viernes, 21 de agosto de 2009

Capítulo 3: Aroa en el Mundo de Literaria

Aroa en el Mundo de Literaria

Atravesar una pizarra, incluso si se trata de una pizarra vieja, fea y agrietada por los efectos del tiempo y el uso indiscriminado a que puedan haberla sometido tanto alumnos como profesores, resultó ser una tarea tan sencilla, que apenas tuvo tiempo Aroa de pensar en la física imposible de la acción que acababa de realizar. Razón de más para comentar el hecho, igual de prodigioso, si no sorprendente, que la supuso verse atrapada en el interior de una burbuja transparente de un tamaño tan infinitesimal, que incluso la más imperceptible de las partículas la parecía toda una inconmensurable montaña en comparación. Lejos de sentirse asustada, inquieta o incluso aturdida –reacciones muy humanas que ya había experimentado alguna vez en su vida, como es natural-, la curiosidad fue sin duda la fuerza automotriz que empujó a uno de sus dedos a ponerse directamente en contacto con aquél asombroso material, nuevo para ella. Como consumidora más o menos habitual de golosinas –“que a nadie le amarga un dulce”, como solía decir su madre muy a menudo-, su primer pensamiento fue el de que estaba viajando en el interior de una burbuja fabricada con una sustancia similar a la de la goma de mascar: suave, elástica y fácil de manipular como una barra de plastelina.

El Genio de los Libros, por otra parte, viajaba en su burbuja con un semblante tan serio y compuesto, que Aroa lo comparó, entusiasmada, con aquellos conductores profesionales que llevaban a los señores importantes de un sitio para otro y que cada vez que se apeaban del automóvil –en éste punto no pudo evitar pensar en las grandes limusinas, como las que había visto en infinidad de películas-, su rigidez les hacía parecer auténticos postes telegráficos. Su abuelo, sin ir más lejos, había sido conductor de autobuses toda la vida y aunque ahora estaba jubilado, ella recordaba con cariño las veces que su madre la llevaba a la parada y las dos viajaban gratis. El abuelo no descuidaba su atención de la carretera en ningún momento, pero siempre encontraba la ocasión de mirar hacia el lugar donde ella estaba sentada y dedicarle una mueca divertida que la hacía reir. Solía ser, por lo general, cuando llegaban a una parada, segundos antes de que subieran y bajaran los viajeros. Después, el abuelo volvía a centrar toda su atención en la carretera y así continuaban de parada en parada, hasta retornar otra vez al punto de partida, donde se despedían de él dándole un beso y preguntándole si iba a llegar pronto a comer, para esperarle todos con la mesa preparada.

A veces se maravillaba de tener una memoria tan estupenda. Por eso pensó que sería una buena idea grabar en su cabeza todo aquello cuanto la estaba sucediendo, porque de alguna manera que no acababa de comprender en su totalidad, intuía que iba a ser algo importante.

De cualquier forma, en tan extraño y fantástico viaje, no podían faltar miríadas de lucecitas de colores que Aroa identificó, a falta de una explicación mejor, con estrellas: rebaños de estrellas que bailaban alegremente entre medias de pinturescas nubes, cuyos colores eran tantos y variados como un fantástico arcoiris. También era cierto que ella nunca había visto un arcoiris natural, pero las fotos de su libro de física eran una prueba suficiente para ella de que tales fenómenos existían incluso en ciudades tan contaminadas y abarrotadas de gente, coches y tendidos eléctricos como Madrid.

Por extraño que parezca, no se planteó la cuestión del tiempo hasta que las burbujas se detuvieron, paralela la una con la otra, frente a una especie de señal gravitacional –a falta de otra explicación mejor, la comparó con las boyas que flotan sobre la superficie del mar-, cada uno de cuyos cuatro brazos indicaba una dirección determinada hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales.

En el sentido de cada uno de dichos brazos, se extendía un sendero iluminado que desembocaba en una enorme puerta, cuyo color, supuso Aroa, tenía relación con el lugar que se señalizaba en el cartel y que de hecho, constató, le servía también de fondo. De tal manera, que los carteles quedaban distribuidos, aproximadamente, de la siguiente forma:

El primero, aquél que señalaba en dirección norte hacia la puerta blanca, decía, textualmente: “un tiro de burbuja hacia la Historia”; junto a él, aunque señalando en dirección sur hacia una puerta de color naranja, otro cartel especificaba lo siguiente: “dos tiros de burbuja hacia la Poesía”. Horizontales a estos, existían otros dos carteles más; uno que señalaba una puerta de color violeta situada hacia el este que decía “tres tiros de burbuja hacia el Teatro” y otro que señalaba hacia una puerta de color dorado situada en dirección oeste, que a su vez indicaba “cuatro tiros de burbuja hacia la Narrativa”.

Lejos de dejarse impresionar en cuanto a la dirección a seguir, Aroa interrogó al Genio de los Libros con la mirada, encogiéndose de hombros. Al fin y al cabo, poco le importaba dirigirse en uno u otro sentido, porque pensaba que detrás de cada una de las puertas, las cosas que pudiera encontrar serían posiblemente igual de aburridas que las clases de la señorita Gutiérrez y pensar en ello tenía el consabido efecto de desanimarla.

Por otra parte, bueno es indicar que ella hubiera preferido continuar disfrutando de tan fantástico viaje, amparada en la seguridad de aquélla frágil burbuja que a pesar de todo la había llevado sana y salva hasta allí, protegiéndola de cualquier peligro que hubiera podido acecharla en el exterior, aunque ella no se hubiera percatado todavía de ninguno.

“¿Y ahora qué?”, -pensó para sus adentros, sin dejar de observar las curiosas reacciones del Genio de los Libros en el interior de su burbuja: unas veces serio, otras riendo y otras haciendo divertidas muecas, como si con ello pretendiera imitar a los payasos de la tele y conseguir que ella le recompensara con una sonrisa. Por fin, como si hubiera tomado una determinación, su burbuja se puso lentamente en marcha. Y cuando lo hizo, la burbuja que transportaba a Aroa la siguió, a pesar de que ella posiblemente hubiera deseado continuar el viaje en cualquier otra dirección.

- Animo, amiga mía, -oyó comentar al Genio de los Libros. He pensado que te gustaría comenzar tu visita al Mundo de Literaria entrando por la puerta dorada, aquella que nos llevará directamente al País de la Narrativa. Te aseguro, y en esto no creo equivocarme, que podrás disfrutar de muchas y divertidas aventuras que te harán pasar ratos muy agradables.

Algún tiempo después, cuando llegaron al pie de la puerta, Aroa pudo darse cuenta de que franqueando a ésta por ambos lados, había dos hermosas columnas que sustentaban la plataforma superior de lo que en un principio consideró, por referencias, como un edificio de características muy parecidas a aquellas curiosas ruinas grecolatinas que había tenido ocasión de contemplar en las fotografías de los libros de Historia.

- ¡Qué columnas más bonitas!, -comentó Aroa, contemplándolas con sincera admiración.
- Somos algo más que bonitas, -dijo entonces una voz desconocida, con un extraño acento metálico.
- ¡Hala!. ¡Unas columnas que hablan!, -exclamó Aroa, viendo asombrada cómo de la parte superior de ambas columnas unos ojos la miraban y unas bocas apenas comenzaban a bostezar como si acabaran de despertarse de un confortable y profundo sueño.
- ¡Jovencita!. ¡No seas vulgar!, -dijeron ambas columnas al unísono, añadiendo acto seguido: has de saber que nuestros orígenes pertenecen al más depurado y fino estilo corintio y gracias a ello reunimos las mejores cualidades de nuestras primeras antepasadas, las columnas jónicas y dóricas. ¿Acaso no has visto los maravillosos capiteles formados por dos cuerpos, que reúnen las hojas de acanto y también las volutas?.
- Lo siento mucho, señoras columnas corintias, -se disculpó Aroa, mirando al Genio de los Libros, quien por toda respuesta se encogió de hombros, desentendiéndose del asunto como si con él no fuera la cosa.
- Deseamos visitar el País de la Narrativa, -dijo el Genio de los Libros, no obstante, acto seguido, guiñando un ojo a Aroa en señal de amistosa complicidad.
- Si ese es vuestro deseo, ¡entonces entrad y sed bienvenidos!, -contestaron las columnas, en el mismo instante en el que se abrían las enormes puertas doradas y Aroa pudo contemplar el principio de un curioso mundo.

De cualquier forma, aunque Aroa no había realizado muchos viajes a lo largo de su vida, sintió dentro de sí misma lo excitante que resulta visitar un lugar extraño, sobre todo cuando se trata de un lugar que ni siquiera aparece en los mapas que utiliza la gente y del cuál ningún libro de Geografía tiene constancia alguna, ni siquiera por remotas o legendarias referencias. Tan abstraída se encontraba considerando tal circunstancia, que no se dio cuenta de una señal intermitente que limitaba la velocidad de las burbujas, tal y como los semáforos limitan la velocidad de los automóviles y les previenen de cuándo deben detenerse y cuándo continuar la marcha.

Tampoco se percató de cómo el Genio de los Libros refrenaba la suya y se quedaba ligeramente retrasado. Lo comprendió todo segundos después, al escuchar una estridente sirena y ver a su lado una burbuja con luces parpadeantes en la parte superior, cuyos colores variaban del azul al blanco y al rojo en continua sucesión, y en la que viajaba un curioso personaje que vestía un austero uniforme azul, en cuyo pecho se apreciaba una placa de policía. Cuando se detuvieron a un lado del camino, el agente, que tenía unos bigotes enormes, muy parecidos, pensó Aroa, a los del viejo gato de angora de su vecina, dijo en tono grave y autoritario:

- Multa por exceso de velocidad.
- Pero yo no lo sabía, señor agente, -protestó Aroa, sin saber exactamente qué falta había cometido, cuando ni siquiera era ella quien conducía la burbuja, sino más bien lo contrario: la burbuja la conducía a ella.
- ¡No lo sabía!. ¡No lo sabía!. ¡Niña, no seas mentirosa!, -contestó el agente, añadiendo a continuación: ¿Sabes lo que pasaría si hubieras tenido una colisión con un pensamiento o con una burbuja de transporte, cargada de palabras dispuestas para ser consignadas en un libro de posterior impresión?.
- Pues no..., -dijo Aroa, visiblemente abrumada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
- Pasaría que con toda probabilidad alguien perdería el hilo imaginario que teje la madeja fundamental de su sueño y es posible que el mundo se quedara para siempre sin una buena historia.
- Lo siento mucho, -se disculpó Aroa.
- Con sentirlo no vale, -añadió el agente, inflexible, atusándose pensativo el bigote. Después, sacando una libreta del bolsillo superior de la chaqueta, dijo: como medida preventiva para reparar tan grave falta, tendrás que capturar al menos una docena de pensamientos errantes.
- ¿Pensamientos errantes?, -preguntó Aroa, que apenas entendía nada de todo cuanto le estaba diciendo el agente.
- ¡Exacto, señorita!. Pensamientos errantes, -repitió el agente, preguntando desconfiado: ¿acaso no sabes lo que son los pensamientos errantes?.
- Pues la verdad es que no, señor agente, -respondió Aroa muy respetuosa, como su madre le había dicho que debía tratar a las personas mayores que ella, tal y como establecen las normas de una meritoria educación.
- ¡Hum!. ¡Hum!, -exclamó el agente, sin dejar de observarla con curiosidad. Todo el mundo sabe lo que son los pensamientos errantes. Por lo tanto, si tú no lo sabes, deduzco que no eres de por aquí.
- Claro que no, -se apresuró a responder Aroa, haciendo graciosos aspavientos con las manos, viendo una posibilidad de escapar de aquélla extraña situación en la que se hallaba inmersa sin haberlo pretendido.
- ¡Ajá!, -dijo entonces el agente, apuntándola con un dedo acusador. ¿Eres por casualidad del Mundo de la Poesía?.
- No...
- ¿Del Mundo del Teatro?.
- No...
- ¿Del Mundo de la Historia, entonces?.
- No, tampoco.
- Pues he de suponer, en vista de las pruebas circunstanciales, que eres una persona extranjera en el País de Literaria. A ver, ¡muéstrame tu pasaporte!. ¡Vamos!. ¡Vamos!.
- ¡Pero yo no tengo pasaporte!, -se quejó Aroa.
- Si no tienes pasaporte, has de presentarme al menos una persona ciudadana que responda por ti. Es la Ley.
- Ciudadana: de una ciudad. Ley: precepto dictado por la suprema autoridad en que se manda o prohíbe una cosa. Yo respondo por ella, agente, -dijo el Genio de los Libros, que no había abierto la boca para nada hasta entonces. Esta encantadora señorita es una invitada personal de la Reina Inspiración.
- ¡Ah!. ¡Por supuesto eso lo cambia todo!, -dijo el agente, mostrándose amabilísimo a partir de entonces. No obstante, -señaló, llevándose una mano hacia la gruesa libreta de multas-, una sanción es siempre una sanción. Aún así, y como deferencia a nuestra bienamada Reina Inspiración, consideraré justificada una pequeña rebaja: ¡sólo tendrá que capturar media docena de pensamientos errantes!.

Aprender a capturar siquiera un solo pensamiento errante, resultó ser una tarea más fácil de pensar, valga la redundancia de la expresión, que de hacer. La cuestión fundamental estribaba en que primero había que tener la habilidad suficiente para saber identificar un pensamiento, fuera éste del tipo u origen que fuese. Y una vez conseguida tal finalidad, asegurarse de que fuera un pensamiento errante o un pensamiento sedentario.

Ella había aprendido, en el transcurso de las clases de Historia, que al principio los hombres –incluso en las épocas en las que apenas se diferenciaban del mono-, habían sido nómadas por naturaleza. Es decir, que viajaban constantemente de un sitio para otro sin permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Vamos, que eran “culos de mal asiento”, como decía su abuelo. Supuso entonces que no sería una mala idea imaginar que los pensamientos errantes estarían siempre en continuo movimiento y debido a este detalle, serían fáciles de distinguir de los demás porque no llevarían un rumbo fijo, de similar manera a como suelen hacer las personas que no tienen un hogar estable para vivir y a las que se denomina, por regla general, indigentes o vagabundos. Pero aún así, sabiendo todas esas cosas, quedaba por resolver la cuestión fundamental: ¿por dónde debía comenzar a buscar?.

Pensando acerca de ello, quiso la suerte que no muy lejos del lugar donde se encontraba, descubriera un impresionante edificio en forma de cúpula –muy parecido a aquellos otros edificios con cúpula que coronan los centros de investigación donde se estudian y clasifican las estrellas y que reciben el nombre de observatorios astronómicos-, en cuyo frente y en letras grandes, negras y góticas, podía leerse el siguiente cartel:


“CENTRO GUTEMBERG DE IMPRESIÓN,
ELABORACIÓN Y PUBLICACIÓN DE
PENSAMIENTOS”


Como es natural, supuso que en un sitio de semejantes características podría encontrar a alguien que pudiera orientarla en su búsqueda y hasta quizás ayudarla a cumplir satisfactoriamente la sanción impuesta por el inflexible agente, puesto que el Genio de los Libros, sin mediar palabra alguna, había desaparecido, dejándola completamente sola y a merced de las circunstancias.

A medida que caminaba hacia el edificio en cuestión, volvió a leer el anagrama, cuyas letras, según se iba acercando, le parecían cada vez más y más grandes, y recordó vagamente algunas cosas que hacían referencia a la vida y obra de Gutemberg, que en su día fueron comentadas en clase por don Jerónimo, el profesor de Historia y Geografía. Recordó, por ejemplo, que había sido la persona que inventó la imprenta allá por el año 1440, cuando todavía existían los torneos entre caballeros; la Península Ibérica continuaba prácticamente dominada por los árabes y la gente, supersticiosa en exceso, pensaba que más allá del inmenso océano sólo existían terribles monstruos marinos y un sobrecogedor vacío, capaz de tragarse todo cuanto se atreviera a acercarse por allí. Sabía también que gracias a él, la gente se ahorró el enorme esfuerzo de tener que copiar a mano los manuscritos, aunque recordó que don Jerónimo, que conocía muchas cosas, comentó que en esa época los manuscritos y las grandes bibliotecas sólo estaban al alcance de los nobles y por supuesto del clero, que los guardaba y conservaba en monasterios como verdaderos tesoros.

Así mismo, recordó también los comentarios que se referían a la legendaria Biblioteca de Alejandría, destruida durante el reinado de Cleopatra VII Filopator por una rebelión popular, que fue sofocada con ayuda de las tropas romanas de Julio César, que llegaron a Egipto en persecución del derrotado Pompeyo. Alejandría, ciudad fundada por Alejandro Magno, donde se encontraba también la que todavía hoy día es considerada la séptima maravilla del mundo antiguo: su Faro. En esa ciudad, según había explicado don Jerónimo, a modo de anécdota, fue dibujado sobre papiro el mapa más antiguo que se conoce de la Península Ibérica, basado en una de las obras del geógrafo griego Artemidoro.

Con referencia a ello, existían anécdotas históricas que la gustaban o al menos conseguían atraer su atención lo suficiente como para que las clases de don Jerónimo se le hicieran más amenas y cortas. Como la leyenda de la fundación de Roma por los gemelos Rómulo y Remo, amamantados y criados por una loba; los amoríos de Paris y Helena y la posterior destrucción de Troya; el halo de leyenda de la historia de Alejandro Magno y el nudo gordiano, así como su posterior comentario en el que decía, más o menos, que poco importaba cómo se cortaran los nudos, siendo lo importante el hecho en sí de cortarlos; lo que quería decir, grosso modo, que lo importante no radicaba en cómo hacer las cosas, sino en hacerlas; la romántica historia de amor de Marco Antonio y Cleopatra y la muerte de ésta última a consecuencia de la mordedura de una serpiente de la especie conocida como áspid; la célebre frase de Julio César cuando atravesó el río Rubicón –alea jacta est-, que algunos eruditos traducen como “la suerte está echada” y otros como “los dados están lanzados”; la historia de Mausolo, un sátrapa o gobernador de un provincia persa, la magnificencia de cuya tumba –considerada también como otra de las maravillas del mundo antiguo-, dio posteriormente origen a la palabra mausoleo, referida a las grandes sepulturas; las aventuras de María Antonieta y su famoso collar; la Revolución Francesa de 1789, cuando el pueblo derrocó la monarquía absolutista del rey Luis XIV, también conocido como el Rey Sol.

Había muchas cosas más, por supuesto; tantas, que sería muy difícil recordarlas todas en un momento determinado. Don Jerónimo solía decir bastante a menudo que vivir la Historia a veces “es tan fácil como pasar el tiempo deshojando margaritas”. Y debía de tener razón. Aunque ahora, una vez detenida junto a la puerta encristalada del Centro Gutemberg de Impresión, Elaboración y Publicación de Pensamientos, su atención se dirigió hacia un curioso personaje, tan alto como un pino –pensó Aroa-, que vestía un traje de color azul marino con galones amarillos en las bocamangas de la chaqueta, quien al verla, dijo solícitamente:

- Soy el portero del Centro; si es tu deseo hacernos una visita, sígueme y pasa dentro.

Nunca antes había visitado una imprenta, ni tenía referencias de cómo eran las personas que en ella trabajaban y cuáles eran sus funciones o cometidos, aunque la actividad que podía ver resultaba, sin duda, abrumadora a simple vista.

- Por cierto, -dijo el portero, volviéndose hacia ella repentinamente, un gesto de desconfianza en su cara: ¿eres de las personas a las que les gusta plagiar, con afán, como decía Miguel de Cervantes y Saavedra, de ganar “fama y dineros”?.
- ¿Plagiar?, -exclamó Aroa, que no sabía exactamente lo que significaba esa palabra y temía haberse metido en otro lío sin darse cuenta.
- Plagiar: copiar en lo substancial obras ajenas, dándolas como propias, -dijo el Genio de los Libros, apareciendo a su lado como salido de la nada.
- ¿Dónde te habías metido?, -preguntó Aroa, una vez recuperada de la impresión.
- He estado por ahí, haciendo unas pequeñas aunque necesarias gestiones, -respondió el Genio de los Libros, guiñándola el ojo, acto al que ya estaba de sobra acostumbrada.
- Ya veo, -dijo Aroa, visiblemente enfurruñada, actitud que adoptaba cada vez que no la gustaba alguna cosa.
- Damas y caballeros, -dijo entonces el portero, llamando la atención de todos los allí presentes. Tengo el gusto de anunciaros la visita de una encantadora señorita. ¡Levantaos, acercaos y presentaos!.
- ¿Habla siempre así?, -cuchicheó Aroa al oído del Genio de los Libros, mientras se aguantaba las ganas de reír.
- Es un amante de la poesía, -contestó éste sonriendo también, agregando: por eso hace rimas todos los días.

Cuando todos dejaron de trabajar, prestando atención a los requerimientos del portero, Aroa se sintió un tanto culpable, pensando que quizás por su causa se había interrumpido una labor importante. Tal es así, que se ruborizó, ocultándose como pudo detrás del Genio de los Libros.

- ¡Alto ahí!, -exclamó el portero, haciendo exagerados aspavientos con las manos cuando vio que todos se acercaban sin orden ni concierto, como si estuvieran imitando a un rebaño de vacas desbocadas. Las buenas presentaciones comienzan por mantener el orden y las posiciones.
- Parece alguien importante, -volvió a cuchichear Aroa al oído del Genio de los Libros, observando como todos, sin protestar, obedecían los requerimientos del portero, guardando un orden poco menos que perfecto.
- Los que son caballeros, permiten siempre que las mujeres hablen primero.
- Encantada, -dijo una esbelta mujer, quizás demasiado maquillada para el gusto de Aroa, que lucía un elegante traje de llamativos colores. Yo soy Doña Preposición, la parte invariable de la oración y de palabras o términos, denoto su relación.
- Hola, -dijo a continuación un caballero vestido con un impecable traje de frac, que tenía una barriga enorme y prominente. Soy Don Adverbio y me considero tan elegante y soberbio, que modifico la significación de mi buen amigo el Señor Verbo.
- Presente, -dijo éste, quitándose el sombrero de la cabeza e inclinándose cortésmente a continuación. Soy el Señor Verbo y de mí se puede pensar que soy una palabra que representa una idea y varío de número, persona, tiempo y modo, según conveniente lo crea.
- Mi nombre es Sustantivo y como bien sabe la gente, tengo una existencia real e independiente.
- Yo soy el Pronombre y cuando la ocasión lo requiere, sustituyo al Nombre.
- Señores Adjetivos, -dijo el portero, llegados a aquél punto de las presentaciones: ¿serían tan amables de presentarse como es debido?.
- Me llaman Superlativo y soy el más grande de todos los adjetivos, -dijo uno, que en efecto, era enorme y destacaba de todos los demás, que eran mucho más bajitos.
- Yo soy Ordinal y mi función, como todo el mundo sabe, es básicamente numeral, -dijo otro.
- Yo me llamo Gentilicio, -dijo un tercero-, y denotar origen, patria o nación es mi ilustre oficio.
- Mi nombre es Calificativo, -añadió un cuarto-, y apunto la calidad del sustantivo: alto, bueno, negro o blanco. Mi función, como ves, importa tanto.
- Yo, como que soy Determinativo, señalo la extensión del Sustantivo.
- Yo soy Comparativo, -añadió el último y por añadidura, el más triste de todos los Adjetivos-, y comparo a uno y otro sustantivo.
- Parece triste, ¿no crees?, -comentó Aroa al Genio de los Libros.
- Suele ser muy susceptible, -contestó el Genio de los Libros-, porque se comenta por ahí que comparar es odioso y en cierto modo él se siente personalmente responsable. Pero como es su obligación, no tiene más remedio que hacerlo, aunque a la gente a veces no les agrade.
- ¡Correo urgente!. ¡Correo urgente!, -se oyeron unas voces que procedían de la entrada. Acto seguido, apareció un gracioso personaje, que vestía un impecable uniforme de cartero, zurrón incluido colgado en la espalda y patines en los pies.
- Carta para la señorita Aroa, -dijo cuando llegó hasta el sitio donde se encontraban todos reunidos.
- ¿Para mí?, -dijo ésta, mirando sorprendida al Genio de los Libros, pues era la primera vez que recibía una carta e ignoraba que allí pudiera conocerla alguien.
- Tiene el sello real, -dijo éste, echando un vistazo por encima del hombro de Aroa. Debe de ser un asunto importante. Vamos, ¿a qué esperas?. ¡Abrelá!.

El sobre, en opinión de Aroa, tenía un color rosa muy agradable a la vista, aunque fuera de un color que a los chicos no les agrade demasiado. Y en efecto, tal y como había dicho el Genio de los Libros, el membrete estaba formado por un logotipo o dibujo donde una corona muy bonita imperaba sobre las páginas de un libro abierto. La nota, escrita en cartulina del mismo color que el sobre, decía lo siguiente:

Inspiración, Reina del Mundo de Literaria,
tiene el placer de invitar a la señorita Aroa a
visitar su palacio, donde será huésped de honor
durante todo el tiempo que ella desee,
pudiendo honrarnos con su participación
en el Gran Concurso Literario.

- Supongo que tenemos que irnos, -dijo el Genio de los Libros. No es educado hacer esperar a nadie y mucho menos a la Reina.
- Pero no puedo irme ahora, -objetó Aroa, apesadumbrada. Todavía tengo que capturar la media docena de pensamientos errantes que...
- ¡Deuda condonada!, -dijo otro peculiar personaje que entró inmediatamente detrás del cartero y se presentó a sí mismo como el Heraldo Real.Condonar, -murmuró el Genio de los Libros, añadiendo a continuación: perdonar. Bien, ¿a qué estamos esperando?.

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