martes, 1 de septiembre de 2009

Capítulo 5: El Gran Concurso de Literatura

El Gran Concurso de Literatura

El anuncio de la apertura del Gran Concurso de Literatura había causado tal expectación entre los numerosos invitados a participar, que incluso Aroa se encontraba presa de una gran excitación, deseando ponerse enseguida manos a la obra y escribir un bonito cuento con el que ganar el premio, aunque no supiera todavía en qué podía consistir éste y si efectivamente existía dicho premio. Nunca hasta entonces había participado en acontecimientos de similares características –si exceptuamos las aburridas redacciones y los trabajos obligatorios que la mandaban en el colegio, un día sí y otro también-, y aquélla inesperada novedad le pareció, en principio, algo decididamente inusual, pero que podía llegar a ser muy divertido. Aunque la Reina Inspiración se había retirado prudentemente a sus aposentos después de la apertura del Gran Concurso –no era en modo alguno recomendable que permaneciera entre los concursantes y pudiera dejar escapar alguna sugerencia que supusiera una ventaja para unos y una desventaja para otros-, la providencia había querido que el Genio de los Libros estuviera cerca y de vez en cuando pudiera hacer alguna puntualización con respecto a algunas cuestiones que ella no tenía lo suficientemente claras. Como nunca en su vida había participado en un concurso, fuera éste de la índole que fuera, era natural que tuviera algunas dudas puntuales, aunque, quizás, la que más la mortificaba en un principio fuera la espinosa cuestión de adivinar por dónde comenzar a escribir. Y en tal sentido, tenía la sensación de que las ideas parecían haber hecho las maletas y haberse marchado de vacaciones al último rincón del planeta, donde ella no pudiera encontrarlas.

Precisamente iba a comentárselo al Genio de los Libros cuando éste, seguramente motivado por la carita de aflicción que puso Aroa cuando le miró, la susurró al oído:

-A lo mejor te ayudaría bastante comenzar buscando un título. De esa manera, puedes continuar inventándote lo demás, utilizándolo como punto de referencia para el desarrollo de la historia que desees escribir.
-Gracias, parece una buena idea, -contestó Aroa, devanándose los sesos, literalmente hablando, buscando un título apropiado que la sugiriese una historia interesante, capaz de sobresalir de todas las demás y hacerse con el premio que, suponía, habría de entregarle al ganador la Reina Inspiración.

Mientras pensaba, miró con curiosidad a su alrededor. Algunos concursantes estaban tan concentrados escribiendo sobre el papel, que Aroa tuvo la impresión de estar viendo estatuas similares a las que había visto a lo largo de las diferentes plantas del palacio-zigurat de la Reina Inspiración. Otros, sin embargo, conversaban tranquilamente entre ellos, intercambiando ideas y opiniones. Tan concentrada estaba pensando sobre el particular, que no se dio cuenta de que Peter Pan aterrizaba por segunda vez a su lado.

-Sigo sin encontrar a Wendy, -dijo, sobresaltándola.

Después, adoptando una expresión ceñuda y meditabunda, añadió antes de alejarse volando otra vez:

-¿Tendrá el maldito capitán Garfio algo que ver con su inexplicable desaparición?.

Aroa no conocía la historia de Peter Pan ni sabía, en consecuencia, quiénes eran Wendy, los Niños Perdidos y el capitán Garfio. Pero como el Genio de los Libros parecía tener todavía el poder de leerla el pensamiento, no tardó mucho en enterarse de toda la historia.

-Todo se debe a la maravillosa imaginación del escritor escocés James W.Barrie, nacido en 1860. La acción se desarrolla en el fantástico País de Nunca Jamás y Peter Pan representa, en mi modesta opinión, al niño que todos llevamos dentro y que prácticamente olvidamos cuando crecemos, aunque de vez en cuando se despierte en nuestro interior y nos pregunte: “¿acaso te has olvidado ya de lo divertido que es jugar a las canicas?”.
-¡Oh!, -exclamó Aroa, simplemente, preocupada porque todavía no había encontrado un título que la agradara lo suficiente como para ponerse a escribir y aquél imprevisto la ponía nerviosa.
-La vida de Barrie –continuó explicando el Genio de los Libros-, no fue tan original y divertida como las aventuras de sus entrañables personajes. Siempre le afectó mucho la muerte de su hermano cuando apenas tenía seis años de edad. En 1894 se casó con la actriz Mary Ansell, pero no tuvieron hijos y hay quien asegura por ahí que el matrimonio no fue muy afortunado. Unos años más tarde, en 1897, conoció a Sylvia Llewellyn y a sus hijos. Fue basándose en las historias que les contaba a estos, como nació el personaje de Peter Pan, el niño que se negó a crecer. De hecho, en Psicología, existe un síndrome que lleva su nombre: síndrome de Peter Pan. Como te decía, por aquélla época, Barrie tenía cuarenta y cuatro años y el libro se publicó en 1906. Fíjate que la historia resultó tan popular, que hubo una primera adaptación cinematográfica en el año 1924. Me refiero, por supuesto, a la versión rodada por H.Brenon, aunque he de reconocer que la más popular es la versión animada de Disney de 1953.

Aroa asintió con la cabeza, pensativa. Cerca de la mesa donde ella se encontraba sentada, observó cómo Julio Verne le comentaba en alto al capitán Nemo:

-¡Albricias, Nemo!. Apenas fallé una treintena de kilómetros cuando realicé los cálculos para situar el lugar de aterrizaje de mi módulo lunar.
-Bueno, maestro. Un fallo lo tiene cualquiera, -contestó éste, cambiándose la escafandra de mano.
-Si, pero es un fallo imperdonable para un miembro del Club de la Prensa Científica al que me honro de pertenecer. ¿Qué pensarán mis colegas de mí?.
-No lo sé, -contestó el capitán Nemo, intentando en vano consolarlo. Pero sí que me consta que los hombres del siglo XX le consideran un genio.
-¡Tonterías, Nemo!, -denegó Julio Verne. ¡El estudio, hombre!. ¡El estudio y la experiencia!. ¡Esa es la clave de todo!. Aunque he de reconocer, por más que esté feo el decirlo, que acerté plenamente cuando elegí Florida como lugar de lanzamiento y el océano Pacífico como lugar de regreso y amerizaje.
-Siempre fue un hombre excesivamente escrupuloso, -apuntó el Genio de los Libros, sentándose junto a Aroa.
-¿Todos los escritores son tan escrupulosos como él?, -preguntó Aroa, que todavía no acababa de encontrar un título adecuado para su historia, por más y más vueltas que le daba al asunto en el interior de su cabeza y su ánimo comenzaba a balancearse peligrosamente en el columpio de la desesperación.
-Si partimos de la base de que cada persona es un mundo, -contestó el Genio de los Libros-, no estaría de más suponer que en cada mundo uno se comporte de manera diferente. Es una sencilla cuestión de método: cada persona tiene que amoldarse a sus propias capacidades. Si Julio Verne no hubiera sido tan escrupuloso para consigo mismo y sus novelas, posiblemente no hubiera sido leído y recordado por astronautas de la talla de Yuri Gagarin, tripulante del módulo lunar Lunik III y héroe de la Unión Soviética, ni se hubiera bautizado un accidente geográfico con su nombre.
-¿Una parte de la Luna lleva su nombre?, -preguntó Aroa, impresionada.
-Sí, -contestó el Genio de los Libros. Es un accidente geográfico que se encuentra en la cara oculta de la Luna y se conoce como Montaña Verne.
-¡Claro!, -exclamó Aroa, repentinamente, mientras una sonrisa iluminaba su cara. ¡Ya lo tengo!.
-¿Qué es lo que tienes?, -preguntó, sorprendido aunque contento, el Genio de los Libros.
-¡Pues qué va a ser!, -dijo ella, cogiendo el bolígrafo con la velocidad del rayo. Tengo una ligera idea de lo que quiero escribir.

El Genio de los Libros no dijo nada, conocedor de lo delicado que puede llegar a ser molestar a una persona cuando las escurridizas Musas han decidido acompañarla en su pensamiento y se dedicó, en completo silencio, a observarla trabajar.

Algunas de las reacciones le llamaron poderosamente la atención. Como por ejemplo frotarse despacio la cara con la yema del dedo anular o dar pequeños golpecitos sobre la mesa con la punta del bolígrafo, murmurando para sí cuando una palabra se la olvidaba. Le resultaba divertido, también, ese rebelde mechón de cabello que la caía sobre la ceja derecha cada vez que agachaba la cabeza y cómo soplaba hacia arriba con los labios para devolverlo a su lugar original. Mantenía las piernas cruzadas, como si estuviera sentada sobre la silla de un columpio y a veces se rascaba la pantorrilla, mirando nerviosa a su alrededor. No hacía falta ser un adivino –aunque él tenía la capacidad de poder leer los pensamientos, pues al fin y al cabo era un genio-, de saber lo que estaba discurriendo por la mente de su joven amiga en aquellos precisos e importantes momentos. Se había tomado el concurso con tanta ilusión, había que reconocerlo, que su único deseo era ganar el premio y demostrarse a sí misma que si se lo proponía, era capaz de cualquier cosa. Y para que no se le olvidara, repetía constantemente una frase que su madre la recordaba a menudo, sobre todo cuando tenía que estudiar: ¡querer es poder!.

Los demás concursantes, veteranos escritores que habían cosechado toda clase de éxitos y fracasos a lo largo de su vida –no dejaba de ser irónico que muchos de ellos obtuvieran la fama y el reconocimiento de los demás después de muertos-, permanecían atentos a sus asuntos, comportándose de muy diversas maneras.

Julio Verne, mesándose nervioso la blanca y poblada barba, continuaba discutiendo con el capitán Nemo, mortificado por su error de cálculo en el aterrizaje de su módulo lunar. Lewis Carroll, solitario en un rincón, pensaba en la posibilidad de escribir una tercera parte –la segunda se titulaba A través del espejo y había sido un gran éxito- donde la pequeña Alicia continuara sus maravillosas aventuras, encandilando con su gracia a todo aquél que tuviera el enorme placer de conocerla. Por supuesto, si quería que la obra fuera inédita y original, debería inventar unos personajes completamente diferentes a los anteriores y hasta es posible que un mundo nuevo por descubrir, siguiendo las pautas marcadas por el nonsense o humor absurdo del que había sido inventor. Al menor era eso lo que Aroa le escuchaba comentar, hablando consigo mismo sin que nada ni nadie le perturbara.

William Shakespeare, que apenas levantaba la cabeza de la mesa donde estaba sentado, escribía con tanta rapidez y seguridad, que Aroa tuvo la certera convicción de que por la mente del inmortal dramaturgo bullía una fuente inagotable de ideas, que ya quisiera ella para sí misma. Cerca de él, Hamlet paseaba de un lado para otro –si el suelo hubiera sido arena de playa, Aroa estaba segura de que a esas alturas sus pies habrían labrado un profundo surco-, sin dejar de susurrarle a la calavera, cuyas mandíbulas, ligeramente abiertas, parecían querer protestar ante los continuos monólogos a los que la sometía el inquieto joven.

Daniel Defoe, bastante más apartado de los demás concursantes, escuchaba pacientemente las recriminaciones de Robinson Crusoe relacionadas con su larga permanencia en la isla desierta, mientras Jonathan Swift interrogaba a Gulliver, ofreciéndole la posibilidad de hacerle vivir nuevas e interesantes aventuras.

Entre unos y otros, le fueron sugiriendo montones de ideas, muchas de ellas novedosas, aunque ella ya tuviera claro el tema sobre el que quería escribir: narraría, con todo tipo de detalles, las impresiones que había tenido durante su visita al Mundo de Literaria, teniendo buen cuidado de ser lo más objetiva posible y no herir la susceptibilidad de nadie.

Manos a la obra, no se percató, en absoluto, de cómo el Genio de los Libros curioseaba, mirando por encima del hombro lo que escribían los demás escritores ni tampoco la cara de satisfacción que puso cuando se acercó otra vez hasta donde estaba ella, observando con profundo interés su manera de crear; viendo como, palabra tras palabra, se iban formando oraciones consecuentes que comenzaban a darle un sentido determinado a la historia que deseaba contar.

Siendo el Genio de los Libros, se sentía como un padre asistiendo al nacimiento de un nuevo hijo. En este caso, un hijo muy especial, como se enteraría Aroa posteriormente.

Por otra parte, el tiempo, algo tan confusamente relativo y difícil de medir, había pasado tan rápido, que apenas Aroa puso la palabra fin como colofón a su historia, escuchó la voz dulce y agradable de la Reina Inspiración, que decía:

-Damas y caballeros, cumplido el plazo establecido por la normativa del Gran Concurso Literario, les ruego entreguen los originales a los ujieres, que pasarán inmediatamente por sus mesas a recogerlos.
-¡Caray, cómo pasa el tiempo!, -murmuró Aroa, al tiempo que le entregaba su manuscrito al hujier en cuestión, quien lo recogió, adoptando una pose tan seria y tiesa, que por un momento Aroa tuvo la sensación de encontrarse frente a un poste telegráfico.

Uno a uno, los ujieres reales –serios y circunspectos en sus vistosos uniformes de época-, fueron recogiendo los manuscritos, depositándolos acto seguido en una mesa presidida por la Reina Inspiración. Junto a la mesa, entre ésta y el Genio de los Libros, que también formaba parte del jurado, había un curioso artefacto, desconocido por completo para Aroa. Tenía la forma, en su opinión, de una incubadora muy similar a las que se utilizan con los recién nacidos en sus primeras horas de vida, con la única diferencia aparente de que el material con el que estaba fabricado no permitía ver lo que había en el interior.

Disponía de una abertura en la parte frontal que permitía la introducción de los manuscritos. Esta labor la llevaba a cabo con extremada prudencia el que, a juzgar por los galones dorados de la bocamanga de su chaqueta, parecía ser el jefe de todos los ujieres.

Cuando el último de los manuscritos hubo desaparecido en el interior de la máquina, el heraldo real, dando un sonoro golpe en el suelo con su bastón, se dirigió a todos los presentes, diciendo:

-Estimados amigos y concursantes, tengo el grato placer de anunciar, en nombre de nuestra ilustre Reina Inspiración, que en breves momentos La Madre fallará el nombre del ganador del Gran Concurso Literario en el que todos ustedes han tenido el privilegio y el deseo explícito de participar.

Dichas estas palabras, el murmullo general que había sido la nota determinante hasta entonces, se transfiguró en un silencio total, solo roto, ocasionalmente, por la voz grave del capitán Nemo, que le susurraba al oído a Julio Verne:

-Tranquilo, maestro. La Madre siempre ha sido justa e imparcial.

Como era la primera vez que visitaba el Mundo de Literaria y participaba en el Gran Concurso, Aroa no sabía muy bien quién era exactamente La Madre. Imaginaba –de eso hasta un tonto se hubiera dado cuenta, sin necesidad de pensar mucho- que se referían al artefacto en el que se habían depositado todos los manuscritos. Pero cuando más pensativa estaba meditando sobre el tema, una voz en su cabeza –la voz de la Reina Inspiración-, la dijo, a modo de explicación:

-La Madre, lógicamente, es la Señora Literatura, una criatura excepcional, tan amante de todo lo escrito como una madre de carne y hueso con sus hijos. Es por eso que toda obra que ve la luz en la imprenta, nace y se desarrolla para el mundo.

Aroa se entusiasmó. Pensó, ilusionada, que si su obra resultaba ganadora y era impresa, sería todo un orgullo para ella, que había sido su creadora y por lo tanto, su madre. Por supuesto, la encantaría saber que tendría vida propia; que su obra descansaría, soñando dulcemente, en las acogedoras baldas de multitud de librerías; que viajaría en tren, en barco o en avión, acompañando a la gente, haciéndoles su desplazamiento más ameno y agradable; que vería el sol en las playas, tostándose feliz junto a su propietario y que recibiría entre sus hojas la visita de alguna flor, de algún trébol de cuatro hojas, símbolo de la buena suerte o de cualquier otro recuerdo entrañable, capaz de dejar huella en los corazones de las personas a las que habría de acompañar toda la vida.

-Sí, -se dijo para sí misma, apenas con un hilo de voz: ¡qué bonito es escribir!. Que todo el mundo se ría con tus ocurrencias o llore con tus penas. Dar vida a personajes, que a su vez vivan una existencia propia, siendo capaces de hacérsela vivir también al lector...

Un nuevo golpe en el suelo producido por el heraldo real, la sacó momentáneamente de su ensoñación. Puesta en pie, la Reina Inspiración miró con expresión neutra a todos los presentes. A su lado, de pie también, el Genio de los Libros sostenía un pequeño papel de pergamino en las manos que, a una indicación de ésta, le entregó solícitamente. El papel, una vez en las manos de la Reina Inspiración, pareció brillar con una luz propia e independiente, como si se hubiera visto envuelto, de repente, en una especie de fantástica combustión espontánea. Al trasluz, Aroa comprobó que había un nombre escrito en letras negras y rezó con fervor para que fuera el suyo. Pensó que pocas veces en su vida se había encontrado tan nerviosa esperando algo –ni siquiera había conseguido este efecto la espera de los resultados de los exámenes finales del colegio-, y cruzó, supersticiosa, los dedos de una mano, que mantenía oculta detrás de la espalda.

A su lado alguien tosió, como hacía ella en ocasiones cuando quería llamar la atención de otra persona y al darse la vuelta, se encontró con el rostro sonriente de James M.Barrie, que la dedicó un animoso guiño, tal y como solía hacer muchas veces el Genio de los Libros cuando deseaba darla ánimos.

-Mis queridos y apreciados amigos, -dijo la Reina Inspiración, llegados a este punto: tengo el grato placer de anunciar que el ganador del Gran Concurso Literario, en su convocatoria correspondiente al año 2001, es...

El silencio ahora era total. Tan espeso, en opinión de Aroa, como un tazón de chocolate al que todavía no se le ha mojado ningún bizcocho. De alguna manera, le recordó la ceremonia de entrega de los Oscars cinematográficos en los Estados Unidos, cuando el presentador o la presentadora llegan a la fase final en la que pronuncian la frase mágica and the winner is...[1], mientras todos los invitados, engalanados con sus mejores trajes, contienen la respiración durante unos segundos interminables, soñando con ser los elegidos.

-...la señorita...
-¡Ay, Dios mío!, -exclamó Aroa, que comenzaba a sentir un repentino y extraño temblor en las piernas, como si de repente se hubiera quedado sin fuerzas para mantenerse de pie.
-...Aroa, -terminó de decir la Reina Inspiración, mostrando una sonrisa de sincera satisfacción en su cara.

A punto de desmayarse de la emoción, Aroa sintió que sus mejillas se encendían como hogueras en la noche de San Juan, mientras la lengua se le pegaba al paladar, tal y como un sello lo hace con el sobre que ha de depositarse en el buzón de correos para ser clasificado y posteriormente enviado a destino.

Incapaz, siquiera, de moverse del sitio, recibió, sin terminar de creérselo, las manifestaciones de congratulación de todo el mundo, incluida la del propio Hamlet que, por una vez en su vida, varió el monólogo, diciéndola con cortés solidaridad:

-Recuerda que cuando se es, es que se es.
-Felicitations, ma cherie [2], -dijo Julio Verne en francés, su idioma natal, estrechándola la mano, con un apretón tan fuerte, que por poco le rompe los huesos de la suya.
-Supongo que aún hay esperanza para la Humanidad, -adujo el capitán Nemo, inclinando respetuosamente la cabeza, aunque sin perder por un momento su extremada severidad.
-El zar se sentirá orgulloso cuando le haga llegar la noticia, -fue el comentario de Miguel Strogoff, que se cuadró militarmente ante ella, haciendo chocar sonoramente los tacones de sus lustrosas botas de montar.
-Congratulations, my charming girl [3], -saludó William Shakespeare, haciendo una graciosa reverencia, al estilo de la época de la reina María Tudor de Inglaterra.

Y así, uno después de otro, fueron todos acercándose hasta ella, felicitándola efusiva y deportivamente por su triunfo. Cuando el último de ellos lo hizo –la casualidad quiso que fuera Gulliver, quien la aseguró que todo el mundo en Lilliputh conocería también la noticia-, se encontró con que era escoltada y prácticamente llevada en volandas por dos ujieres, los cuales la dejaron a escasos centímetros de la mesa donde se encontraban la Reina Inspiración y el Genio de los Libros.

El abrazo que recibió por parte de la Reina Inspiración fue tan personal y entrañable, que por un momento Aroa pensó que estaba en casa y era su madre quien la colmaba de afectos y atenciones, como havía siempre, siendo, como era, hija única.

-Es una gran verdad que en el Mundo de Literaria el dinero no tiene importancia, así como ninguna razón de ser, -dijo, entonces, la Reina Inspiración, mirándola fijamente a los ojos-, por lo tanto, no puedo ofrecerte ningún premio en metálico...

Como no era una persona egoísta, Aroa apenas le concedió importancia a aquella cuestión que nunca la había preocupado, si exceptuamos el hecho –merecido, según ella-, de pedir su pequeña asignación todos los domingos.

-...pero sí es de justicia, sin embargo, -continuó diciendo la Reina Inspiración-, que como justa ganadora del concurso, recibas un premio a tu esfuerzo y labor. No obstante, antes de que nuestro común amigo, el Genio de los Libros, te haga entrega de dicho premio, sería una cortesía por tu parte que dijeras unas palabras, explicando en qué consiste tu obra y cuál es el mensaje que deseas transmitir.
-Pues mi obra..., -titubeó Aroa, enrojeciendo, enfrentándose temerosa a la multitud, que la observaba con curiosidad, esperando que pronunciara un pequeño discurso, como era tradición.

Nunca hasta entonces se había sentido tan pequeña como en aquélla ocasión. Bien es verdad que se sentía orgullosa de haber ganado el concurso y agradecida por el reconocimiento final a su labor. Pero una cosa era escribir tranquilamente, amparada por el anonimato, y otra muy diferente tener que hablar en público, sobre todo si eres una persona vergonzosa y poco experimentada en pronunciar discursos.

-Tarde o temprano tendrás que enfrentarte a la realidad de la vida, -la dijo al oído la Reina Inspiración-, y eso significa, necesaria y evolutivamente hablando, tener que romper moldes. Y el hacerlo requiere tener confianza en uno mismo y ser muy, muy valiente...
-¡Qué fácil es decirlo!, -pensó Aroa.
-Animo, -dijo entonces el Genio de los Libros. Ya verás como lo vas a hacer muy bien.

Como sabía que tenía que tomar una decisión y debía darse prisa en hacerlo, optó por tirarse al ruedo, como solía decir muchas veces su abuelo. De manera que, respirando profundamente –como hacía en las clases de natación antes de sumergirse bajo el agua-, miró a todos y dijo, intentando controlar en lo posible el tono de su voz:

-Pues en mi obra hablo un poco de aventuras. De lo bonito que es viajar y conocer mundo, y también de lo difícil que puede resultar salir de tu ambiente si no tienes un amigo cerca, que te asesore y te eche una mano cuando lo necesites. Gracias.

Fueron unas palabras pronunciadas con tal claridad y en absoluto premeditadas, que incluso ella se sorprendió cuando se escuchó hablar a sí misma. Pero como la gente permanecía quieta en el sitio, sin parpadear ni decir absolutamente nada, pensó, preocupada, que quizá había hecho algo mal. Sin embargo, cuando miró a la Reina Inspiración en busca de consuelo, se encontró con una sonrisa tan deslumbrante, que supo inmediatamente, por instinto, que no tenía por qué preocuparse. Ella fue la primera en aplaudir. Y apenas una milésima de segundo después de hacerlo, se unió un espectacular coro de aplausos, cuya intensidad fue creciendo gradualmente, hasta hacerse ensordecedor.

Aroa, emocionada, no sabía qué decir, excepto muchas gracias cuando alguien se acercaba a ella y volvía a estrechar su mano por segunda vez.

-¡Atención!, -dijo el heraldo real, golpeando con fuerza en el suelo con su bastón, para reclamar la atención de todos. La Reina Inspiración va a proceder, como de costumbre, a hacer entrega del premio.
-Excelente.
-Bravo.
-Muy bien, -dijeron al unísono, cada uno en su lengua vernácula, Julio Verne, Jonathan Swith y William Shakespeare.

Aroa, emocionada como pocas veces en su vida, esperaba, intrigada, saber cuál sería su premio. Algo interesante, sin duda, pensó, observando la expectación con que todos habían acogido las palabras del heraldo real.

-Tu nombre, así como el nombre de tu obra, -dijo entonces la Reina Inspiración, enseñándola un grueso volumen con tapas de oro-, quedarán para siempre grabados en el Libro de Honor de Literaria y serán una eterna referencia para todo el mundo, que podrá acceder a él y saber cosas de la persona que lo escribió.

Y en efecto, abierto el libro por la página en cuestión, Aroa pudo ver su nombre grabado en hermosas letras de oro, así como el título de su obra, cuya forma y tamaño cambiaban constantemente por causa y efecto de una sorprendente animación:
Aroa B.G.
Aroa y el Genio de los Libros
Finalista 2001
[1] Inglés: y el ganador es...
[2] Francés: Felicidades, querida.
[3] Inglés: Felicitaciones, mi encantadora señorita.

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