nativos.
-El que está a su lado, es el doctor David Livingstone, explorador y misionero inglés, nacido en Blantyre en 1813. Sus exploraciones se refieren al ámbito del continente africano, donde exploró la región de Kalahari, descubriendo el lago de Ngami. Entre 1851 y 1853 descubrió y exploró el río Zambeze, descubriendo las cataratas Victoria en 1855. Diez años más tarde trató de encontrar, aunque sin éxito, los orígenes del río Nilo.
-¿Quiénes son estos, que parecen esquimales?, -preguntó Aroa, señalando a dos personajes –uno de ellos en el estribo de un trineo de perros-, que vestían gruesas ropas de abrigo.
-Son Roald Amundsen y el almirante Richard E.Byrd, -dijo el Genio de los Libros, comentando segundos después: Roald Amundsen fue un explorador noruego nacido en Borge en 1872. Fue el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, en el año 1911. Desapareció en el Polo Norte en 1928, cuando a bordo de un hidroavión buscaba el dirigible Italia de Nobile. El almirante Richard E.Byrd fue un marino y explorador estadounidense nacido en Winchester en 1888. Se le encuadra dentro de la categoría de grandes exploradores por sus expediciones al Antártico.
-Desde luego, -dijo Aroa, estremeciéndose repentinamente como si hubiera sido alcanzada de lleno por una corriente de aire helado-, no me gustaría nada viajar a sitios tan fríos e inhóspitos.
-Mira siempre el lado positivo del asunto, -argumentó el Genio de los Libros: gracias a ellos, la humanidad sabe algo más del planeta en el que vive.

Después, echando a andar hacia las escaleras de mármol que ascendían a las siguientes plantas, añadió:

-Ven, sígueme. Todavía tengo que presentarte a mucha gente, antes de que conozcas personalmente a la Reina Inspiración.

La tercera planta, dedicada a los grandes genios de la Música, apenas se diferenciaba de las anteriores, salvo por el detalle, quizás, de que las estatuas de los músicos se encontraban situadas en el centro de la estancia, formando, por su posición –en opinión de Aroa-, algo semejante a una fantástica orquesta de mármol.

Tal vez de todas ellas, destacaba la figura menuda de un hombre joven sentado al piano:

-Tengo el honor de presentarte a Wolfgang Amadeus Mozart, al que considero el mayor genio musical de todos los tiempos, -dijo el Genio de los Libros, cuando se acercaron a escasos centímetros de la estatua del pianista.
-¿Por qué llevaban peluca?, -preguntó Aroa, tremendamente curiosa.
-Bueno, -contestó el Genio de los Libros-, supongo que porque las modas no son exclusivas de una época o nación en particular. Si mal no recuerdo, los egipcios solían utilizar también pelucas y maquillaje desde hace la nada despreciable cantidad de 3000 años. En Francia, por ejemplo, la peluca de rizos que llegaba hasta la cintura fue introducida por el Rey Sol, es decir, Luis XIV, y se convirtió en un signo de autoridad.
-Qué curioso, -exclamó Aroa, volviendo a centrar su atención otra vez sobre la figura del pianista.
-Como te iba diciendo, Mozart era de nacionalidad austríaca. Nació en Salzburgo en 1756 y con apenas cuatro años de edad, ya demostró unas actitudes innatas para la música, por lo que fue enseguida considerado un niño prodigio. Leopold, su padre, también era músico y posiblemente gracias a él, el joven Wolfgang Amadeus se dio a conocer como concertista de piano y violín, viajando por toda Europa. Aunque sólo tenía treinta y cinco años cuando murió, su creatividad musical fue tan intensa, que de todo aquello cuanto compuso, destacan, a fe mía, numerosas óperas como Las bodas de Fígaro, Don Giovanni o La flauta mágica; 41 sinfonías y 27 conciertos para piano; numerosas cantatas religiosas, misas, el ofertorio Ave Verum –la parte de la misa donde el sacerdote ofrece a Dios la hostia y el vino del cáliz antes de consagrarlo-, así como el inolvidable Réquiem.
-Se puede decir que no perdió el tiempo, -dijo Aroa, sinceramente maravillada ante tanta actividad creativa, aunque continuaba pensando que aquél tipo de música jamás estaría entre sus preferidas ni haría que desplazara a Enrique Iglesias de su corazón.
-Ya sé lo que estás pensando, -dijo el Genio de los Libros, sonriendo. Te aseguro que cualquiera de ellos fue en su época lo que tus cantantes favoritos representan en la actualidad en la tuya. Fíjate, si no, en aquél de allí.
-¿Aquél que tiene el pelo tan largo y alborotado, que parece la pelambrera de un león?, -preguntó Aroa, mirando hacia donde le había indicado previamente el Genio de los Libros.
-Sí, en efecto, -contestó éste, divertido por semejante comparación. Es, nada más y nada menos, que Ludwig van Beethoven, compositor alemán nacido en Bonn en 1770. No se puede decir que tuviera una vida cómoda y fácil. Padeció siempre muchos problemas; problemas de índole económica, amorosa y física. Ludwig era sordo...
-¿Cómo pudo entonces componer música siendo sordo?, -preguntó Aroa, bastante desconcertada.
-¿Por qué las personas invidentes, por ponerte un ejemplo, desarrollan hasta límites insospechados otros sentidos, como el tacto?, -exclamó el Genio de los Libros. Yo pienso que era tal su afán de superar la adversidad, que la música nacía en su mente y fluía a través de las yemas de sus dedos. Y lo hacía de manera magistral. A las pruebas me remito, con sus 9 sinfonías; las 32 sonatas para piano; los 17 cuartetos; los 5 conciertos para piano; un concierto para violín; la ópera Fidelio; la Misa Solemnis o el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos.
-¡Caray!, -exclamó Aroa, sacudiendo las manos como si se hubiera quemado los dedos frente a tan febril actividad.
-A su lado está otro genial compositor alemán, -continuó explicando el Genio de los Libros: Johann Sebastián Bach, nacido en Eisenach en 1685. Abarcó todos los géneros musicales y dio una forma definitiva a la fuga.
-¿La fuga?, -preguntó Aroa, pensando por un momento que quizás Johann Sebastián Bach se había escapado de prisión.
-La fuga consiste en una composición musical o en parte de ella, que gira alrededor de un tema y su contrapunto, repetidos por diferentes tonos, -explicó el Genio de los Libros. Su obra, como la de los demás, es también bastante extensa: 190 cantatas religiosas; las llamadas Pasiones, una según San Mateo, otra según San Juan y otra según San Lucas; la monumental misa en sí menor; los oratorios, Navidad y Pascua o los 6 conciertos de Brandeburgo. A su lado, aunque posteriores a él, se encuentran Piotr Ilich Tchaikovski, compositor ruso nacido en Votkins en 1840 y el compositor francés Claude Debussy, nacido en Saint-Germain-en-Laye en 1884. Del primero son de destacar sus óperas, como Eugenio Oneguin o La dama del pique; sus 6 sinfonías, incluida la llamada Patética, compuesta poco antes de morir; los tres conciertos para piano, así como los ballets El lago de los cisnes, La bella durmiente del bosque y Cascanueces. A Claude Debussy, compositor de ritmos imprevistos y de orquestación expresiva, llena de matices, se le puede engrosar en las filas de los impresionistas. ¿Te acuerdas de lo que hablamos acerca de los cuadros de algunos pintores y el género al que pertenecían?.
-Pues claro, -dijo Aroa, pensando que era una niña pero no por ello olvidadiza.
-Bien, -continuó el Genio de los Libros. De sus obras destacan los Nocturnos para orquesta; los poemas sinfónicos, como Preludio a la siesta de un fauno o El mar; la música de escena para El martirio de San Sebastián y la ópera Pelleas y Melisandra. Contemporáneos de éste, más o menos, fueron también aquellos tres geniales músicos españoles que ves allí, al fondo: Enrique Granados, Isaac Albéniz y Manuel de Falla. Enrique Granados, pianista y compositor nacido en Lérida en 1876. Está considerado, junto con Isaac Albéniz, el creador de la música contemporánea española. Entre su legado a la posteridad, destacan: las obras para piano, como Goyescas, Danzas españolas; música de cámara y las óperas María del Carmen y Goyescas. Esta ópera, Goyescas, se estrenó en 1916 en el Metropolitan Opera de Nueva York. Enrique Granados murió en el viaje de regreso, cuando el barco en el que viajaba –el vapor inglés Sussex-, fue torpedeado en el Canal de la Mancha por un submarino alemán. De Isaac Albéniz, puedo decirte que nació en Camprodón en 1860 y entre sus magníficas composiciones, destacan la zarzuela San Antonio de la Florida; la ópera Pepita Jiménez y su obra pianística: Cantos de España, Recuerdos de viaje e Iberia, una suite de doce piezas.
-¿Qué es una suite?, -preguntó Aroa, animándose cada vez más a medida que se desarrollaban las explicaciones del Genio de los Libros; explicaciones, por otra parte, que la parecían cada vez más interesantes.
-Una suite es una obra musical que se compone de una serie de piezas parecidas, las cuales forman entre sí un conjunto, -explicó encantado el Genio de los Libros, añadiendo acto seguido: por último tenemos a Manuel de Falla, compositor nacido en Cádiz en 1876. De joven estudió en Cádiz y en Madrid, ganando, en 1905, el concurso de la Academia de San Fernando con la ópera La vida breve. Más tarde, en 1907, se trasladó a París, donde permaneció hasta 1914, fecha en la que comenzó la primera de las grandes guerras mundiales del siglo XX. Allí conoció a otros autores, de los que ya hemos hablado, como Isaac Albéniz y Claude Debussy, así como también a Paul Lukas y Maurice Ravel. A esa época pertenecen Cuatro piezas españolas, Tres canciones y Siete canciones populares españolas. Cuando regresó a Madrid, compuso El amor brujo, El sombrero de tres picos y Noches en los jardines de España. Conoció a Federico García Lorca, un gran poeta español, con el que organizó en Granada, en 1922, el Festival de cante jondo. En 1939, fecha en la que comenzó la segunda de las guerras mundiales, se trasladó a Argentina. Allí comenzó La Atlántida, obra que no pudo terminar y que fue concluida por su discípulo Ernesto Halffter y estrenada en 1961.
-¿Por qué no la pudo terminar él?, -preguntó Aroa.
-Porque murió antes de poder hacerlo, -contestó el Genio de los Libros. De ahí la importancia que tiene aprovechar bien el tiempo. De vivir cada día con intensidad, como si fuera el último. Y sobre todo, de vivir aprendiendo y poniendo en práctica todo aquella cuanto hemos aprendido.

Los personajes de la cuarta planta estaban representados por las estatuas de algunos inventores, cuya contribución al progreso de la Humanidad les había otorgado un sitio de honor en la memoria colectiva del mundo.

-Alessandro Volta, -dijo, refiriéndose a uno cuya vestimenta le resultaba familiar a Aroa, por haberla observado previamente en otros personajes, como Isaac Newton. Fue un físico italiano nacido en Como en 1745. Se le deben varios inventos, entre los cuales destaca, sin duda, la pila eléctrica. Junto a él se encuentra Thomas Alva Edison, físico e inventor norteamericano nacido en Ohio en 1847. Entre sus descubrimientos, podemos citar la lámpara de incandescencia, el perfeccionamiento del gramófono y el micrófono, así como la construcción del primer ferrocarril eléctrico. También se le atribuye el descubrimiento del denominado “efecto Edison” o termoiónico.
-¿El “efecto Edison”?, -exclamó Aroa, esperando la oportuna explicación del Genio de los Libros.
-Oh, sí, -no tardó éste en explicar: se trata de un fenómeno de conducción eléctrica, que se produce cuando se transportan electrones desde un filamento incandescente a un electrodo. Este de aquí –continuó con la presentación de los demás personajes-, es Enrico Fermi, físico italiano nacido en Roma en 1901. Dirigió la construcción del primer reactor nuclear y obtuvo la primera reacción en cadena. Fue Premio Nobel de Física en 1938. A su lado se encuentra Isaac Peral, marino e inventor español nacido en Cartagena en 1851. Continuó los estudios de Monturiol sobre la navegación submarina y diseñó un submarino propulsado por un motor eléctrico, cuya maqueta se puede encontrar en el Museo Naval de Madrid.
-¿Quiénes son aquellos dos que se parecen tanto?, -preguntó Aroa, señalando hacia dos personajes de rasgos físicos bastante parecidos, que permanecían a ambos lados de un curioso aparato, cuyas formas la recordaron las alas delta utilizadas por algunos locos –como ella los consideraba, seguramente por su propia aversión a volar-, en los vuelos sin motor.
-¡Ah, sí!, -respondió el Genio de los Libros. Se trata de los hermanos Orville y Wilbur Wright, a quienes se atribuye la invención del aeroplano. Cerca de ellos, apenas a unos pasos más atrás, se encuentra William Henry Fox Talbot, físico británico nacido en Lacock Abbey en 1800. Descubrió el proceso para impresionar papel como negativo fotográfico; proceso, permíteme que te lo diga, que es considerado como el origen de la fotografía moderna.
-¡Anda!, -exclamó Aroa, observando al personaje en cuestión, cuya poblada barba le recordó a un intelectual de los muchos que ella había tenido oportunidad de ver en la televisión y de cuyas conferencias o exposiciones apenas entendía nada debido al complicado tecnicismo de su lenguaje.
-Por último, -continuó hablando el Genio de los Libros-, tengo el enorme placer de presentarte al que es, posiblemente, el físico más grande del siglo XX: Albert Einstein...
-¡A ese le conozco yo!, -exclamó Aroa, completamente alborozada, mirando la figura de cabellos alborotados, como si hubieran recibido una descarga eléctrica de muchos voltios, que representaba al personaje en cuestión. ¿No fue el que inventó la ecuación de la energía?. Aquella que dice que la energía es igual a la masa por la aceleración al cuadrado...
-Eso es, -dijo el Genio de los Libros, satisfecho, agregando acto seguido: la fórmula de la cuál se halla, justamente, representada a sus pies.

Como pudo comprobar Aroa, el Genio de los Libros tenía razón. A los pies de la estatua y grabada en una plaquita de metal, podía leerse la siguiente ecuación:

E = mc2

- Sentó también las bases de la Teoría de la Relatividad y fue Premio Nobel de Física en 1923. El día 4 de marzo de dicho año, el rey Alfonso XIII le hizo entrega del título de académico, en el transcurso de una solemne ceremonia celebrada en la Real Academia de Ciencias de Madrid. Junto a él se encuentra Ernest Rutherford, considerado como el padre del átomo. Fue Premio Nobel de Física un año antes que Einstein, en 1922.

Terminada de visitar esa planta, llegaron por fin a la última de las plantas, por supuesto de carácter circular también, como todas las anteriores, donde alrededor de una mujer de gran belleza y exquisita elegancia –que de diseño Aroa entendía bastante y no era la primera vez que afirmaba convencida que de mayor quería dedicarse a ello-, se arremolinaban una serie de variopintos y curiosos personajes. Antes incluso de que el Genio de los Libros se lo dijera, Aroa ya sabía que se trataba de la Reina Inspiración. No por la corona que llevaba puesta en la cabeza y que despedía mil reflejos cuando la luz de las lámparas incidía sobre ella, y que era todo un símbolo inequívoco de su rango y categoría, sino, quizás, por ese porte de regia autoridad que emanaba de su persona –semejante, en opinión de Aroa, a aquél otro halo deslumbrador, comparativamente hablando, que corona la cabeza de los santos, y que ella había podido ver en multitud de estampas y postales-, y que la hacía destacar de todo el mundo. Aunque nunca hasta entonces había tenido la oportunidad de ver a un rey o a una reina en persona, Aroa pensaba –a juzgar por las veces en que sí había podido ver alguno en la televisión, sobre todo al rey don Juan Carlos y a la reina doña Sofía-, que eran especiales y nadie como ellos para conocer los prolegómenos de la etiqueta y la elegancia. Sobre este particular, la Reina Inspiración estaba bastante más que bien asesorada –pensó- y el vestido de raso, de color cielo, de larga y extendida cola que se le ceñía a la cintura como un guante a la mano, le pareció, sencillamente, exquisito y sensacional.

Para más detalles, observó que tenía un cabello rubio y largo tan ligero y brillante, que a Aroa se le ocurrió pensar durante un momento que el sol había descendido sobre su cabeza, quedándose allí a vivir para siempre. Sí la sorprendió, no obstante, la familiaridad que en ella despertaban sus ojos grises, de los cuales –aún sin llegar a hacer de momento una identificación positiva en su memoria, cosa que la fastidiaba bastante-, la recordaban constantemente a alguien; posiblemente a alguien muy cercano a ella, tan cercano que no la extrañaría nada que estuviera a punto de pisarlo y no se diera cuenta, como solía decir muy a menudo su abuelo. A punto estaba de comentárselo al Genio de los Libros cuando la Reina Inspiración, acercándose a ella con la mano extendida, dijo con la voz más dulce y encantadora que ella hubiera escuchado en toda su vida:

-Yo soy la Reina e Inspiración me llamo; si quieres conocerme, acércate y coge mi mano.

Aroa así lo hizo, sintiendo que una especie de curiosa sensación de magnetismo había impulsado su mano hasta cerrarse sobre la suave mano de la Reina Inspiración.

-Gracias por tu amabilidad al aceptar mi invitación y sé bienvenida a mi reino, -dijo a continuación, acercando los labios a su oído para después, dirigiéndose a todos los demás, añadir en voz alta y clara: mis queridos y nobles amigos, permitidme reclamar vuestra atención y poder presentaros a una entrañable jovencita llamada Aroa, que ha tenido la gentileza de venir a compartir su tiempo con todos nosotros.
-Somos las Musas y alegres cantamos, y a la persona que pide, ideas le damos, -dijeron tres risueñas mujercitas ataviadas con livianas túnicas de un color blanco inmaculado, mientras danzaban con desenfreno alrededor de ella.
-Su origen es mitológico y eran, además, las compañeras del dios Apolo, -confió la Reina.
-Yo soy la Historia, -dijo después una mujer de amplias, amplísimas caderas y rostro severo surcado, así se lo pareció a Aroa, por mil arrugas.
-Las mil arrugas de la Historia, -volvió a cuchichear la Reina Inspiración al oído de Aroa.
-Y yo el Ensayo, -añadió un estirado caballero, poblado mostacho incluido, colgándose a continuación del brazo de la Historia.

Después, marcándose unos estudiados pasos de baile –Aroa supo que se trataba de un vals porque así se lo dijo la Reina Inspiración-, añadieron al unísono:

-Somos la Historia y el Ensayo, y formamos una linda pareja, como la gallina y el gallo.
-Yo soy la Poesía, -dijo después una esbelta mujer, que tenía el cabello negro azulado peinado con graciosos bucles que le caían en cascada sobre los hombros y sus manos portaban un arpa-, y la rima es mi fuerte; si quieres ganarme, inténtalo y ...¡que tengas suerte!.
-Hola, pequeña. Déjame que te diga que yo soy la Novela y también el Relato; y a veces el cuento, para pasar el rato, -se presentó un curioso personaje cuyo aspecto, túnica plateada ribeteada de lunas y estrellas así como bonete en la cabeza, le pareció a Aroa de lo más curioso y provocativo, y sobre todo sorprendente, pues cambiaba de fisonomía constantemente, tal y como hacen los camaleones con el color de su piel y que según se había comentado en clase de Ciencias Naturales, les servía como camuflaje frente al ataque de los posibles depredadores del mundo animal.
-Bien, ahora que has conocido a algunos de los principales Géneros, -intervino la Reina Inspiración, bueno es que conozcas también a algunos autores cuyas obras son consideradas como auténticas y universales genialidades. ¿Ves a aquél caballero de encopetado traje negro y frente despejada, que conversa con ese joven de cabellos albinos y tez pálida; precisamente aquél que sostiene una calavera en la mano y no deja de repetir constantemente “ser o no ser”?.
-Sí, majestad, -contestó Aroa, pretendiendo ser lo más educada posible para estar a la altura de la ocasión, encantada de encontrarse, como se encontraba, en lo que parecía ser una recepción de gente importante como esas con las que había soñado tan a menudo y en las que siempre había deseado estar cuando fuera mayor y famosa.
-Son William Shakespeare y Hamlet, -dijo la Reina Inspiración, a modo de confidencia. En cierta manera, se puede decir que son padre e hijo. O si lo prefieres, creador y obra. Shakespeare es, posiblemente, el más universal y genial de los autores teatrales de todos los tiempos. Conocido con el sobrenombre de “el Cisne de Avon” –nació en Stratford upon Avon, Inglaterra, en 1564-, en sus obras principales desarrolló con genial maestría temas tan controvertidos y humanos como son la crueldad, el machismo, el amor, la travesura, la dictadura, la duda, los celos y algunos otros. Hamlet pertenece a la duda y representa a ese tipo de personas inquietas y confundidas que siempre tienen una pregunta en los labios: ¿por qué esto?. ¿Por qué lo otro?. ¿Por qué sí?. ¿Por qué no?.
-¡Hola...y adiós!, -dijo en aquél preciso momento un escurridizo personaje, pasando como una exhalación junto a Aroa y la Reina Inspiración.
-¿Quién es ese?, -preguntó Aroa, divertida.
-Oh, se trata tan solo del protagonista de un relato hiperbreve.
-¡Ah, bueno!.
-¿Ves aquél joven que está allí sentado, tan serio, pensativo y melancólico?, -preguntó la Reina Inspiración, señalando al frente con la mano extendida. Es un matemático inglés. Se llama Lewis Carroll y le está escribiendo un cuento a su querida amiga Alicia. En su imaginación se está fraguando un mundo maravilloso, con personajes muy interesantes que ella conocerá a lo largo de sus aventuras.
-Debe de ser una persona muy afortunada la tal Alicia, -dijo Aroa, mientras pensaba que a ella nadie la había escrito nunca nada, aunque su abuelo la sentaba muchas veces en sus rodillas y la contaba infinidad de historias, seguramente inventadas, aunque desde luego muy amenas y divertidas.
-En realidad, Alicia no fue un personaje de ficción, sino una niña de carne y hueso tan real como tú. Tenía aproximadamente tu misma edad cuando conoció a Carroll y su verdadero nombre era Alice Liddell. Junto a él, aunque apenas se conocen, está Charles Perrault, escritor francés nacido en París en 1628. Posiblemente hayas leído alguno de sus cuentos, pues han alimentado la imaginación de casi todos los niños del mundo: El gato con botas, Caperucita roja, Barbazul y Cenicienta.
-Los he leído todos, -dijo Aroa, que no quería que la Reina Inspiración pensase que era una niña sin apenas cultura.
-¿Ves aquél de allí?, -preguntó la Reina Inspiración.
-¿Quién?. ¿El gordito?, -exclamó Aroa, mirando en la dirección indicada.
-Sí, aunque no sea moralmente correcto dirigirse a la gente por su aspecto o defecto físico, -amonestó la Reina Inspiración, pero no había severidad ni enfado en su voz.
-Lo siento mucho, majestad, -se disculpó Aroa, interiormente mortificada al pensar que había cometido una falta grave delante de la Reina, prometiéndose a sí misma no volver a repetirlo nunca en el futuro.
-Se llama Jonathan Swift, y es un escritor nacido en Dublín en 1667. A su lado podemos ver a Gulliver, su personaje principal y el único de todos los presentes que ha tenido el privilegio de estar en el País de Lilliputh.
-¿El País de Lilliputh?, -preguntó Aroa, extrañada, pues jamás en su vida había oído hablar de dicho país ni sabía, por tanto, en qué continente se podía encontrar.
-El País de Lilliputh –explicó pacientemente la Reina Inspiración-, es un país imaginario creado por la fantasía del escritor para situar el lugar donde se desarrollan las aventuras de su personaje. Todos sus habitantes son enanos, de modo que cuando el mar arrastró hasta la costa el frágil madero sobre el que se sostenía a duras penas Gulliver, víctima involuntaria de un naufragio, fue considerado un monstruoso gigante por su estatura.
-Supongo que la gente de Lilliputh se asustaría muchísimo al verlo, -comentó Aroa, curiosa por conocer el final de la historia.
-Al principio sí, -dijo la Reina Inspiración. Pero después se hicieron todos grandes amigos. Junto a él, con el pelo blanco peinado hacia atrás y la barba extensa y prominente, puedes ver a mi querido amigo Julio Verne, novelista francés nacido en Nantes en 1828. Se puede decir, en líneas generales, que fue el creador de la novela científica y geográfica. Su obra literaria es tan extensa, que tardaría mucho en comentártela. Pero puedo asegurarte que fue el creador de maravillosas novelas como 20.000 leguas de viaje submarino; Cinco semanas en globo; Viaje al centro de la Tierra; La vuelta al mundo en 80 días; Miguel Strogoff y De la Tierra a la luna. A su lado puedes ver a algunos de sus personajes más conocidos. Aquél que lleva puesto un traje negro de inmersión y sostiene una escafandra en la mano, es el siniestro capitán Nemo, comandante del submarino Nautilus. Hablando con él, y luciendo un impecable uniforme imperial, se encuentra el capitán Miguel Strogoff, correo del zar de Rusia. Y algo más apartados, el refinado gentleman [1] inglés Willy Fogg y su fiel criado Rigodón. Detrás de ellos puedes ver a Johann Wolfgang von Goethe, escritor alemán nacido en Frankfurt en 1749. Aunque estudió leyes en Leipzig y Estrasburgo, su verdadera vocación fueron, sin duda, las letras. Algunas de sus obras son consideradas universales. De ellas te puedo citar dos de las más conocidas, como son Las cuitas del joven Werther y Fausto. Precisamente ambos están dialogando con él.
-¿Quién es ese extraño señor que anda de puntillas junto a ellos, como intentando no perder detalle alguno de su conversación?, -preguntó Aroa, a quien nunca habían agradado, en absoluto, las personas demasiado curiosas, que se entrometían siempre en los asuntos de los demás.
-¿Te refieres a ese que lleva capa y traje de color rojo y que por su aspecto cualquiera puede pensar que está preparado para la algarabía de unos carnavales?, -preguntó a su vez la Reina Inspiración.
-Sí, en efecto. A él me refiero, -dijo Aroa.
-Se trata de Mefistófeles, -explicó la Reina Inspiración-, y es un personaje con el que debemos de tomar siempre muchas precauciones.
-¿Tan peligroso es?, -preguntó Aroa, que aunque no le gustaba el individuo en cuestión, tampoco veía motivos por los que debiera tener un cuidado especial con él.

La Reina Inspiración sonrió con dulzura, comprendiendo que las dudas de su joven invitada se debían a la inocencia propia de su edad.

-Por supuesto que sí, -dijo. Representa la personificación del Mal y su misión consiste en tentar a los hombres a cambio de la condenación de su alma. De hecho, tentó de tal manera al ingenuo Fausto, que sólo la pureza de corazón de Margarita –es aquélla joven de hermosos cabellos rubios que ves allí sentada, junto a la fuente-, pudo redimirle en el último momento. Creo, si no me falla la memoria, que en nuestros archivos todavía guardamos la copia del contrato original firmado por Fausto y Mefistófeles, en el que el primero se compromete a entregar su alma a cambio de la juventud y el amor de Margarita.
-¡Jolín, qué cosas!, -exclamó Aroa, sin poder reprimirse.
-Ven, -dijo la Reina Inspiración, ofreciéndola otra vez su mano. Todavía te falta conocer a otros autores y personajes.

Dicho y hecho, la Reina Inspiración la condujo hacia un rincón donde un hombre de descuidados y largos cabellos así como barba de semejantes características, con el torso desnudo y los pantalones hechos jirones, se hallaba sentado debajo de una palmera, oteando con interés un horizonte supuestamente imaginario que únicamente él podía ver.

-Su nombre es Robinson Crusoe y nació de la portentosa imaginación del escritor inglés Daniel Defoe, -presentó la Reina Inspiración, añadiendo poco después: Daniel Defoe fue un escritor inglés nacido en Londres en 1660. También escribió obras como Moll Flanders y Diario del año de la peste.
-¿Por qué está tan sucio y desharrapado?, -preguntó Aroa, experimentando cierta sensación de desagrado ante el lamentable aspecto que presentaba el personaje.
-Porque tuvo la desgracia de ser víctima de un naufragio en alta mar y lleva varios años viviendo en una isla desierta, -contestó la Reina Inspiración.
-Pobrecito. Ahora lo entiendo, -dijo Aroa, cuyo buen corazón la hizo compadecerse inmediatamente de la situación del pobre náufrago. ¿Y se quedó para siempre solo en esa isla sin poder hablar con nadie?, -preguntó a continuación, pensando en lo terrible que tenía que ser verse en una situación semejante, abandonado de la mano de Dios.
-Claro que no, -dijo la Reina Inspiración. Allí conoció a un indígena que venía huyendo de los caníbales de una isla vecina, al que bautizó con el nombre de Viernes. Por fortuna para él, un barco que casualmente pasó cerca le recogió, devolviéndole otra vez a la civilización.
-¡Menos mal!, -resopló Aroa, estremeciéndose involuntariamente cuando escuchó la palabra caníbales, pues ese tipo de cosas la daban un miedo terrible.
-Hola, -dijo de improviso un muchacho descalzo y con aspecto de golfillo, acercándose hasta donde estaban ellas.
-Tengo el gusto de presentarte a Huckleberry Finn, -dijo la Reina Inspiración, añadiendo a continuación: no encontrarás a nadie mejor que él para enseñarte los lugares más interesantes que puedan existir a todo lo largo y ancho del río Mississippi.
-Bueno, majestad, -dijo el golfillo, haciendo una graciosa reverencia. Si vuestra excelencia me lo permite, he de añadir que sí existe otra persona que seguramente es mucho mejor que yo.
-¿Quién?, -preguntó Aroa, observándole con interés.
-Mi padre, por supuesto, -contestó el golfillo sonriendo con descaro.
-Es obvio que se refiere al escritor norteamericano Mark Twain, -explicó la Reina Inspiración. Por cierto –añadió un segundo después, echando un vistazo a su alrededor-, no le veo por aquí. Bien, supongo que no tardará mucho en llegar, pues todos los años nos ha honrado con su presencia. Mira, por allí viene Peter Pan. ¡Qué muchacho más incorregible!. ¡Siempre volando!.

En efecto, tal y como había afirmado la Reina Inspiración, un curioso muchacho con pecas en la cara y un traje verde –gorro y pluma incluido, al estilo medieval-, se dirigía volando directamente hacia ellas, los pies juntos y los brazos estirados a modo de alas.

-Estoy buscando a Wendy, -dijo, aterrizando suavemente a su lado.
-Mi querido amigo Peter, ¿he de recordarte tu última promesa?, -exclamó la Reina Inspiración, fingiendo una severidad que Aroa pensó que no tenía en absoluto, pues ya tenía motivos más que suficientes para suponer que todo en ella era dulzura y comprensión.
-Lo olvidé por completo, majestad, -se disculpó Peter, sonrojándose ligeramente.
-Puede que a lo mejor la encuentres en compañía de los Niños Perdidos, -dijo la Reina Inspiración sin darle importancia al asunto, refiriéndose a Wendy.
-¡Claro!. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?, -exclamó Peter Pan, chascando los dedos. Luego, echándose a volar repentinamente, se despidió de ellas, diciendo: ¡hasta la vista!.
- ¡La eterna juventud!, -murmuró la Reina Inspiración, encogiéndose de hombros. Después, dirigiéndose a todos los presentes, añadió con voz clara y concisa: mis queridos amigos, tengo el grato placer de anunciar que desde éste preciso momento y hasta las doce en punto del día de mañana, 26 de marzo, queda abierta la Edición 2001 del Gran Concurso de Literatura, al que todos vosotros estáis invitados a participar.
[1] : caballero.

viernes, 21 de agosto de 2009

Capítulo 3: Aroa en el Mundo de Literaria

Aroa en el Mundo de Literaria

Atravesar una pizarra, incluso si se trata de una pizarra vieja, fea y agrietada por los efectos del tiempo y el uso indiscriminado a que puedan haberla sometido tanto alumnos como profesores, resultó ser una tarea tan sencilla, que apenas tuvo tiempo Aroa de pensar en la física imposible de la acción que acababa de realizar. Razón de más para comentar el hecho, igual de prodigioso, si no sorprendente, que la supuso verse atrapada en el interior de una burbuja transparente de un tamaño tan infinitesimal, que incluso la más imperceptible de las partículas la parecía toda una inconmensurable montaña en comparación. Lejos de sentirse asustada, inquieta o incluso aturdida –reacciones muy humanas que ya había experimentado alguna vez en su vida, como es natural-, la curiosidad fue sin duda la fuerza automotriz que empujó a uno de sus dedos a ponerse directamente en contacto con aquél asombroso material, nuevo para ella. Como consumidora más o menos habitual de golosinas –“que a nadie le amarga un dulce”, como solía decir su madre muy a menudo-, su primer pensamiento fue el de que estaba viajando en el interior de una burbuja fabricada con una sustancia similar a la de la goma de mascar: suave, elástica y fácil de manipular como una barra de plastelina.

El Genio de los Libros, por otra parte, viajaba en su burbuja con un semblante tan serio y compuesto, que Aroa lo comparó, entusiasmada, con aquellos conductores profesionales que llevaban a los señores importantes de un sitio para otro y que cada vez que se apeaban del automóvil –en éste punto no pudo evitar pensar en las grandes limusinas, como las que había visto en infinidad de películas-, su rigidez les hacía parecer auténticos postes telegráficos. Su abuelo, sin ir más lejos, había sido conductor de autobuses toda la vida y aunque ahora estaba jubilado, ella recordaba con cariño las veces que su madre la llevaba a la parada y las dos viajaban gratis. El abuelo no descuidaba su atención de la carretera en ningún momento, pero siempre encontraba la ocasión de mirar hacia el lugar donde ella estaba sentada y dedicarle una mueca divertida que la hacía reir. Solía ser, por lo general, cuando llegaban a una parada, segundos antes de que subieran y bajaran los viajeros. Después, el abuelo volvía a centrar toda su atención en la carretera y así continuaban de parada en parada, hasta retornar otra vez al punto de partida, donde se despedían de él dándole un beso y preguntándole si iba a llegar pronto a comer, para esperarle todos con la mesa preparada.

A veces se maravillaba de tener una memoria tan estupenda. Por eso pensó que sería una buena idea grabar en su cabeza todo aquello cuanto la estaba sucediendo, porque de alguna manera que no acababa de comprender en su totalidad, intuía que iba a ser algo importante.

De cualquier forma, en tan extraño y fantástico viaje, no podían faltar miríadas de lucecitas de colores que Aroa identificó, a falta de una explicación mejor, con estrellas: rebaños de estrellas que bailaban alegremente entre medias de pinturescas nubes, cuyos colores eran tantos y variados como un fantástico arcoiris. También era cierto que ella nunca había visto un arcoiris natural, pero las fotos de su libro de física eran una prueba suficiente para ella de que tales fenómenos existían incluso en ciudades tan contaminadas y abarrotadas de gente, coches y tendidos eléctricos como Madrid.

Por extraño que parezca, no se planteó la cuestión del tiempo hasta que las burbujas se detuvieron, paralela la una con la otra, frente a una especie de señal gravitacional –a falta de otra explicación mejor, la comparó con las boyas que flotan sobre la superficie del mar-, cada uno de cuyos cuatro brazos indicaba una dirección determinada hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales.

En el sentido de cada uno de dichos brazos, se extendía un sendero iluminado que desembocaba en una enorme puerta, cuyo color, supuso Aroa, tenía relación con el lugar que se señalizaba en el cartel y que de hecho, constató, le servía también de fondo. De tal manera, que los carteles quedaban distribuidos, aproximadamente, de la siguiente forma:

El primero, aquél que señalaba en dirección norte hacia la puerta blanca, decía, textualmente: “un tiro de burbuja hacia la Historia”; junto a él, aunque señalando en dirección sur hacia una puerta de color naranja, otro cartel especificaba lo siguiente: “dos tiros de burbuja hacia la Poesía”. Horizontales a estos, existían otros dos carteles más; uno que señalaba una puerta de color violeta situada hacia el este que decía “tres tiros de burbuja hacia el Teatro” y otro que señalaba hacia una puerta de color dorado situada en dirección oeste, que a su vez indicaba “cuatro tiros de burbuja hacia la Narrativa”.

Lejos de dejarse impresionar en cuanto a la dirección a seguir, Aroa interrogó al Genio de los Libros con la mirada, encogiéndose de hombros. Al fin y al cabo, poco le importaba dirigirse en uno u otro sentido, porque pensaba que detrás de cada una de las puertas, las cosas que pudiera encontrar serían posiblemente igual de aburridas que las clases de la señorita Gutiérrez y pensar en ello tenía el consabido efecto de desanimarla.

Por otra parte, bueno es indicar que ella hubiera preferido continuar disfrutando de tan fantástico viaje, amparada en la seguridad de aquélla frágil burbuja que a pesar de todo la había llevado sana y salva hasta allí, protegiéndola de cualquier peligro que hubiera podido acecharla en el exterior, aunque ella no se hubiera percatado todavía de ninguno.

“¿Y ahora qué?”, -pensó para sus adentros, sin dejar de observar las curiosas reacciones del Genio de los Libros en el interior de su burbuja: unas veces serio, otras riendo y otras haciendo divertidas muecas, como si con ello pretendiera imitar a los payasos de la tele y conseguir que ella le recompensara con una sonrisa. Por fin, como si hubiera tomado una determinación, su burbuja se puso lentamente en marcha. Y cuando lo hizo, la burbuja que transportaba a Aroa la siguió, a pesar de que ella posiblemente hubiera deseado continuar el viaje en cualquier otra dirección.

- Animo, amiga mía, -oyó comentar al Genio de los Libros. He pensado que te gustaría comenzar tu visita al Mundo de Literaria entrando por la puerta dorada, aquella que nos llevará directamente al País de la Narrativa. Te aseguro, y en esto no creo equivocarme, que podrás disfrutar de muchas y divertidas aventuras que te harán pasar ratos muy agradables.

Algún tiempo después, cuando llegaron al pie de la puerta, Aroa pudo darse cuenta de que franqueando a ésta por ambos lados, había dos hermosas columnas que sustentaban la plataforma superior de lo que en un principio consideró, por referencias, como un edificio de características muy parecidas a aquellas curiosas ruinas grecolatinas que había tenido ocasión de contemplar en las fotografías de los libros de Historia.

- ¡Qué columnas más bonitas!, -comentó Aroa, contemplándolas con sincera admiración.
- Somos algo más que bonitas, -dijo entonces una voz desconocida, con un extraño acento metálico.
- ¡Hala!. ¡Unas columnas que hablan!, -exclamó Aroa, viendo asombrada cómo de la parte superior de ambas columnas unos ojos la miraban y unas bocas apenas comenzaban a bostezar como si acabaran de despertarse de un confortable y profundo sueño.
- ¡Jovencita!. ¡No seas vulgar!, -dijeron ambas columnas al unísono, añadiendo acto seguido: has de saber que nuestros orígenes pertenecen al más depurado y fino estilo corintio y gracias a ello reunimos las mejores cualidades de nuestras primeras antepasadas, las columnas jónicas y dóricas. ¿Acaso no has visto los maravillosos capiteles formados por dos cuerpos, que reúnen las hojas de acanto y también las volutas?.
- Lo siento mucho, señoras columnas corintias, -se disculpó Aroa, mirando al Genio de los Libros, quien por toda respuesta se encogió de hombros, desentendiéndose del asunto como si con él no fuera la cosa.
- Deseamos visitar el País de la Narrativa, -dijo el Genio de los Libros, no obstante, acto seguido, guiñando un ojo a Aroa en señal de amistosa complicidad.
- Si ese es vuestro deseo, ¡entonces entrad y sed bienvenidos!, -contestaron las columnas, en el mismo instante en el que se abrían las enormes puertas doradas y Aroa pudo contemplar el principio de un curioso mundo.

De cualquier forma, aunque Aroa no había realizado muchos viajes a lo largo de su vida, sintió dentro de sí misma lo excitante que resulta visitar un lugar extraño, sobre todo cuando se trata de un lugar que ni siquiera aparece en los mapas que utiliza la gente y del cuál ningún libro de Geografía tiene constancia alguna, ni siquiera por remotas o legendarias referencias. Tan abstraída se encontraba considerando tal circunstancia, que no se dio cuenta de una señal intermitente que limitaba la velocidad de las burbujas, tal y como los semáforos limitan la velocidad de los automóviles y les previenen de cuándo deben detenerse y cuándo continuar la marcha.

Tampoco se percató de cómo el Genio de los Libros refrenaba la suya y se quedaba ligeramente retrasado. Lo comprendió todo segundos después, al escuchar una estridente sirena y ver a su lado una burbuja con luces parpadeantes en la parte superior, cuyos colores variaban del azul al blanco y al rojo en continua sucesión, y en la que viajaba un curioso personaje que vestía un austero uniforme azul, en cuyo pecho se apreciaba una placa de policía. Cuando se detuvieron a un lado del camino, el agente, que tenía unos bigotes enormes, muy parecidos, pensó Aroa, a los del viejo gato de angora de su vecina, dijo en tono grave y autoritario:

- Multa por exceso de velocidad.
- Pero yo no lo sabía, señor agente, -protestó Aroa, sin saber exactamente qué falta había cometido, cuando ni siquiera era ella quien conducía la burbuja, sino más bien lo contrario: la burbuja la conducía a ella.
- ¡No lo sabía!. ¡No lo sabía!. ¡Niña, no seas mentirosa!, -contestó el agente, añadiendo a continuación: ¿Sabes lo que pasaría si hubieras tenido una colisión con un pensamiento o con una burbuja de transporte, cargada de palabras dispuestas para ser consignadas en un libro de posterior impresión?.
- Pues no..., -dijo Aroa, visiblemente abrumada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
- Pasaría que con toda probabilidad alguien perdería el hilo imaginario que teje la madeja fundamental de su sueño y es posible que el mundo se quedara para siempre sin una buena historia.
- Lo siento mucho, -se disculpó Aroa.
- Con sentirlo no vale, -añadió el agente, inflexible, atusándose pensativo el bigote. Después, sacando una libreta del bolsillo superior de la chaqueta, dijo: como medida preventiva para reparar tan grave falta, tendrás que capturar al menos una docena de pensamientos errantes.
- ¿Pensamientos errantes?, -preguntó Aroa, que apenas entendía nada de todo cuanto le estaba diciendo el agente.
- ¡Exacto, señorita!. Pensamientos errantes, -repitió el agente, preguntando desconfiado: ¿acaso no sabes lo que son los pensamientos errantes?.
- Pues la verdad es que no, señor agente, -respondió Aroa muy respetuosa, como su madre le había dicho que debía tratar a las personas mayores que ella, tal y como establecen las normas de una meritoria educación.
- ¡Hum!. ¡Hum!, -exclamó el agente, sin dejar de observarla con curiosidad. Todo el mundo sabe lo que son los pensamientos errantes. Por lo tanto, si tú no lo sabes, deduzco que no eres de por aquí.
- Claro que no, -se apresuró a responder Aroa, haciendo graciosos aspavientos con las manos, viendo una posibilidad de escapar de aquélla extraña situación en la que se hallaba inmersa sin haberlo pretendido.
- ¡Ajá!, -dijo entonces el agente, apuntándola con un dedo acusador. ¿Eres por casualidad del Mundo de la Poesía?.
- No...
- ¿Del Mundo del Teatro?.
- No...
- ¿Del Mundo de la Historia, entonces?.
- No, tampoco.
- Pues he de suponer, en vista de las pruebas circunstanciales, que eres una persona extranjera en el País de Literaria. A ver, ¡muéstrame tu pasaporte!. ¡Vamos!. ¡Vamos!.
- ¡Pero yo no tengo pasaporte!, -se quejó Aroa.
- Si no tienes pasaporte, has de presentarme al menos una persona ciudadana que responda por ti. Es la Ley.
- Ciudadana: de una ciudad. Ley: precepto dictado por la suprema autoridad en que se manda o prohíbe una cosa. Yo respondo por ella, agente, -dijo el Genio de los Libros, que no había abierto la boca para nada hasta entonces. Esta encantadora señorita es una invitada personal de la Reina Inspiración.
- ¡Ah!. ¡Por supuesto eso lo cambia todo!, -dijo el agente, mostrándose amabilísimo a partir de entonces. No obstante, -señaló, llevándose una mano hacia la gruesa libreta de multas-, una sanción es siempre una sanción. Aún así, y como deferencia a nuestra bienamada Reina Inspiración, consideraré justificada una pequeña rebaja: ¡sólo tendrá que capturar media docena de pensamientos errantes!.

Aprender a capturar siquiera un solo pensamiento errante, resultó ser una tarea más fácil de pensar, valga la redundancia de la expresión, que de hacer. La cuestión fundamental estribaba en que primero había que tener la habilidad suficiente para saber identificar un pensamiento, fuera éste del tipo u origen que fuese. Y una vez conseguida tal finalidad, asegurarse de que fuera un pensamiento errante o un pensamiento sedentario.

Ella había aprendido, en el transcurso de las clases de Historia, que al principio los hombres –incluso en las épocas en las que apenas se diferenciaban del mono-, habían sido nómadas por naturaleza. Es decir, que viajaban constantemente de un sitio para otro sin permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Vamos, que eran “culos de mal asiento”, como decía su abuelo. Supuso entonces que no sería una mala idea imaginar que los pensamientos errantes estarían siempre en continuo movimiento y debido a este detalle, serían fáciles de distinguir de los demás porque no llevarían un rumbo fijo, de similar manera a como suelen hacer las personas que no tienen un hogar estable para vivir y a las que se denomina, por regla general, indigentes o vagabundos. Pero aún así, sabiendo todas esas cosas, quedaba por resolver la cuestión fundamental: ¿por dónde debía comenzar a buscar?.

Pensando acerca de ello, quiso la suerte que no muy lejos del lugar donde se encontraba, descubriera un impresionante edificio en forma de cúpula –muy parecido a aquellos otros edificios con cúpula que coronan los centros de investigación donde se estudian y clasifican las estrellas y que reciben el nombre de observatorios astronómicos-, en cuyo frente y en letras grandes, negras y góticas, podía leerse el siguiente cartel:


“CENTRO GUTEMBERG DE IMPRESIÓN,
ELABORACIÓN Y PUBLICACIÓN DE
PENSAMIENTOS”


Como es natural, supuso que en un sitio de semejantes características podría encontrar a alguien que pudiera orientarla en su búsqueda y hasta quizás ayudarla a cumplir satisfactoriamente la sanción impuesta por el inflexible agente, puesto que el Genio de los Libros, sin mediar palabra alguna, había desaparecido, dejándola completamente sola y a merced de las circunstancias.

A medida que caminaba hacia el edificio en cuestión, volvió a leer el anagrama, cuyas letras, según se iba acercando, le parecían cada vez más y más grandes, y recordó vagamente algunas cosas que hacían referencia a la vida y obra de Gutemberg, que en su día fueron comentadas en clase por don Jerónimo, el profesor de Historia y Geografía. Recordó, por ejemplo, que había sido la persona que inventó la imprenta allá por el año 1440, cuando todavía existían los torneos entre caballeros; la Península Ibérica continuaba prácticamente dominada por los árabes y la gente, supersticiosa en exceso, pensaba que más allá del inmenso océano sólo existían terribles monstruos marinos y un sobrecogedor vacío, capaz de tragarse todo cuanto se atreviera a acercarse por allí. Sabía también que gracias a él, la gente se ahorró el enorme esfuerzo de tener que copiar a mano los manuscritos, aunque recordó que don Jerónimo, que conocía muchas cosas, comentó que en esa época los manuscritos y las grandes bibliotecas sólo estaban al alcance de los nobles y por supuesto del clero, que los guardaba y conservaba en monasterios como verdaderos tesoros.

Así mismo, recordó también los comentarios que se referían a la legendaria Biblioteca de Alejandría, destruida durante el reinado de Cleopatra VII Filopator por una rebelión popular, que fue sofocada con ayuda de las tropas romanas de Julio César, que llegaron a Egipto en persecución del derrotado Pompeyo. Alejandría, ciudad fundada por Alejandro Magno, donde se encontraba también la que todavía hoy día es considerada la séptima maravilla del mundo antiguo: su Faro. En esa ciudad, según había explicado don Jerónimo, a modo de anécdota, fue dibujado sobre papiro el mapa más antiguo que se conoce de la Península Ibérica, basado en una de las obras del geógrafo griego Artemidoro.

Con referencia a ello, existían anécdotas históricas que la gustaban o al menos conseguían atraer su atención lo suficiente como para que las clases de don Jerónimo se le hicieran más amenas y cortas. Como la leyenda de la fundación de Roma por los gemelos Rómulo y Remo, amamantados y criados por una loba; los amoríos de Paris y Helena y la posterior destrucción de Troya; el halo de leyenda de la historia de Alejandro Magno y el nudo gordiano, así como su posterior comentario en el que decía, más o menos, que poco importaba cómo se cortaran los nudos, siendo lo importante el hecho en sí de cortarlos; lo que quería decir, grosso modo, que lo importante no radicaba en cómo hacer las cosas, sino en hacerlas; la romántica historia de amor de Marco Antonio y Cleopatra y la muerte de ésta última a consecuencia de la mordedura de una serpiente de la especie conocida como áspid; la célebre frase de Julio César cuando atravesó el río Rubicón –alea jacta est-, que algunos eruditos traducen como “la suerte está echada” y otros como “los dados están lanzados”; la historia de Mausolo, un sátrapa o gobernador de un provincia persa, la magnificencia de cuya tumba –considerada también como otra de las maravillas del mundo antiguo-, dio posteriormente origen a la palabra mausoleo, referida a las grandes sepulturas; las aventuras de María Antonieta y su famoso collar; la Revolución Francesa de 1789, cuando el pueblo derrocó la monarquía absolutista del rey Luis XIV, también conocido como el Rey Sol.

Había muchas cosas más, por supuesto; tantas, que sería muy difícil recordarlas todas en un momento determinado. Don Jerónimo solía decir bastante a menudo que vivir la Historia a veces “es tan fácil como pasar el tiempo deshojando margaritas”. Y debía de tener razón. Aunque ahora, una vez detenida junto a la puerta encristalada del Centro Gutemberg de Impresión, Elaboración y Publicación de Pensamientos, su atención se dirigió hacia un curioso personaje, tan alto como un pino –pensó Aroa-, que vestía un traje de color azul marino con galones amarillos en las bocamangas de la chaqueta, quien al verla, dijo solícitamente:

- Soy el portero del Centro; si es tu deseo hacernos una visita, sígueme y pasa dentro.

Nunca antes había visitado una imprenta, ni tenía referencias de cómo eran las personas que en ella trabajaban y cuáles eran sus funciones o cometidos, aunque la actividad que podía ver resultaba, sin duda, abrumadora a simple vista.

- Por cierto, -dijo el portero, volviéndose hacia ella repentinamente, un gesto de desconfianza en su cara: ¿eres de las personas a las que les gusta plagiar, con afán, como decía Miguel de Cervantes y Saavedra, de ganar “fama y dineros”?.
- ¿Plagiar?, -exclamó Aroa, que no sabía exactamente lo que significaba esa palabra y temía haberse metido en otro lío sin darse cuenta.
- Plagiar: copiar en lo substancial obras ajenas, dándolas como propias, -dijo el Genio de los Libros, apareciendo a su lado como salido de la nada.
- ¿Dónde te habías metido?, -preguntó Aroa, una vez recuperada de la impresión.
- He estado por ahí, haciendo unas pequeñas aunque necesarias gestiones, -respondió el Genio de los Libros, guiñándola el ojo, acto al que ya estaba de sobra acostumbrada.
- Ya veo, -dijo Aroa, visiblemente enfurruñada, actitud que adoptaba cada vez que no la gustaba alguna cosa.
- Damas y caballeros, -dijo entonces el portero, llamando la atención de todos los allí presentes. Tengo el gusto de anunciaros la visita de una encantadora señorita. ¡Levantaos, acercaos y presentaos!.
- ¿Habla siempre así?, -cuchicheó Aroa al oído del Genio de los Libros, mientras se aguantaba las ganas de reír.
- Es un amante de la poesía, -contestó éste sonriendo también, agregando: por eso hace rimas todos los días.

Cuando todos dejaron de trabajar, prestando atención a los requerimientos del portero, Aroa se sintió un tanto culpable, pensando que quizás por su causa se había interrumpido una labor importante. Tal es así, que se ruborizó, ocultándose como pudo detrás del Genio de los Libros.

- ¡Alto ahí!, -exclamó el portero, haciendo exagerados aspavientos con las manos cuando vio que todos se acercaban sin orden ni concierto, como si estuvieran imitando a un rebaño de vacas desbocadas. Las buenas presentaciones comienzan por mantener el orden y las posiciones.
- Parece alguien importante, -volvió a cuchichear Aroa al oído del Genio de los Libros, observando como todos, sin protestar, obedecían los requerimientos del portero, guardando un orden poco menos que perfecto.
- Los que son caballeros, permiten siempre que las mujeres hablen primero.
- Encantada, -dijo una esbelta mujer, quizás demasiado maquillada para el gusto de Aroa, que lucía un elegante traje de llamativos colores. Yo soy Doña Preposición, la parte invariable de la oración y de palabras o términos, denoto su relación.
- Hola, -dijo a continuación un caballero vestido con un impecable traje de frac, que tenía una barriga enorme y prominente. Soy Don Adverbio y me considero tan elegante y soberbio, que modifico la significación de mi buen amigo el Señor Verbo.
- Presente, -dijo éste, quitándose el sombrero de la cabeza e inclinándose cortésmente a continuación. Soy el Señor Verbo y de mí se puede pensar que soy una palabra que representa una idea y varío de número, persona, tiempo y modo, según conveniente lo crea.
- Mi nombre es Sustantivo y como bien sabe la gente, tengo una existencia real e independiente.
- Yo soy el Pronombre y cuando la ocasión lo requiere, sustituyo al Nombre.
- Señores Adjetivos, -dijo el portero, llegados a aquél punto de las presentaciones: ¿serían tan amables de presentarse como es debido?.
- Me llaman Superlativo y soy el más grande de todos los adjetivos, -dijo uno, que en efecto, era enorme y destacaba de todos los demás, que eran mucho más bajitos.
- Yo soy Ordinal y mi función, como todo el mundo sabe, es básicamente numeral, -dijo otro.
- Yo me llamo Gentilicio, -dijo un tercero-, y denotar origen, patria o nación es mi ilustre oficio.
- Mi nombre es Calificativo, -añadió un cuarto-, y apunto la calidad del sustantivo: alto, bueno, negro o blanco. Mi función, como ves, importa tanto.
- Yo, como que soy Determinativo, señalo la extensión del Sustantivo.
- Yo soy Comparativo, -añadió el último y por añadidura, el más triste de todos los Adjetivos-, y comparo a uno y otro sustantivo.
- Parece triste, ¿no crees?, -comentó Aroa al Genio de los Libros.
- Suele ser muy susceptible, -contestó el Genio de los Libros-, porque se comenta por ahí que comparar es odioso y en cierto modo él se siente personalmente responsable. Pero como es su obligación, no tiene más remedio que hacerlo, aunque a la gente a veces no les agrade.
- ¡Correo urgente!. ¡Correo urgente!, -se oyeron unas voces que procedían de la entrada. Acto seguido, apareció un gracioso personaje, que vestía un impecable uniforme de cartero, zurrón incluido colgado en la espalda y patines en los pies.
- Carta para la señorita Aroa, -dijo cuando llegó hasta el sitio donde se encontraban todos reunidos.
- ¿Para mí?, -dijo ésta, mirando sorprendida al Genio de los Libros, pues era la primera vez que recibía una carta e ignoraba que allí pudiera conocerla alguien.
- Tiene el sello real, -dijo éste, echando un vistazo por encima del hombro de Aroa. Debe de ser un asunto importante. Vamos, ¿a qué esperas?. ¡Abrelá!.

El sobre, en opinión de Aroa, tenía un color rosa muy agradable a la vista, aunque fuera de un color que a los chicos no les agrade demasiado. Y en efecto, tal y como había dicho el Genio de los Libros, el membrete estaba formado por un logotipo o dibujo donde una corona muy bonita imperaba sobre las páginas de un libro abierto. La nota, escrita en cartulina del mismo color que el sobre, decía lo siguiente:

Inspiración, Reina del Mundo de Literaria,
tiene el placer de invitar a la señorita Aroa a
visitar su palacio, donde será huésped de honor
durante todo el tiempo que ella desee,
pudiendo honrarnos con su participación
en el Gran Concurso Literario.

- Supongo que tenemos que irnos, -dijo el Genio de los Libros. No es educado hacer esperar a nadie y mucho menos a la Reina.
- Pero no puedo irme ahora, -objetó Aroa, apesadumbrada. Todavía tengo que capturar la media docena de pensamientos errantes que...
- ¡Deuda condonada!, -dijo otro peculiar personaje que entró inmediatamente detrás del cartero y se presentó a sí mismo como el Heraldo Real.Condonar, -murmuró el Genio de los Libros, añadiendo a continuación: perdonar. Bien, ¿a qué estamos esperando?.

jueves, 20 de agosto de 2009

Capítulo 2: Aroa y el Genio de los Libros

Aroa y el Genio de los Libros

Si alguna vez la hubieran dicho que algún día tendría la ocasión de ver un libro de aparente carne y hueso, de su misma estatura aproximadamente, con cabeza, brazos y piernas, hablando y bailando claquét sobre la tarima donde estaba la mesa de la señorita Gutiérrez, lo más seguro es que hubiera pensado que la estaban tomando el pelo, aprovechándose de que todavía era una niña y los adultos suelen pensar que los niños, simplemente por el hecho de serlo, se creen a pies juntillas todo aquello cuanto les dicen, pensando que es la cosa más natural del mundo. Por fortuna para ella, nunca había sido una niña asustadiza y fácilmente impresionable. Al menos no tanto como otras niñas de su misma edad que conocía y que gritaban por cualquier cosa, hecho éste que consideraba demasiado exagerado y muchas veces fuera de lugar, tal y como solía decir su madre, con relación a no perder nunca los nervios.

Bien es verdad que se sobresaltó un poquito cuando el extraño ser con forma de libro atravesó inesperadamente la cortina de humo, deteniéndose frente a ella como un repentino e inesperado relámpago. Naturalmente, su inmediata reacción fue la de dar un paso hacia atrás, pensando que aquélla extraña aparición la caería encima, pudiendo llegar incluso a lastimarla si no tenía cuidado de apartarse a tiempo. Pero por fortuna para su seguridad, no ocurrió lo que ella tanto temía y un segundo después ambos se encontraron a escasos centímetros el uno del otro.

Aunque su cuerpo tenía la inequívoca forma de un voluminoso libro en cuyas guardas se podían leer las iniciales “G.L.” grabadas en oro, su cara no resultaba en absoluto desagradable y hasta hubo un momento en el que Aroa pensó que le parecía vagamente familiar. Así que, observándolo minuciosamente, pudo ver que tenía el cabello oscuro y largo, recogido sobre la espalda en una larga, larguísima coleta, que le confería cierto aspecto de interesante distinción progre, como había oído por ahí definir a ciertas nuevas modas y tendencias de atrevida actualidad, alguna de las cuales ella no compartía, simplemente porque no la gustaban. Por el contrario, la nariz le resultaba quizás demasiado grande para su gusto, aunque tenía que reconocer que sus ojos, azules claros como ese mar Mediterráneo que bañaba las playas de Torrevieja donde ella y su familia solían veranear todos los años, la parecían sumamente atractivos, aunque no tanto, por supuesto, como los ojazos negros y maravillosos de Enrique Iglesias. Sus brazos, aunque largos como cañas de pescar, parecían musculosos y proporcionados, dejando aparte el detalle de que no podía juzgar sobre si sus manos eran finas y de uñas bien cuidadas, porque las llevaba convenientemente ocultas en unos finos guantes de gamuza azul. Algo similar ocurría con los pies, ocultos también por unas botas del mismo material y color que los guantes.

- ¿Quién o qué eres tú?, -preguntó Aroa, curiosa, una vez finalizado su examen superficial.
- ¡Quién soy yo!. ¡Já!. ¡Pregunta que quién soy yo!. Debes de saber, mi querida niña, que yo soy yo; es decir: me puedo definir como el nominativo del pronombre personal de primera persona en género masculino o femenino y número singular...
- Pero bueno, -dijo Aroa, frunciendo el ceño con cara de pocos amigos. ¿Acaso te estás burlando de mí?.
- Burlar: reírse, mofarse, chancearse...
- ¡Basta!, -gritó Aroa, cerrando los puños con rabia. Y segundos después de hacerlo, se arrepintió, porque recordó que su madre la había explicado en numerosas ocasiones que gritar no era éticamente correcto y ella no quería que los demás pensaran que era una niña consentida, maleducada y grosera, que perdía los estribos por cualquier cosa.

El ser con forma de libro cerró entonces los labios, observándola pensativamente, con una mano apoyada sobre el mentón y el dedo índice señalando hacia arriba, paralelo con la caña de la nariz, que le recordó a Aroa uno de esos complicados aparatos con los que se ejercitan los gimnastas. Aún avergonzada, Aroa le observó guiñar primero un ojo y luego el otro, mientras balanceaba la cabeza a derecha e izquierda, murmurando algo tan extremadamente bajo, que ella no consiguió entender, aún teniendo el oído muy fino. Frente a semejante actitud, pensó que lo mejor sería no decir absolutamente nada hasta que él terminara sus incomprensibles cavilaciones y se comportara de una manera más educada y racional.

“Es posible que esté loco”, -pensó, mientras le observaba. “O quizás más bien majareta, como dice el abuelo. ¡Pero bueno!. ¿Seré yo quien esté loca?. ¿Cómo es posible que pueda estar aquí, tan tranquila, hablando con un libro con patas de tamaño natural?”.

- Pero yo no soy simplemente un libro con patas, como piensas. Soy el espíritu universal de todos los libros, -dijo el ser. Añadiendo a continuación: de los libros del pasado, de los libros del presente. Incluso soy también el espíritu universal de los libros del futuro, aquellos que todavía no se han escrito y su nacimiento está aún por llegar.
- De acuerdo, como tú digas, -dijo Aroa, con despreocupación, preguntando acto seguido: ¿pero realmente, quién eres tú?. Porque supongo que tendrás un nombre como todo el mundo, aunque seas un libro de carne y hueso.
- ¿Que quién soy yo?, -exclamó el ser, tapándose la cara con una mano, como si le estuviera dando la luz del sol directamente en los ojos. ¡Pregunta que quién soy yo!. Niña, debes de saber que yo soy Yo, aunque bien es verdad que todos mis amigos me conocen como el Genio de los Libros.
- ¿El Genio de los Libros?, -titubeó Aroa, pensando que quizás la estaba tomando a ella por tonta, pues actualmente, ¿quién puede ser tan ingenuo como para creer en genios o en cuentos de hadas?.
- ¡Exacto, pequeña!. Bien, ahora que sabes quién soy yo, falta que sepamos quién eres tú.

Como aquél requerimiento le pareció a Aroa de lo más lógico y natural, no puso ninguna pega en hacerle saber quien era ella. De modo que, obviando los apellidos, contestó con toda naturalidad:

- Yo soy Aroa.
- ¿Aroa?, -exclamó el Genio de los Libros, adoptando otra vez una aburrida expresión reflexiva, que lejos estaba de parecerle a Aroa demasiado natural para su gusto. A ver, déjame ver...Aroa...Aroa...¡Por supuesto!. ¡Ya lo tengo!. Aroa: nombre de origen germánico, derivado de Ara, que significa bueno o de buena voluntad. Su santo se celebra el cinco de julio...

“¿Pero qué está diciendo ahora?”, -se preguntó Aroa, frunciendo el ceño completamente desconcertada.

Ella pensaba, porque así se lo había oído decir muchas veces a su madre, que su nombre tenía un origen ciertamente cantábrico, quizás del País Vasco –dada su peculiar semántica- y que se lo había puesto al nacer porque lo había escuchado en alguna ocasión, le había gustado y además era un nombre muy poco conocido, al menos en Madrid. Tampoco sabía que ella tuviera santo, si exceptuamos la fecha de su cumpleaños, que coincidía con la festividad de San Rodrigo, según el calendario, y ni siquiera era fiesta oficial, aunque ella siempre tuviera el homenaje de sus familiares y amigos y pidiera un deseo cada vez que soplaba las velas de la tarta.

- Ciertamente es un nombre muy bonito para una chica muy bonita, -dijo el Genio de los Libros, guiñándola un ojo en señal de amistosa complicidad. Sin embargo, -añadió a continuación-, hay algo en tu pequeña personita que no consigo comprender, aunque no creas que no lo intento.
- ¿A qué te refieres?, -preguntó Aroa, no muy convencida con el adjetivo de pequeña personita que le acababa de otorgar su extraño y nuevo amigo.
- Es evidente, -continuó hablando el Genio de los Libros, señalándola con un dedo acusador-, que no te gusta nada leer.
- Bueno, -contestó Aroa, sin darle apenas importancia al comentario. Creo que leer es aburrido y también una pérdida de tiempo.
- ¡Oh, Dioses!. ¡Dioses!. ¡Rayos y centellas!. ¡Esta niña es una sacrílega!, -exclamó el Genio de los Libros, tapándose la cara con las manos, como si hubiera visto algo terrible que lo asustara de verdad.

“¿Pero qué tiene de malo que no me guste leer?”, -se preguntó Aroa, bastante confundida observando la actitud que acababa de tomar su nuevo y curioso amigo. A fin de cuentas, ella no consideraba que fuera tan importante su falta de afición a la lectura y no lograba comprender por qué a él le afectaba tanto.

Su madre decía muchas veces que no ser la primera en alguna cosa no significaba necesariamente tener que ser la última en todas. Y ella suponía que debía de tener razón, porque para eso era su madre y una madre no engañaría nunca a una hija. Su prima Tania, por ejemplo, leía muchos libros. Bien, ¿y qué?. Ella hablaba inglés mucho mejor que su prima. Y eso no significaba tampoco que ninguna de las dos fueran tontas o que una fuera más inteligente que la otra.

- ¡Niña!. ¿Quieres hacer el favor de dejar ya de hablar contigo misma?, -dijo el Genio de los Libros, que parecía tener el incomprensible poder de leerle el pensamiento. Bien, ahora que vuelvo a tener otra vez tu estimada atención, quiero hacerte una pregunta: ¿por qué crees tú que existen los libros?.

Aunque Aroa no quisiera admitirlo, aquélla pregunta la torturó lo suficiente como para pensar que no tenía una respuesta adecuada y aquella circunstancia, por otra parte, la ponía un poco nerviosa. Era como cuando la señorita Gutiérrez la sacaba al encerado y la obligaba a realizar el análisis gramatical de una frase. Casi siempre -tanto que ella pensaba que lo hacía a propósito porque si no, no tenía explicación-, solía ser la frase más larga y difícil de todas cuantas se hallaban en el cuaderno de ejercicios.

También era verdad lo desagradable que resultaba equivocarse en cualquiera de las complicadas operaciones a seguir y tener que aguantar las risas y bromas de las demás compañeras de su clase. Pero quizás lo más desagradable de todo eso, fuera la risa de autosuficiencia de Matildita, la empollona número uno de la clase, por no decir de todo el colegio y hasta es posible que del mundo entero.

- No estoy segura, -contestó, dubitativa. A lo mejor es porque a la gente le gusta demasiado inventarse historias sobre cosas que nunca las han de pasar.
- ¡Puede ser!. ¡Puede ser!, -dijo el Genio de los Libros. Pero tienes que reconocer que no todo lo que hay en los libros es inventado. Además, ¿qué puede tener de malo inventar historias?.
- ¡Pues que no son verdad!, -exclamó Aroa, bastante contrariada por lo que ella consideraba evidente.
- ¿Te has detenido alguna vez a pensar que hay personas que escriben sus pensamientos, sentimientos e impresiones única y simplemente por el placer de compartirlos con los demás?. ¿Gente que ha sacrificado sus mejores horas de sueño para que otros gocen con sus fantasías y secretos y pasen un rato agradable, que los libere en parte del tedio y el aburrimiento?.
- Bueno, visto de ésta forma..., -susurró Aroa, aunque no del todo convencida, añadiendo en voz alta: ¿por qué habrían de interesarme los secretos de los demás?.

En contra de lo que Aroa esperaba, el Genio de los Libros no contestó. Al menos, no inmediatamente. Por el contrario, volvió a adoptar aquella expresión meditabunda a la que ya estaba comenzando a acostumbrarse, aunque también era verdad que temía la pregunta que a continuación pudiera llegar a hacerle, si se tenía en cuenta las que ya la había formulado con anterioridad.

“¿Qué estará pensando ahora?”, -volvió a preguntarse, frunciendo otra vez el ceño. Era éste un gesto que solía hacer muy a menudo y la gente que la conocía no se cansaba de afirmar que lo había heredado de su madre. También era verdad que cuando su madre fruncía el ceño, lo que venía a continuación solía ser el relámpago que precede al trueno y anuncia la tormenta. Por fortuna, tales ocasiones no se producían con frecuencia y ella además era lo bastante inteligente como para saber cuándo debía callarse y esperar a que pasara la tormenta y poder guardar el paraguas.

- ¿Sabes volar?, -dijo de repente el Genio de los Libros, sobresaltándola. ¡No, claro que no!. ¡Qué tontería!. ¿Cómo podrías saber volar si no eres un pájaro y tampoco tienes alas?.
- ¿Por qué tendría que saber volar?, -preguntó Aroa, adoptando un tono de ligera indiferencia, sobre todo pensando en su miedo atávico a las alturas.
- Porque es absolutamente imprescindible que hagamos un viaje, -contestó tan tranquilo el Genio de los Libros.
- ¿Viajar?, -exclamó Aroa, sobresaltada. ¿Viajar a dónde?.
- Por tu bien, mi querida amiga, no tengo más remedio que enseñarte el Mundo de Literaria. No pienses que todas las personas tienen la oportunidad de llegar a conocerlo, siquiera una vez a lo largo de su vida. Muy poca gente ha conseguido alguna vez acceder a él. Pero tú eres especial y hay alguien a quien preocupas, que ha decidido que mereces una oportunidad. De manera que deja tu cartera sobre el pupitre y acompáñame. Confía en mí y sobre todo no temas absolutamente nada, porque estás en buenas manos.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Aroa y el Genio de los Libros

Capítulo 1

La Clase de Literatura

Pocas cosas la resultaban tan aburridas a Aroa como las clases de Lengua y Literatura, que parecían ser tan extensas e infinitas como el desconocido Universo. Por eso, cuando entró en el aula la señorita Gutiérrez con el acostumbrado montón de libros apoyados contra el pecho; el pelo, de un color rubio pajizo semejante a las cerdas de las escobas antiguas que utilizaban las abuelas y antes las abuelas de sus abuelas, recogido en un espantoso moño detrás de la nuca y aquellos ojos grises y fríos tan parecidos a los de los tiburones, que miraban a su alrededor con malicia y desconfianza a través de los cristales de las gafas, supo inmediatamente que la hora que venía a continuación iba a ser, contra todo pronóstico, una de las más largas de su vida.

De hecho, recordaba con disgusto que la última clase había sido tan soporífera, que no pudo evitar quedarse dormida sobre la tibia superficie del pupitre, donde incidía casualmente un cálido y agradable rayo de sol que se colaba como un fantasma a través del cristal de la ventana. Y no es que ella fuera un lirón, esa clase de simpáticos animalitos que se pasan media vida durmiendo. Seguramente ningún lirón, ya fuera o no simpático, se hubiera atrevido a dormirse durante la clase de la señorita Gutiérrez. Pero ella lo había hecho y posiblemente debido a esa circunstancia, aquélla tarde la señorita Gutiérrez no la quitaba el ojo de encima, disuadiéndola, a su manera, de volver a atreverse siquiera a intentar repetirlo por segunda vez.

No obstante tan desafortunado detalle, Aroa pensó que si quería sobrevivir al tedio que estaba segura se avecinaba, no la quedaba más remedio que simular que ponía mucha atención a todo lo que estaba explicando la señorita Gutiérrez y después dejar volar libremente su imaginación, cosa, por otra parte, que la resultaba muy fácil y hasta podía decirse que se le daba bastante bien. Mejor, incluso, que los exámenes de Lengua Inglesa, donde solía sacar la nota más alta de toda la clase, para envidia y fastidio de Matildita, la empollona número uno y por añadidura, la niña más engreída, estúpida y repelente de todo el colegio.

Sobre el encerado de la pizarra, aunque algo vencido hacia la izquierda, había un reloj tan horrible, en su opinión, que apenas le costaba esfuerzo alguno mirar para otro lado y así evitarse el disgusto de tener que verlo a cada momento y ponerse aún más nerviosa pensando que se había parado, olvidando para siempre su obligación de ir señalando los minutos uno detrás de otro, hasta llegar al punto que a ella más le interesaba, que no era otro sino aquél que debía indicar las cinco en punto y, consiguientemente, el final de la clase.

Es muy posible que tal efecto se debiera, no tanto a los arañazos y desconchones que deslucían el ya de por sí feo color marrón oscuro del marco, sino a la extraña sensación que la producían sus esqueléticas manecillas terminadas en dedos de un siniestro color negro. Dedos acusicas, sobre todo los de la manecilla grande, que siempre parecían señalarla a ella en particular cuando se acercaban a la media y apenas un instante después se escuchaba un ronco silbido que parecía querer decir: “túuuu”. Era entonces cuando todas levantaban la vista del libro de lectura o del cuaderno de ejercicios, sobresaltadas, como es natural, para encontrarse con la consabida mirada de la señorita Gutiérrez y su eterna y severa frase de desaprobación:

- ¡Señoritas, pongan atención a la lectura!.

Nunca, que ella pudiera recordar en ese preciso momento, había comentado todas estas cosas con sus compañeras, y no porque no confiara en ellas, sino porque las consideraba tan íntimas y personales que no se atrevía a hacerlo por temor a no ser correctamente comprendida, convirtiéndose, en su defecto, en el hazmerreír de la clase. Bueno, eso no era del todo cierto, si exceptuamos la confianza que tenía con su querida prima Tania.

La prima Tania tenía su misma edad, trece años, aunque como había nacido en otro mes, su signo astrológico era diferente. Ella había nacido el 26 de marzo, y por lo tanto, el signo del Zodíaco que le correspondía era Aries. No es que le interesaran demasiado estas cosas, en las que apenas confiaba porque no podía entender cómo las estrellas podrían llegar a actuar sobre su personalidad, moldeándola como si fuera un pegote de arcilla, pero su madre solía prestar mucha atención al asunto, a pesar de que nunca se cumplían los vaticinios que leía en las revistas que compraba en el quiosco todas las semanas y que ella después consultaba, quizás no tanto por los chismorreos de sociedad como por los diseños que lucían las modelos que salían fotografiadas en muchas de sus páginas. Decía muy a menudo –tanto que ya se lo había aprendido de memoria, como si fueran los contenidos de una lección-, que las personas nacidas sobre el signo astrológico de Aries eran, por regla general, iniciadoras y líderes brillantes que siempre buscaban cosas nuevas e interesantes con las que compensar los posibles momentos de aburrimiento. Pero claro, también existían aspectos negativos –lógicamente nadie es perfecto, por mucho Aries de que se precie-, que los hacía parecer personas irritables y dominantes. Y esto puede que fuera verdad, sobre todo en las ocasiones en que las cosas no salían como ella quería.

Desde luego, independientemente del signo que fuera, a su prima Tania la consideraba como una hermana. Aunque estudiaban en colegios distintos, dado que vivían en barrios diferentes y algo alejados entre sí –al menos como para ir andando de uno a otro-, estaban permanentemente en comunicación gracias al teléfono móvil que les habían regalado sus padres por Navidad y con el que podían enviarse también cuantos mensajes en clave quisieran, sin que nadie, a excepción de ellas dos, pudiera entender:

- Esto sí que es un formidable invento y no las aburridas clases de Lengua y Literatura, -se dijo Aroa a sí misma, mientras la señorita Gutiérrez no dejaba de hablar sobre la Literatura y su función cultural, así como la importancia que tenía saber interpretar correctamente la sintaxis gramatical.

- ¿Acaso la gente es más feliz porque lea muchos libros o sepa interpretar de carrerilla complicados análisis gramaticales?, -volvió a decirse a sí misma, pensando a continuación: ¡qué tontería!. Hay cosas mucho mejores en la vida que leer libros o interpretar oraciones. Por ejemplo, escuchar música, ir de vacaciones a la playa y conocer a mucha gente o pasear con las amigas por el parque.

Recordó entonces a su cantante favorito, Enrique Iglesias, y lo guapo que era; lo bien que cantaba y también su maravillosa manera de bailar. Que estaba enamorada de él era sin duda su secreto mejor guardado y Tania, por supuesto, era la única persona en éste mundo que lo conocía. Ni siquiera lo sabía su madre y eso que su madre era la persona a la que más quería y con la que no solía tener secretos, como pensaba que debería de ser siempre la relación entre una madre y una hija.

Volvió a mirar hacia delante y pensó, sin quererlo, en la señorita Gutiérrez. En su seriedad. Nunca, que ella recordara, la había visto sonreír y mucho menos hacer una broma en clase, aunque solo fuera para romper durante unos segundos la insoportable monotonía de una asignatura que todas en la clase –exceptuando, claro está, a Matildita- llevaban cuesta arriba y no votarían como favorita si tuvieran que hacer una encuesta. Y pensando sobre el tema, se le ocurrió también preguntarse si acaso la gustaría la música y si así fuera, quién sería su cantante favorito. Pero no, se dijo; un simple vistazo a su estricta manera de vestir –siempre de negro, como el traje siniestro de los cuervos- la parecía motivo más que suficiente para llegar a la conclusión de que la señorita Gutiérrez pertenecía a esa clase de personas serias que únicamente escuchaban música clásica. En efecto: ese tipo de música tan antigua y rocambolesca que no sonaba en ninguna discoteca; que la juventud apenas entendía ya y que no se podía bailar con la alegría y desenvoltura con que se bailaban las canciones de Enrique Iglesias y otros grupos musicales actuales, como los Backstreet Boys o Los Caños.

Referente a ello, también era verdad que muchas noches soñaba entusiasmada con asistir a un concierto y poder bailar en el escenario con sus ídolos favoritos. Bien es cierto también, que en su floreciente imaginación cualquier cosa era posible y tan simple de realizar como chascar los dedos. Dejándose llevar por ella, podía llegar a convertirse en princesa, como recientemente le había ocurrido a la noruega Mette Marit; ser una diseñadora famosa y respetada, capaz de crear vestidos exclusivos que darían la vuelta al mundo y por los que la gente pagaría cualquier precio para llegar a ponérselos y lucirlos en fastuosas fiestas de sociedad, de las que ella, lógicamente, sería la protagonista indiscutible.

Es bastante más que posible que motivada por su desbordante imaginación, en la clase ocurriera algo tan extraordinario, que Aroa apenas tuvo tiempo de abrir la boca para decir: “¡ahí va!, ¿qué es lo que está pasando aquí?”.

Porque aquélla repentina y espesa cortina de humo blanco que había aparecido súbitamente sobre la mesa de la señorita Gutiérrez –parecía que había salido directamente del encerado de la pizarra, como el aire que se escapa de un balón pinchado- la recordaba las fantásticas actuaciones de algunos magos que había tenido oportunidad de ver en la televisión los domingos por la tarde. Sobre todo aquellos programas en los que actuaba un mago en particular -¿cómo se llamaba?- que había sido novio de una famosísima modelo alemana y hacía aparecer y desaparecer a la gente como si fuera la cosa más sencilla y natural del mundo.

Pensó que a lo mejor aquélla repentina e inexplicable humareda era obra del mismo mago, que permanecía escondido en algún lugar de la clase y había hecho desaparecer a la señorita Gutiérrez, para gran alivio suyo, con sus gafotas de cristal de botella, su horrible moño y sus interminables disertaciones sobre Lengua y Literatura que a ella la aburrían tanto. En el peor de los casos, pensó a continuación, intentando mantener la calma, podría tratarse de ladrones. Porque ella sabía que había personas en el mundo que robaban, no para comer, como solía decir muchas veces su abuelo, sino para seguir manteniendo sus estúpidos vicios y vivir siempre a costa del esfuerzo de los demás. Pero no. No podía ser. ¡Qué tontería!. ¿Quién iba a ser tan tonto como para querer robar en un colegio?. Además, bien pensado, ¿qué se podía robar en un colegio?.

Fue entonces cuando decidió consultar con Naomi, que era la compañera más cercana, aquella cuyo pupitre estaba precisamente junto al suyo y con quien cuchicheaba cada vez que tenía oportunidad. Pero cuando giró la cabeza en la dirección donde debía encontrarse ésta, se dio cuenta de que Naomi también había desaparecido. Es más: se dio cuenta de que habían desaparecido absolutamente todas sus compañeras de clase, incluida la señorita Gutiérrez.

- A lo mejor se está quemando de verdad el colegio, -murmuró un poco asustada, levantándose del banco para salir corriendo ahora que todavía tenía tiempo de llegar hasta la puerta y ponerse a salvo con las demás compañeras. Pero no bien hizo la intención de levantarse de la silla, cuando escuchó una voz, en modo alguno familiar, que la decía:
- ¡Alto ahí, jovencita!.

Aroa frenó su carrera en seco, mirando con suspicacia en la dirección de la pizarra, que era precisamente el lugar de donde provenía la voz, seguramente de detrás de la cortina de humo que, ahora se dio cuenta también del detalle, no la producía tos, ni lágrimas en los ojos, ni la molestaba tampoco para respirar, ni parecía estar, en consecuencia, producida por el efecto de combustión de una llama.

- Desde luego, esto sí que es algo bien extraño, -murmuró otra vez para sus adentros, tan bajito, tan bajito, que dudaba mucho que alguien hubiera podido escucharla.
- ¿Extraño?, -dijo entonces la voz, añadiendo a continuación: ¿por qué extraño?.

Aroa no sabía muy bien qué contestar y mucho menos a quién. Permanecía inmóvil allí, donde la había detenido por primera vez la voz, preguntándose si acaso estaba soñando. Era más que posible que se hubiera vuelto a quedar dormida sin pretenderlo y en este preciso momento estuviera soñando. A fin de cuentas, si ya la había ocurrido una vez en el pasado, ¿por qué no podría haberla ocurrido ahora también, a pesar de haber puesto todo el cuidado del mundo para evitarlo?.

- Extraño, -dijo otra vez la voz, para añadir segundos después: raro, singular. Sí, podría decirse que esto es algo extraño, incluso raro, pero con toda probabilidad, singular.
- Pero, ¿quién eres?, -preguntó Aroa, que ya comenzaba a sentirse muy intrigada y hasta cierto punto nerviosa. Después de todo, hablar con alguien que no puedes ver, la parecía la cosa más impropia y desconcertante que la había ocurrido nunca. ¿Por qué te escondes?.
- ¿Que quién soy yo?. ¡Ay, qué risa!. Pregunta que quién soy yo...
- La verdad es que yo no le veo la gracia por ninguna parte, -dijo Aroa, molesta.
- Oh, pues te aseguro que es muy divertido, -contestó la voz. ¿De verdad quieres saber quién soy yo?.
- ¡Pues claro!. ¿Acaso te crees que tengo la costumbre de hablar con desconocidos?, -dijo Aroa, apoyando ambas manos en las caderas, evidenciando de esa forma su disgusto, que, todo sea dicho de paso, iba en aumento.
- Desconocidos, -repitió la voz. ¡A ver!. ¡A ver!. Verbo desconocer...
- ¡Bueno, ya está bien!. Si no dejas que te vea ahora mismo y me dices quién eres, me marcho de aquí inmediatamente.

Hubo unos segundos de silencio, durante los cuales Aroa pensó que quizás el desconocido había visto que su enfado era real y había optado por marcharse. Mejor, pensó, porque si era así, ella también se iría, olvidando para siempre aquél extraño y enojoso asunto que sólo comentaría con su prima Tania cuando tuviera ocasión. Después de todo, ¿a quién más se lo podría contar que la creyera?. También existía la posibilidad de que el desconocido la estuviera observando todavía desde su escondite detrás de la cortina de humo, esperando cualquier otra reacción de su parte. Fuera como fuere, pensase aquél lo que pensase, Aroa no estaba dispuesta a jugar más al escondite, de manera que hizo un nuevo ademán de dirigirse a la puerta:
De acuerdo. ¡Aquí me tienes!.