miércoles, 2 de septiembre de 2009

Aroa y el Genio de los Libros: Final

Final

-Supongo, señorita Aroa, que habrá puesto la suficiente atención como para explicar a todas sus compañeras de clase, cuál es la función de la Literatura y cuáles son sus causas y efectos, -dijo la señorita Gutiérrez, mientras sus ojos grises la observaban con suspicacia detrás del grueso cristal de sus horribles gafas.

Apenas tardó Aroa unas décimas de segundo en contestar, poniéndose tan rápido de pie, que parecía que había sido catapultada por un resorte:

-La función más generalizada de la Literatura, en mi modesta opinión, -dijo, sin apenas sorprenderse por la fluidez con que las palabras surgían de su garganta-, radica en una simple y hermosa cuestión de comunicación. Aunque no sabemos en qué fecha exacta de la Historia el hombre sintió la necesidad de comunicarse con los demás, teniendo conciencia de ello, sí sabemos, sin embargo, que a partir de símbolos, señales y pinturas, hizo realidad el lenguaje, adquiriendo la capacidad de expresarse que, dicho sea de paso, lo diferenciaba de los animales, haciéndole acceder a un nivel superior. Expresar sus deseos, sus sentimientos y su vida, pasó a ser parte esencial de su ser. Por eso, pienso también que el descubrimiento más importante de la Humanidad –aparte del fuego y la rueda-, fue el lenguaje. Y a partir de ahí, la escritura...

Apenas terminó de exponer sus opiniones a la pregunta formulada, Aroa fue testigo de algo que a partir de entonces consideró como un milagro escolar: la señorita Gutiérrez estaba sonriendo. Y en el fondo de sus ojos grises, gélidos como un pedazo de hielo hasta entonces, advirtió algo tan hermoso y tierno, que la trajo a la mente extraños recuerdos que apenas conseguía situar correctamente en aquellos precisos momentos.

-Por un momento temí que te hubieras quedado dormida otra vez, -dijo la señorita Gutiérrez, aunque no había severidad en su voz ni acusación alguna tampoco. Te felicito. Ha sido una exposición excelente. Creo que ni yo misma lo hubiera expresado mejor.

Por una vez, también, Matildita no sonreía, ni alzaba la cabeza con aires de manifiesta superioridad.

Cuando la clase terminó –se le había pasado volando, sin apenas enterarse-, murmuró para sus adentros, mientras caminaba por la calle acompañada de su abuelo:
- Hoy es mi cumpleaños. Tal vez alguien tenga la feliz idea de regalarme un bonito libro.

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