domingo, 30 de agosto de 2009

Capítulo 4: Aroa y la Reina Inspiración

Aroa y la Reina Inspiración

En contra de lo que Aroa esperaba, el medio de transporte utilizado en ésta ocasión para viajar hasta el Palacio de la Reina Inspiración, situado no demasiado lejos, aunque tampoco demasiado cerca del Centro Gutemberg de Impresión, Elaboración y Publicación de Pensamientos, no fueron las burbujas que la habían llevado hasta aquél fantástico mundo, sino unos formidables caballos alados, parientes –según las oportunas explicaciones del Genio de los Libros-, de aquél otro soberbio caballo mitológico de nombre Pegaso, que fuera compañero de aventuras del héroe Perseo, aquél que, si hemos de hacer caso a los cronistas de la Grecia clásica, rescatara a la encantadora princesa Andrómeda de las garras de Kraken, el más terrorífico y monstruoso de los Titanes, confinado por Zeus –el Padre de los Dioses-, en una monumental prisión submarina.
- ¿Te había dicho alguna vez que en el Mundo de Literaria cualquier cosa es posible?, -gritó el Genio de los Libros, mientras volaban contra el viento por debajo de las nubes y Aroa se aferraba con fuerza a las bridas de su caballo, literalmente muerta de miedo.

En contra de lo que mucha gente piensa acerca de las ventajas y el placer que suponen los viajes aéreos, Aroa era una persona que siempre había sentido auténtico pánico a volar. Es muy posible que aquella aversión a las alturas la hubiera heredado, entre otras muchas cosas –según decía la gente, aunque también es verdad que pensaba que muchas veces la gente habla solo porque tienen lengua- de su madre, que prefería cualquier medio de transporte antes que el avión.

Aunque el viento le daba en la cara, alborotándole el cabello que tan cuidadosamente su madre peinaba todos los días por la mañana temprano, Aroa no sentía ni la más ligera sensación de frío en el cuerpo. De vez en cuando se atrevía a abrir los ojos y mirar lo que había debajo de donde ellos volaban. Pero lo hacían tan alto, en su opinión –también es cierto que subirse en una silla y mirar hacia abajo la parecía ya de por sí demasiado alto-, que inmediatamente los volvía a cerrar, aferrándose con más fuerza aún, si cabe, a las bridas del caballo, rezando con fervor para no caerse.

-Es una verdadera lástima que no mires hacia abajo y puedas apreciar el maravilloso paisaje que se extiende ante nosotros, -oyó comentar al Genio de los Libros. Pero como comprendo que el miedo es libre y no hay por qué avergonzarse de ello, te voy a describir, lo más detalladamente posible, los lugares por los que estamos pasando. “De pequeños principios resultan grandes fines”, solía decir mi buen amigo Alejandro Magno, que fue alumno de Aristóteles, uno de los filósofos más grandes de la Antigüedad. De manera que, aunque no puedas verlo con los ojos, sí puedes abrir las puertas de tu imaginación y pensar en un mundo donde los ríos son de tinta de múltiples y hermosos colores; en un mundo donde no hay montañas escarpadas con aterradores e insuperables precipicios cubiertos eternamente de hielo y nieve, sino colinas de suave pendiente y agradable césped donde retozar, meditar, leer y escribir bajo un sol esplendoroso cuya temperatura se mantiene siempre constante porque no existe otra estación aparte de la primavera; un mundo cuyo corazón –en la Tierra es el núcleo, la parte central del planeta-, es la Cultura y donde todos los sueños tienen unas artesanas guardas con titulares de oro; un mundo donde impera el orden, pero no la injusticia; un mundo donde todos los ciudadanos son importantes por el sencillo hecho de serlo y donde no existen diferencias ni rivalidades ni imposiciones ni violencias; un mundo, en definitiva, mi querida amiga, con ciudades impolutas y gente feliz.
-¿Feliz incluso si tienen que volar?, -preguntó Aroa, sin atreverse a abrir los ojos, siquiera después de todo lo descrito por el Genio de los Libros.
-El que no te guste algo, no quiere decir que tengas que sentirte necesariamente diferente o desdichada, -dijo el Genio de los Libros, añadiendo acto seguido: mira, ya estamos llegando.

Aroa abrió entonces los ojos, en un acto reflejo, dándose cuenta de que los caballos hacía rato que no volaban –lo supo sobre todo porque desde hacía unos minutos no sentía el viento en la cara-, sino que andaban al trote por un camino empedrado cuyas baldosas, repletas de letras de diferentes tamaños y colores, formaban frases que iban cambiando a medida que ellos avanzaban. Así, por ejemplo, Aroa pudo leer, entre otras, las siguientes:

-Lo que tenemos que aprender lo aprendemos haciéndolo.
-La esperanza es el sueño de un hombre despierto.
-Vivir sin amigos no es vivir.
-Aquél que todo lo aplaza no dejará nada concluido ni perfecto.
-Son frases que dijeron hace milenios hombres sabios como Aristóteles, Cicerón y Demócrates, -explicó el Genio de los Libros, mientras Aroa descubría al frente las excelencias del Palacio de la Reina Inspiración –que tenía una forma bastante extraña, en su opinión-, y también los impresionantes jardines aledaños, donde se podían admirar muchas flores de variados tamaños, formas y colores.
-Son flores de papel, -especificó el Genio de los Libros-, hechas a mano siguiendo los métodos tradicionales de la papiroflexia.
-¿Papiro qué?, -exclamó Aroa, a quien aquélla palabra, sin saber muy bien por qué, se le antojaba poco menos que impronunciable.
-Papiroflexia, -repitió el Genio de los Libros, explicando acto seguido: se puede definir con ésta palabra la acción o efecto de doblar el papiro o papel y darle forma a nuestro gusto o conveniencia.
-¡Ah, bueno!, -dijo Aroa, mirando con cierto temor las enormes puertas del castillo, donde dos fornidos soldados con alabardas de madera en la mano y espadas del mismo material colgadas al cinto, montaban guardia.
-Es una invitada personal de la Reina Inspiración, -dijo el Genio de los Libros, a modo de explicación.
-¡Está bien!. ¡Que pase!, -dijo uno de los soldados, apartándose a un lado.
-¡Alto ahí!, -dijo el otro, poniéndose en medio una vez que Aroa y el Genio de los Libros comenzaron a dar los primeros pasos hacia el interior.
-¿Qué ocurre ahora?, -cuchicheó Aroa.
-No está bien entrar sin presentarse adecuadamente, -dijo el mismo soldado, sin moverse del sitio.
-Caballeros, tengo el enorme placer de presentarles a la señorita Aroa, -dijo el Genio de los Libros, señalándola y haciendo una graciosa reverencia.
-Bien, bien, -dijeron ambos soldados al unísono, cantando a continuación:

Somos los Guardianes de Palacio,
Entra por tu voluntad y camina despacio.

-Es el ritual de rigor, -explicó uno de los soldados cuando pasaron por su lado.
-Te habrás dado cuenta de que éste no es un palacio corriente, -comentó el Genio de los Libros mientras atravesaban una larga galería, en cuyas paredes cuadros de variada temática ofrecían al visitante una deliciosa visión del Arte.
-Pues ahora que lo dices..., -dijo Aroa, mirando los cuadros con interés, recordando una ocasión en la que la dirección del colegio donde estudiaba las llevó a todas a visitar el Museo del Prado.
-Es una réplica perfecta, -continuó explicando el Genio de los Libros-, de los zigurats que se levantaban en la antigua Babilonia. Los zigurats eran torres con forma de pirámide escalonada que formaban parte de los templos caldeos, asirios y babilónicos. Su nombre proviene de la palabra asiriobabilonia zaqasu, que significa, mas o menos, estar elevado. Los cuadros, como podrás suponer, son también réplicas exactas de las obras de los grandes maestros de la pintura, de todas las épocas y lugares y sus temáticas obedecen a diferentes estilos y corrientes artísticas. Los que ves a tu derecha, corresponden al estilo denominado expresionista, que es aquél que no considera el objeto a pintar como fuente de imitación, propiamente hablando, sino que pretende ir más allá de lo que se ve a simple vista. Todos estos fueron pintados por Kandinsky, Paul Klee, Kokoschka y Beckman. Estos otros, los de la izquierda, son de carácter impresionista; es decir, del tipo de escuela que reproduce la naturaleza basándose sobre todo en la impresión interior que nos produce en realidad. Estos cuadros fueron realizados por Monet, Renoir, Sisley, Pissarro, Cézanne e incluso allí, al fondo, tienes uno que corresponde a la etapa joven de Pablo Picasso.
-Qué interesante, -dijo Aroa, escuchando con atención las explicaciones del Genio de los Libros, deteniéndose frente a un cuadro en particular, en cuyo pie una chapita dorada decía:

Vincent van Gogh
Groot Zundert, 1853-Auvers sur Oise, 1890)
“Autorretrato”


-Parece muy serio, ¿no crees?, -comentó Aroa.
-En cierto modo, supongo que tenía motivos más que suficientes para estarlo, -contestó el Genio de los Libros. Hacia el final de su vida, sufrió un ataque de locura que le llevó al suicidio. Fíjate que sus cuadros valen hoy una auténtica fortuna y sin embargo, cuando estaba vivo, no consiguió vender ninguno. Solía decir que cuando tenía ganas de rezar se asomaba a la ventana y miraba las estrellas. Entre sus obras más importantes, destacan Los Girasoles, El puente de l’Anglois, La Arlesiana, Alrededores de Auvers y Terraza del café de Arlés.
-¿De quién son aquéllas estatuas tan impresionantes?, -preguntó Aroa, impresionada, cuando entraron en una sala circular donde docenas de estatuas de mármol, de tamaño natural, parecían custodiar los aledaños de cuatro tramos de escaleras que ascendían hacia lo alto.
-Pertenecen a hombres muy inteligentes, cuyos descubrimientos en Física y Matemáticas marcaron un hito en la historia de la Humanidad, -dijo el Genio de los Libros. Este de aquí es Arquímedes, matemático y físico griego, nacido en Siracusa, que descubrió el principio que lleva su nombre. Precisamente aquél que dice que “todo cuerpo sumergido en un líquido pierde parte de su peso, igual al del volumen de agua desalojado”.
-Sí, creo que he oído hablar de él en las clases de Física, -dijo Aroa. ¿Quién es aquél otro?, -preguntó a continuación, señalando hacia una estatua que representaba a un hombre con peluca, chaqueta larga con grandes bolsillos a los lados y una especie de medias o polainas, muy parecidas a las que usan los toreros, que le llegaban prácticamente hasta las rodillas.
-Oh, se trata nada más y nada menos que del bueno de sir Isaac Newton, que fue un matemático, físico, astrónomo y filósofo inglés nacido en 1642 en Woolsthorpe, Inglaterra.
-Sí, también he oído hablar de él, -comentó Aroa, quien haciendo memoria, dijo: ¿no fue el que formuló las tres leyes fundamentales de la dinámica?.
-En efecto, mi querida amiga, así es -dijo el Genio de los Libros, sonriendo satisfecho.
-¿Sabes?. Lo recuerdo muy bien porque me costó mucho trabajo aprenderme los tres enunciados, que luego tuve que describir en una pregunta de examen. ¡Y vaya examen!.
-¿Has oído hablar de Pitágoras?, -preguntó entonces el Genio de los Libros, poniendo a prueba sus conocimientos.
-Pues claro, -respondió Aroa, divertida. ¿Acaso crees que no estudio?.
-Entonces supongo que sabrás que fue precisamente él quien demostró que “en un triángulo rectángulo...
-...la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”, -completó Aroa el enunciado del teorema, cantándolo alegremente.
-Sobresaliente.

En la planta siguiente –la segunda, si guardamos un conveniente orden-, también descubrieron numerosas estaturas que, a tamaño natural y rasgos físicos perfectamente cincelados en la inmortalidad del mármol, representaban a hombres que habían dedicado su vida a la exploración y cuyo recuerdo había quedado grabado para siempre en la memoria histórica de la Humanidad, por la importancia que para ésta tuvieron sus descubrimientos.

-Este de aquí es Cristóbal Colón, -explicó el Genio de los Libros-, cuyos orígenes aún continúan siendo un enigma para los historiadores. Descubrió el Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492 y demostró la esfericidad de la Tierra, echando a pique multitud de teorías falsas. Ese otro, de poblada barba y gesto sombrío debajo del sombrero de ala ancha, es Juan Sebastián Elcano, natural de Guetaria, Guipúzcoa, y la primera persona en dar la vuelta al mundo. Lo hizo capitaneando la nao Victoria y tardó aproximadamente tres años en ir a las islas Molucas, a través del Pacífico, volviendo por el Indico y el Atlántico. Corría el año de 1522 y cuando regresó a España fue recibido por el rey Carlos V en Valladolid. Fue precisamente éste quien le hizo entrega del escudo que puedes ver a sus pies.

Aroa dirigió la mirada hacia los pies de la estatua, donde pudo observar con todo detalle un escudo en el que se representaba un globo terráqueo y una curiosa leyenda en latín:

-Primum circundedisti me..., -leyó Aroa.
-Que quiere decir “fuiste el primero que me rodeaste”, -tradujo el Genio de los Libros. Aquél de allí, ese que tiene el rostro fiero y lleva un caco con plumas en la cabeza y un peto de metal en el pecho, es Vasco Núñez de Balboa, a quien se atribuye el descubrimiento del océano Pacífico en la fecha aproximada del 29 de septiembre de 1513, así como también el descubrimiento del istmo de Panamá.
-¿Qué es un istmo?, -preguntó Aroa, que aunque la palabra no le era en absoluto desconocida, no lograba rescatarla satisfactoriamente del interior de sus recuerdos.
-El istmo se puede definir como aquella porción de tierra que une dos continentes o una península con un continente, -explicó el Genio de los Libros.
-¿Quién es ese otro?, -preguntó Aroa, señalando hacia un personaje, de rostro menos severo que el anterior, el cuál portaba un mapa en una mano y un compás en la otra.
-Se trata de Juan de la Cosa, -contestó el Genio de los Libros-, y fue la persona que hizo el primer mapa del Nuevo Mundo, allá por el año de 1500. Los caballeros que están a su lado son Francisco de Orellana, que navegó el río Amazonas en busca de Eldorado –según la leyenda Eldorado era una ciudad perdida en la jungla donde había oro a raudales, que avivó la codicia de los conquistadores, perdiendo muchos de ellos la vida buscándola-, y Rodrigo de Triana, el marinero que alertó a Colón, y de hecho, el primero en divisar tierra, encaramado como estaba en el mástil de vigía de la Pinta, una de las tres carabelas que llevó Colón en su viaje a América. Las otras dos fueron la Niña y la Santa María.
-¿Y aquél otro?, -preguntó Aroa, señalando a un no menos adusto personaje que se hallaba situado al lado de uno de los tramos de escalera. Precisamente en el tramo de escalera hacia el que se dirigían para continuar su excursión hacia arriba.
-Es Ponce de León. Descubrió la Florida mientras buscaba la Fuente de la Eterna Juventud, guiada su imaginación por una leyenda que le había sido referida por una indígena. Estos de aquí –continuó con las presentaciones el Genio de los Libros-, son también exploradores, aunque de épocas más recientes. Déjame hablarte de James Cook, Roald Amundsen, Richard E.Byrd y David Livingstone. El capitán James Cook fue un navegante inglés, nacido en Marton in Cleveland en 1728. Descubrió las costas de Australia, Nueva Zelanda y Nueva Caledonia, así como varios grupos de islas del océano Pacífico. Fue autor del libro Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo. Murió asesinado en las islas Sándwich en 1779, por un grupo de indígenas furiosos.
-¡Caray!, -exclamó Aroa asustada, preguntándose qué haría para enfurecer tanto a los nativos.
-El que está a su lado, es el doctor David Livingstone, explorador y misionero inglés, nacido en Blantyre en 1813. Sus exploraciones se refieren al ámbito del continente africano, donde exploró la región de Kalahari, descubriendo el lago de Ngami. Entre 1851 y 1853 descubrió y exploró el río Zambeze, descubriendo las cataratas Victoria en 1855. Diez años más tarde trató de encontrar, aunque sin éxito, los orígenes del río Nilo.
-¿Quiénes son estos, que parecen esquimales?, -preguntó Aroa, señalando a dos personajes –uno de ellos en el estribo de un trineo de perros-, que vestían gruesas ropas de abrigo.
-Son Roald Amundsen y el almirante Richard E.Byrd, -dijo el Genio de los Libros, comentando segundos después: Roald Amundsen fue un explorador noruego nacido en Borge en 1872. Fue el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, en el año 1911. Desapareció en el Polo Norte en 1928, cuando a bordo de un hidroavión buscaba el dirigible Italia de Nobile. El almirante Richard E.Byrd fue un marino y explorador estadounidense nacido en Winchester en 1888. Se le encuadra dentro de la categoría de grandes exploradores por sus expediciones al Antártico.
-Desde luego, -dijo Aroa, estremeciéndose repentinamente como si hubiera sido alcanzada de lleno por una corriente de aire helado-, no me gustaría nada viajar a sitios tan fríos e inhóspitos.
-Mira siempre el lado positivo del asunto, -argumentó el Genio de los Libros: gracias a ellos, la humanidad sabe algo más del planeta en el que vive.

Después, echando a andar hacia las escaleras de mármol que ascendían a las siguientes plantas, añadió:

-Ven, sígueme. Todavía tengo que presentarte a mucha gente, antes de que conozcas personalmente a la Reina Inspiración.

La tercera planta, dedicada a los grandes genios de la Música, apenas se diferenciaba de las anteriores, salvo por el detalle, quizás, de que las estatuas de los músicos se encontraban situadas en el centro de la estancia, formando, por su posición –en opinión de Aroa-, algo semejante a una fantástica orquesta de mármol.

Tal vez de todas ellas, destacaba la figura menuda de un hombre joven sentado al piano:

-Tengo el honor de presentarte a Wolfgang Amadeus Mozart, al que considero el mayor genio musical de todos los tiempos, -dijo el Genio de los Libros, cuando se acercaron a escasos centímetros de la estatua del pianista.
-¿Por qué llevaban peluca?, -preguntó Aroa, tremendamente curiosa.
-Bueno, -contestó el Genio de los Libros-, supongo que porque las modas no son exclusivas de una época o nación en particular. Si mal no recuerdo, los egipcios solían utilizar también pelucas y maquillaje desde hace la nada despreciable cantidad de 3000 años. En Francia, por ejemplo, la peluca de rizos que llegaba hasta la cintura fue introducida por el Rey Sol, es decir, Luis XIV, y se convirtió en un signo de autoridad.
-Qué curioso, -exclamó Aroa, volviendo a centrar su atención otra vez sobre la figura del pianista.
-Como te iba diciendo, Mozart era de nacionalidad austríaca. Nació en Salzburgo en 1756 y con apenas cuatro años de edad, ya demostró unas actitudes innatas para la música, por lo que fue enseguida considerado un niño prodigio. Leopold, su padre, también era músico y posiblemente gracias a él, el joven Wolfgang Amadeus se dio a conocer como concertista de piano y violín, viajando por toda Europa. Aunque sólo tenía treinta y cinco años cuando murió, su creatividad musical fue tan intensa, que de todo aquello cuanto compuso, destacan, a fe mía, numerosas óperas como Las bodas de Fígaro, Don Giovanni o La flauta mágica; 41 sinfonías y 27 conciertos para piano; numerosas cantatas religiosas, misas, el ofertorio Ave Verum –la parte de la misa donde el sacerdote ofrece a Dios la hostia y el vino del cáliz antes de consagrarlo-, así como el inolvidable Réquiem.
-Se puede decir que no perdió el tiempo, -dijo Aroa, sinceramente maravillada ante tanta actividad creativa, aunque continuaba pensando que aquél tipo de música jamás estaría entre sus preferidas ni haría que desplazara a Enrique Iglesias de su corazón.
-Ya sé lo que estás pensando, -dijo el Genio de los Libros, sonriendo. Te aseguro que cualquiera de ellos fue en su época lo que tus cantantes favoritos representan en la actualidad en la tuya. Fíjate, si no, en aquél de allí.
-¿Aquél que tiene el pelo tan largo y alborotado, que parece la pelambrera de un león?, -preguntó Aroa, mirando hacia donde le había indicado previamente el Genio de los Libros.
-Sí, en efecto, -contestó éste, divertido por semejante comparación. Es, nada más y nada menos, que Ludwig van Beethoven, compositor alemán nacido en Bonn en 1770. No se puede decir que tuviera una vida cómoda y fácil. Padeció siempre muchos problemas; problemas de índole económica, amorosa y física. Ludwig era sordo...
-¿Cómo pudo entonces componer música siendo sordo?, -preguntó Aroa, bastante desconcertada.
-¿Por qué las personas invidentes, por ponerte un ejemplo, desarrollan hasta límites insospechados otros sentidos, como el tacto?, -exclamó el Genio de los Libros. Yo pienso que era tal su afán de superar la adversidad, que la música nacía en su mente y fluía a través de las yemas de sus dedos. Y lo hacía de manera magistral. A las pruebas me remito, con sus 9 sinfonías; las 32 sonatas para piano; los 17 cuartetos; los 5 conciertos para piano; un concierto para violín; la ópera Fidelio; la Misa Solemnis o el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos.
-¡Caray!, -exclamó Aroa, sacudiendo las manos como si se hubiera quemado los dedos frente a tan febril actividad.
-A su lado está otro genial compositor alemán, -continuó explicando el Genio de los Libros: Johann Sebastián Bach, nacido en Eisenach en 1685. Abarcó todos los géneros musicales y dio una forma definitiva a la fuga.
-¿La fuga?, -preguntó Aroa, pensando por un momento que quizás Johann Sebastián Bach se había escapado de prisión.
-La fuga consiste en una composición musical o en parte de ella, que gira alrededor de un tema y su contrapunto, repetidos por diferentes tonos, -explicó el Genio de los Libros. Su obra, como la de los demás, es también bastante extensa: 190 cantatas religiosas; las llamadas Pasiones, una según San Mateo, otra según San Juan y otra según San Lucas; la monumental misa en sí menor; los oratorios, Navidad y Pascua o los 6 conciertos de Brandeburgo. A su lado, aunque posteriores a él, se encuentran Piotr Ilich Tchaikovski, compositor ruso nacido en Votkins en 1840 y el compositor francés Claude Debussy, nacido en Saint-Germain-en-Laye en 1884. Del primero son de destacar sus óperas, como Eugenio Oneguin o La dama del pique; sus 6 sinfonías, incluida la llamada Patética, compuesta poco antes de morir; los tres conciertos para piano, así como los ballets El lago de los cisnes, La bella durmiente del bosque y Cascanueces. A Claude Debussy, compositor de ritmos imprevistos y de orquestación expresiva, llena de matices, se le puede engrosar en las filas de los impresionistas. ¿Te acuerdas de lo que hablamos acerca de los cuadros de algunos pintores y el género al que pertenecían?.
-Pues claro, -dijo Aroa, pensando que era una niña pero no por ello olvidadiza.
-Bien, -continuó el Genio de los Libros. De sus obras destacan los Nocturnos para orquesta; los poemas sinfónicos, como Preludio a la siesta de un fauno o El mar; la música de escena para El martirio de San Sebastián y la ópera Pelleas y Melisandra. Contemporáneos de éste, más o menos, fueron también aquellos tres geniales músicos españoles que ves allí, al fondo: Enrique Granados, Isaac Albéniz y Manuel de Falla. Enrique Granados, pianista y compositor nacido en Lérida en 1876. Está considerado, junto con Isaac Albéniz, el creador de la música contemporánea española. Entre su legado a la posteridad, destacan: las obras para piano, como Goyescas, Danzas españolas; música de cámara y las óperas María del Carmen y Goyescas. Esta ópera, Goyescas, se estrenó en 1916 en el Metropolitan Opera de Nueva York. Enrique Granados murió en el viaje de regreso, cuando el barco en el que viajaba –el vapor inglés Sussex-, fue torpedeado en el Canal de la Mancha por un submarino alemán. De Isaac Albéniz, puedo decirte que nació en Camprodón en 1860 y entre sus magníficas composiciones, destacan la zarzuela San Antonio de la Florida; la ópera Pepita Jiménez y su obra pianística: Cantos de España, Recuerdos de viaje e Iberia, una suite de doce piezas.
-¿Qué es una suite?, -preguntó Aroa, animándose cada vez más a medida que se desarrollaban las explicaciones del Genio de los Libros; explicaciones, por otra parte, que la parecían cada vez más interesantes.
-Una suite es una obra musical que se compone de una serie de piezas parecidas, las cuales forman entre sí un conjunto, -explicó encantado el Genio de los Libros, añadiendo acto seguido: por último tenemos a Manuel de Falla, compositor nacido en Cádiz en 1876. De joven estudió en Cádiz y en Madrid, ganando, en 1905, el concurso de la Academia de San Fernando con la ópera La vida breve. Más tarde, en 1907, se trasladó a París, donde permaneció hasta 1914, fecha en la que comenzó la primera de las grandes guerras mundiales del siglo XX. Allí conoció a otros autores, de los que ya hemos hablado, como Isaac Albéniz y Claude Debussy, así como también a Paul Lukas y Maurice Ravel. A esa época pertenecen Cuatro piezas españolas, Tres canciones y Siete canciones populares españolas. Cuando regresó a Madrid, compuso El amor brujo, El sombrero de tres picos y Noches en los jardines de España. Conoció a Federico García Lorca, un gran poeta español, con el que organizó en Granada, en 1922, el Festival de cante jondo. En 1939, fecha en la que comenzó la segunda de las guerras mundiales, se trasladó a Argentina. Allí comenzó La Atlántida, obra que no pudo terminar y que fue concluida por su discípulo Ernesto Halffter y estrenada en 1961.
-¿Por qué no la pudo terminar él?, -preguntó Aroa.
-Porque murió antes de poder hacerlo, -contestó el Genio de los Libros. De ahí la importancia que tiene aprovechar bien el tiempo. De vivir cada día con intensidad, como si fuera el último. Y sobre todo, de vivir aprendiendo y poniendo en práctica todo aquella cuanto hemos aprendido.

Los personajes de la cuarta planta estaban representados por las estatuas de algunos inventores, cuya contribución al progreso de la Humanidad les había otorgado un sitio de honor en la memoria colectiva del mundo.

-Alessandro Volta, -dijo, refiriéndose a uno cuya vestimenta le resultaba familiar a Aroa, por haberla observado previamente en otros personajes, como Isaac Newton. Fue un físico italiano nacido en Como en 1745. Se le deben varios inventos, entre los cuales destaca, sin duda, la pila eléctrica. Junto a él se encuentra Thomas Alva Edison, físico e inventor norteamericano nacido en Ohio en 1847. Entre sus descubrimientos, podemos citar la lámpara de incandescencia, el perfeccionamiento del gramófono y el micrófono, así como la construcción del primer ferrocarril eléctrico. También se le atribuye el descubrimiento del denominado “efecto Edison” o termoiónico.
-¿El “efecto Edison”?, -exclamó Aroa, esperando la oportuna explicación del Genio de los Libros.
-Oh, sí, -no tardó éste en explicar: se trata de un fenómeno de conducción eléctrica, que se produce cuando se transportan electrones desde un filamento incandescente a un electrodo. Este de aquí –continuó con la presentación de los demás personajes-, es Enrico Fermi, físico italiano nacido en Roma en 1901. Dirigió la construcción del primer reactor nuclear y obtuvo la primera reacción en cadena. Fue Premio Nobel de Física en 1938. A su lado se encuentra Isaac Peral, marino e inventor español nacido en Cartagena en 1851. Continuó los estudios de Monturiol sobre la navegación submarina y diseñó un submarino propulsado por un motor eléctrico, cuya maqueta se puede encontrar en el Museo Naval de Madrid.
-¿Quiénes son aquellos dos que se parecen tanto?, -preguntó Aroa, señalando hacia dos personajes de rasgos físicos bastante parecidos, que permanecían a ambos lados de un curioso aparato, cuyas formas la recordaron las alas delta utilizadas por algunos locos –como ella los consideraba, seguramente por su propia aversión a volar-, en los vuelos sin motor.
-¡Ah, sí!, -respondió el Genio de los Libros. Se trata de los hermanos Orville y Wilbur Wright, a quienes se atribuye la invención del aeroplano. Cerca de ellos, apenas a unos pasos más atrás, se encuentra William Henry Fox Talbot, físico británico nacido en Lacock Abbey en 1800. Descubrió el proceso para impresionar papel como negativo fotográfico; proceso, permíteme que te lo diga, que es considerado como el origen de la fotografía moderna.
-¡Anda!, -exclamó Aroa, observando al personaje en cuestión, cuya poblada barba le recordó a un intelectual de los muchos que ella había tenido oportunidad de ver en la televisión y de cuyas conferencias o exposiciones apenas entendía nada debido al complicado tecnicismo de su lenguaje.
-Por último, -continuó hablando el Genio de los Libros-, tengo el enorme placer de presentarte al que es, posiblemente, el físico más grande del siglo XX: Albert Einstein...
-¡A ese le conozco yo!, -exclamó Aroa, completamente alborozada, mirando la figura de cabellos alborotados, como si hubieran recibido una descarga eléctrica de muchos voltios, que representaba al personaje en cuestión. ¿No fue el que inventó la ecuación de la energía?. Aquella que dice que la energía es igual a la masa por la aceleración al cuadrado...
-Eso es, -dijo el Genio de los Libros, satisfecho, agregando acto seguido: la fórmula de la cuál se halla, justamente, representada a sus pies.

Como pudo comprobar Aroa, el Genio de los Libros tenía razón. A los pies de la estatua y grabada en una plaquita de metal, podía leerse la siguiente ecuación:

E = mc2

- Sentó también las bases de la Teoría de la Relatividad y fue Premio Nobel de Física en 1923. El día 4 de marzo de dicho año, el rey Alfonso XIII le hizo entrega del título de académico, en el transcurso de una solemne ceremonia celebrada en la Real Academia de Ciencias de Madrid. Junto a él se encuentra Ernest Rutherford, considerado como el padre del átomo. Fue Premio Nobel de Física un año antes que Einstein, en 1922.

Terminada de visitar esa planta, llegaron por fin a la última de las plantas, por supuesto de carácter circular también, como todas las anteriores, donde alrededor de una mujer de gran belleza y exquisita elegancia –que de diseño Aroa entendía bastante y no era la primera vez que afirmaba convencida que de mayor quería dedicarse a ello-, se arremolinaban una serie de variopintos y curiosos personajes. Antes incluso de que el Genio de los Libros se lo dijera, Aroa ya sabía que se trataba de la Reina Inspiración. No por la corona que llevaba puesta en la cabeza y que despedía mil reflejos cuando la luz de las lámparas incidía sobre ella, y que era todo un símbolo inequívoco de su rango y categoría, sino, quizás, por ese porte de regia autoridad que emanaba de su persona –semejante, en opinión de Aroa, a aquél otro halo deslumbrador, comparativamente hablando, que corona la cabeza de los santos, y que ella había podido ver en multitud de estampas y postales-, y que la hacía destacar de todo el mundo. Aunque nunca hasta entonces había tenido la oportunidad de ver a un rey o a una reina en persona, Aroa pensaba –a juzgar por las veces en que sí había podido ver alguno en la televisión, sobre todo al rey don Juan Carlos y a la reina doña Sofía-, que eran especiales y nadie como ellos para conocer los prolegómenos de la etiqueta y la elegancia. Sobre este particular, la Reina Inspiración estaba bastante más que bien asesorada –pensó- y el vestido de raso, de color cielo, de larga y extendida cola que se le ceñía a la cintura como un guante a la mano, le pareció, sencillamente, exquisito y sensacional.

Para más detalles, observó que tenía un cabello rubio y largo tan ligero y brillante, que a Aroa se le ocurrió pensar durante un momento que el sol había descendido sobre su cabeza, quedándose allí a vivir para siempre. Sí la sorprendió, no obstante, la familiaridad que en ella despertaban sus ojos grises, de los cuales –aún sin llegar a hacer de momento una identificación positiva en su memoria, cosa que la fastidiaba bastante-, la recordaban constantemente a alguien; posiblemente a alguien muy cercano a ella, tan cercano que no la extrañaría nada que estuviera a punto de pisarlo y no se diera cuenta, como solía decir muy a menudo su abuelo. A punto estaba de comentárselo al Genio de los Libros cuando la Reina Inspiración, acercándose a ella con la mano extendida, dijo con la voz más dulce y encantadora que ella hubiera escuchado en toda su vida:

-Yo soy la Reina e Inspiración me llamo; si quieres conocerme, acércate y coge mi mano.

Aroa así lo hizo, sintiendo que una especie de curiosa sensación de magnetismo había impulsado su mano hasta cerrarse sobre la suave mano de la Reina Inspiración.

-Gracias por tu amabilidad al aceptar mi invitación y sé bienvenida a mi reino, -dijo a continuación, acercando los labios a su oído para después, dirigiéndose a todos los demás, añadir en voz alta y clara: mis queridos y nobles amigos, permitidme reclamar vuestra atención y poder presentaros a una entrañable jovencita llamada Aroa, que ha tenido la gentileza de venir a compartir su tiempo con todos nosotros.
-Somos las Musas y alegres cantamos, y a la persona que pide, ideas le damos, -dijeron tres risueñas mujercitas ataviadas con livianas túnicas de un color blanco inmaculado, mientras danzaban con desenfreno alrededor de ella.
-Su origen es mitológico y eran, además, las compañeras del dios Apolo, -confió la Reina.
-Yo soy la Historia, -dijo después una mujer de amplias, amplísimas caderas y rostro severo surcado, así se lo pareció a Aroa, por mil arrugas.
-Las mil arrugas de la Historia, -volvió a cuchichear la Reina Inspiración al oído de Aroa.
-Y yo el Ensayo, -añadió un estirado caballero, poblado mostacho incluido, colgándose a continuación del brazo de la Historia.

Después, marcándose unos estudiados pasos de baile –Aroa supo que se trataba de un vals porque así se lo dijo la Reina Inspiración-, añadieron al unísono:

-Somos la Historia y el Ensayo, y formamos una linda pareja, como la gallina y el gallo.
-Yo soy la Poesía, -dijo después una esbelta mujer, que tenía el cabello negro azulado peinado con graciosos bucles que le caían en cascada sobre los hombros y sus manos portaban un arpa-, y la rima es mi fuerte; si quieres ganarme, inténtalo y ...¡que tengas suerte!.
-Hola, pequeña. Déjame que te diga que yo soy la Novela y también el Relato; y a veces el cuento, para pasar el rato, -se presentó un curioso personaje cuyo aspecto, túnica plateada ribeteada de lunas y estrellas así como bonete en la cabeza, le pareció a Aroa de lo más curioso y provocativo, y sobre todo sorprendente, pues cambiaba de fisonomía constantemente, tal y como hacen los camaleones con el color de su piel y que según se había comentado en clase de Ciencias Naturales, les servía como camuflaje frente al ataque de los posibles depredadores del mundo animal.
-Bien, ahora que has conocido a algunos de los principales Géneros, -intervino la Reina Inspiración, bueno es que conozcas también a algunos autores cuyas obras son consideradas como auténticas y universales genialidades. ¿Ves a aquél caballero de encopetado traje negro y frente despejada, que conversa con ese joven de cabellos albinos y tez pálida; precisamente aquél que sostiene una calavera en la mano y no deja de repetir constantemente “ser o no ser”?.
-Sí, majestad, -contestó Aroa, pretendiendo ser lo más educada posible para estar a la altura de la ocasión, encantada de encontrarse, como se encontraba, en lo que parecía ser una recepción de gente importante como esas con las que había soñado tan a menudo y en las que siempre había deseado estar cuando fuera mayor y famosa.
-Son William Shakespeare y Hamlet, -dijo la Reina Inspiración, a modo de confidencia. En cierta manera, se puede decir que son padre e hijo. O si lo prefieres, creador y obra. Shakespeare es, posiblemente, el más universal y genial de los autores teatrales de todos los tiempos. Conocido con el sobrenombre de “el Cisne de Avon” –nació en Stratford upon Avon, Inglaterra, en 1564-, en sus obras principales desarrolló con genial maestría temas tan controvertidos y humanos como son la crueldad, el machismo, el amor, la travesura, la dictadura, la duda, los celos y algunos otros. Hamlet pertenece a la duda y representa a ese tipo de personas inquietas y confundidas que siempre tienen una pregunta en los labios: ¿por qué esto?. ¿Por qué lo otro?. ¿Por qué sí?. ¿Por qué no?.
-¡Hola...y adiós!, -dijo en aquél preciso momento un escurridizo personaje, pasando como una exhalación junto a Aroa y la Reina Inspiración.
-¿Quién es ese?, -preguntó Aroa, divertida.
-Oh, se trata tan solo del protagonista de un relato hiperbreve.
-¡Ah, bueno!.
-¿Ves aquél joven que está allí sentado, tan serio, pensativo y melancólico?, -preguntó la Reina Inspiración, señalando al frente con la mano extendida. Es un matemático inglés. Se llama Lewis Carroll y le está escribiendo un cuento a su querida amiga Alicia. En su imaginación se está fraguando un mundo maravilloso, con personajes muy interesantes que ella conocerá a lo largo de sus aventuras.
-Debe de ser una persona muy afortunada la tal Alicia, -dijo Aroa, mientras pensaba que a ella nadie la había escrito nunca nada, aunque su abuelo la sentaba muchas veces en sus rodillas y la contaba infinidad de historias, seguramente inventadas, aunque desde luego muy amenas y divertidas.
-En realidad, Alicia no fue un personaje de ficción, sino una niña de carne y hueso tan real como tú. Tenía aproximadamente tu misma edad cuando conoció a Carroll y su verdadero nombre era Alice Liddell. Junto a él, aunque apenas se conocen, está Charles Perrault, escritor francés nacido en París en 1628. Posiblemente hayas leído alguno de sus cuentos, pues han alimentado la imaginación de casi todos los niños del mundo: El gato con botas, Caperucita roja, Barbazul y Cenicienta.
-Los he leído todos, -dijo Aroa, que no quería que la Reina Inspiración pensase que era una niña sin apenas cultura.
-¿Ves aquél de allí?, -preguntó la Reina Inspiración.
-¿Quién?. ¿El gordito?, -exclamó Aroa, mirando en la dirección indicada.
-Sí, aunque no sea moralmente correcto dirigirse a la gente por su aspecto o defecto físico, -amonestó la Reina Inspiración, pero no había severidad ni enfado en su voz.
-Lo siento mucho, majestad, -se disculpó Aroa, interiormente mortificada al pensar que había cometido una falta grave delante de la Reina, prometiéndose a sí misma no volver a repetirlo nunca en el futuro.
-Se llama Jonathan Swift, y es un escritor nacido en Dublín en 1667. A su lado podemos ver a Gulliver, su personaje principal y el único de todos los presentes que ha tenido el privilegio de estar en el País de Lilliputh.
-¿El País de Lilliputh?, -preguntó Aroa, extrañada, pues jamás en su vida había oído hablar de dicho país ni sabía, por tanto, en qué continente se podía encontrar.
-El País de Lilliputh –explicó pacientemente la Reina Inspiración-, es un país imaginario creado por la fantasía del escritor para situar el lugar donde se desarrollan las aventuras de su personaje. Todos sus habitantes son enanos, de modo que cuando el mar arrastró hasta la costa el frágil madero sobre el que se sostenía a duras penas Gulliver, víctima involuntaria de un naufragio, fue considerado un monstruoso gigante por su estatura.
-Supongo que la gente de Lilliputh se asustaría muchísimo al verlo, -comentó Aroa, curiosa por conocer el final de la historia.
-Al principio sí, -dijo la Reina Inspiración. Pero después se hicieron todos grandes amigos. Junto a él, con el pelo blanco peinado hacia atrás y la barba extensa y prominente, puedes ver a mi querido amigo Julio Verne, novelista francés nacido en Nantes en 1828. Se puede decir, en líneas generales, que fue el creador de la novela científica y geográfica. Su obra literaria es tan extensa, que tardaría mucho en comentártela. Pero puedo asegurarte que fue el creador de maravillosas novelas como 20.000 leguas de viaje submarino; Cinco semanas en globo; Viaje al centro de la Tierra; La vuelta al mundo en 80 días; Miguel Strogoff y De la Tierra a la luna. A su lado puedes ver a algunos de sus personajes más conocidos. Aquél que lleva puesto un traje negro de inmersión y sostiene una escafandra en la mano, es el siniestro capitán Nemo, comandante del submarino Nautilus. Hablando con él, y luciendo un impecable uniforme imperial, se encuentra el capitán Miguel Strogoff, correo del zar de Rusia. Y algo más apartados, el refinado gentleman [1] inglés Willy Fogg y su fiel criado Rigodón. Detrás de ellos puedes ver a Johann Wolfgang von Goethe, escritor alemán nacido en Frankfurt en 1749. Aunque estudió leyes en Leipzig y Estrasburgo, su verdadera vocación fueron, sin duda, las letras. Algunas de sus obras son consideradas universales. De ellas te puedo citar dos de las más conocidas, como son Las cuitas del joven Werther y Fausto. Precisamente ambos están dialogando con él.
-¿Quién es ese extraño señor que anda de puntillas junto a ellos, como intentando no perder detalle alguno de su conversación?, -preguntó Aroa, a quien nunca habían agradado, en absoluto, las personas demasiado curiosas, que se entrometían siempre en los asuntos de los demás.
-¿Te refieres a ese que lleva capa y traje de color rojo y que por su aspecto cualquiera puede pensar que está preparado para la algarabía de unos carnavales?, -preguntó a su vez la Reina Inspiración.
-Sí, en efecto. A él me refiero, -dijo Aroa.
-Se trata de Mefistófeles, -explicó la Reina Inspiración-, y es un personaje con el que debemos de tomar siempre muchas precauciones.
-¿Tan peligroso es?, -preguntó Aroa, que aunque no le gustaba el individuo en cuestión, tampoco veía motivos por los que debiera tener un cuidado especial con él.

La Reina Inspiración sonrió con dulzura, comprendiendo que las dudas de su joven invitada se debían a la inocencia propia de su edad.

-Por supuesto que sí, -dijo. Representa la personificación del Mal y su misión consiste en tentar a los hombres a cambio de la condenación de su alma. De hecho, tentó de tal manera al ingenuo Fausto, que sólo la pureza de corazón de Margarita –es aquélla joven de hermosos cabellos rubios que ves allí sentada, junto a la fuente-, pudo redimirle en el último momento. Creo, si no me falla la memoria, que en nuestros archivos todavía guardamos la copia del contrato original firmado por Fausto y Mefistófeles, en el que el primero se compromete a entregar su alma a cambio de la juventud y el amor de Margarita.
-¡Jolín, qué cosas!, -exclamó Aroa, sin poder reprimirse.
-Ven, -dijo la Reina Inspiración, ofreciéndola otra vez su mano. Todavía te falta conocer a otros autores y personajes.

Dicho y hecho, la Reina Inspiración la condujo hacia un rincón donde un hombre de descuidados y largos cabellos así como barba de semejantes características, con el torso desnudo y los pantalones hechos jirones, se hallaba sentado debajo de una palmera, oteando con interés un horizonte supuestamente imaginario que únicamente él podía ver.

-Su nombre es Robinson Crusoe y nació de la portentosa imaginación del escritor inglés Daniel Defoe, -presentó la Reina Inspiración, añadiendo poco después: Daniel Defoe fue un escritor inglés nacido en Londres en 1660. También escribió obras como Moll Flanders y Diario del año de la peste.
-¿Por qué está tan sucio y desharrapado?, -preguntó Aroa, experimentando cierta sensación de desagrado ante el lamentable aspecto que presentaba el personaje.
-Porque tuvo la desgracia de ser víctima de un naufragio en alta mar y lleva varios años viviendo en una isla desierta, -contestó la Reina Inspiración.
-Pobrecito. Ahora lo entiendo, -dijo Aroa, cuyo buen corazón la hizo compadecerse inmediatamente de la situación del pobre náufrago. ¿Y se quedó para siempre solo en esa isla sin poder hablar con nadie?, -preguntó a continuación, pensando en lo terrible que tenía que ser verse en una situación semejante, abandonado de la mano de Dios.
-Claro que no, -dijo la Reina Inspiración. Allí conoció a un indígena que venía huyendo de los caníbales de una isla vecina, al que bautizó con el nombre de Viernes. Por fortuna para él, un barco que casualmente pasó cerca le recogió, devolviéndole otra vez a la civilización.
-¡Menos mal!, -resopló Aroa, estremeciéndose involuntariamente cuando escuchó la palabra caníbales, pues ese tipo de cosas la daban un miedo terrible.
-Hola, -dijo de improviso un muchacho descalzo y con aspecto de golfillo, acercándose hasta donde estaban ellas.
-Tengo el gusto de presentarte a Huckleberry Finn, -dijo la Reina Inspiración, añadiendo a continuación: no encontrarás a nadie mejor que él para enseñarte los lugares más interesantes que puedan existir a todo lo largo y ancho del río Mississippi.
-Bueno, majestad, -dijo el golfillo, haciendo una graciosa reverencia. Si vuestra excelencia me lo permite, he de añadir que sí existe otra persona que seguramente es mucho mejor que yo.
-¿Quién?, -preguntó Aroa, observándole con interés.
-Mi padre, por supuesto, -contestó el golfillo sonriendo con descaro.
-Es obvio que se refiere al escritor norteamericano Mark Twain, -explicó la Reina Inspiración. Por cierto –añadió un segundo después, echando un vistazo a su alrededor-, no le veo por aquí. Bien, supongo que no tardará mucho en llegar, pues todos los años nos ha honrado con su presencia. Mira, por allí viene Peter Pan. ¡Qué muchacho más incorregible!. ¡Siempre volando!.

En efecto, tal y como había afirmado la Reina Inspiración, un curioso muchacho con pecas en la cara y un traje verde –gorro y pluma incluido, al estilo medieval-, se dirigía volando directamente hacia ellas, los pies juntos y los brazos estirados a modo de alas.

-Estoy buscando a Wendy, -dijo, aterrizando suavemente a su lado.
-Mi querido amigo Peter, ¿he de recordarte tu última promesa?, -exclamó la Reina Inspiración, fingiendo una severidad que Aroa pensó que no tenía en absoluto, pues ya tenía motivos más que suficientes para suponer que todo en ella era dulzura y comprensión.
-Lo olvidé por completo, majestad, -se disculpó Peter, sonrojándose ligeramente.
-Puede que a lo mejor la encuentres en compañía de los Niños Perdidos, -dijo la Reina Inspiración sin darle importancia al asunto, refiriéndose a Wendy.
-¡Claro!. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?, -exclamó Peter Pan, chascando los dedos. Luego, echándose a volar repentinamente, se despidió de ellas, diciendo: ¡hasta la vista!.
- ¡La eterna juventud!, -murmuró la Reina Inspiración, encogiéndose de hombros. Después, dirigiéndose a todos los presentes, añadió con voz clara y concisa: mis queridos amigos, tengo el grato placer de anunciar que desde éste preciso momento y hasta las doce en punto del día de mañana, 26 de marzo, queda abierta la Edición 2001 del Gran Concurso de Literatura, al que todos vosotros estáis invitados a participar.
[1] : caballero.

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