sábado, 31 de octubre de 2009

Capítulo 10

Capítulo 10

Doña Remedios falleció un mes después. La llamada de la dirección del centro psiquiátrico notificándoles tan fatal desenlace, apenas les cogió por sorpresa. De hecho, Maruja tuvo una premonición la tarde anterior que, unida a la gravedad del estado de salud de Doña Remedios hacía vana cualquier esperanza de recuperación.
La mañana, fresca a pesar de estar bien entrada la primavera, se le antojó de una tristeza inusual, sólo comparable al más aciago de todos sus recuerdos.
A pesar de que nunca había sentido aversión hacia los cementerios, una mirada hacia el lugar donde habrían de reposar los restos mortales de su madre para toda la eternidad, la provocó un escalofrío, seguido de un agudo dolor en el pecho. Naturalmente Ramiro estuvo todo el tiempo a su lado, acompañándola. Lógico era pensar que había que guardar las apariencias, aunque su matrimonio fuera un barco a la deriva, sin posibilidad, al menos por el momento, de regresar a buen puerto.
Devueltas las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo, Maruja se sintió completamente sola; desamparada en un mundo que, por primera vez en su vida, le pareció extraño y completamente hostil.Desde luego, Ramiro no tardó demasiado tiempo en encontrar trabajo, de representante también, aunque su mal querencia hacia ella era mayor cada día, sin importar las continuas manifestaciones de afecto hacia él.

viernes, 30 de octubre de 2009

Capítulo 9

Capítulo 9

La primera bofetada restalló en su cara como el látigo inclemente que humilla a las fieras antes y durante una representación circense. Era imposible no recordarla, siquiera porque fue tan imprevista y brutal, que la dejó tumbada en el suelo sin posibilidad de abrir la boca aunque sólo fuera para quejarse o simplemente preguntar por qué. Ocurrió la víspera de semana santa. Precisamente el día en el que los madrileños –de común acuerdo, como en todo buen éxodo vacacional que se precie-, hicieron las maletas, huyendo desesperados hacia las playas, sin importarles que hiciera o no buen tiempo y pudieran bañarse en sus placenteras aguas. Ramiro se quedó sin trabajo precisamente aquél día y tal vez por ese motivo a Maruja se le ocurrió pensar que existían circunstancias atenuantes para disculpar tan reprochable acción.
De cualquier forma, era algo que se veía venir, sin necesidad de consultar el horóscopo que todas las semanas aparecía en las revistas del corazón y que venía a decir siempre lo mismo, semana tras semana.
La empresa en la que prestaba sus servicios como representante –pensó que conseguiría más emolumentos y gratificaciones que siendo un simple conductor en una empresa de servicio público-, decidió, de la noche a la mañana, aplicar el método de márketing americano -impersonal y calculador como pocos, en lo que a los recursos humanos se refiere-, y la primera consecuencia de dicha aplicación no fue otra que la de reestructurar la plantilla y recortar gastos.
A Ramiro, desafortunado siempre en las cuestiones de azar, le tocó la bola negra en el sorteo, así como una indemnización muy por debajo de lo que estipulaba la Ley. Era el tiempo de las lentejas y ni siquiera los sindicatos –en tal sentido Ramiro había sido siempre apolítico, absteniéndose incluso de votar en las primeras elecciones generales-, consiguieron que el juez revocara una sentencia a todas vistas injusta e impopular. De cualquier forma su tranquilidad, poco menos que perfecta, sufrió un irremisible cambio a partir de entonces.
Con la situación de desempleo de Ramiro, llegaron los primeros recortes en el presupuesto familiar y Maruja tuvo que olvidarse de algunos pequeños privilegios, comunes a muchas mujeres.
Al principio fueron las revistas:

-Ni un solo duro para cotilleos, -decía Ramiro, inflexible.
Luego, la peluquería, a la que acudía cada quince días y donde se hacía siempre la permanente:

-Lávate con agua del Canal, que verás qué bien se te queda el pelo.
Dentro de lo malo, Maruja comprendía la necesidad de abrocharse el cinturón. Y lo comprendía hasta tal punto, que una noche, después de cenar, le comentó la posibilidad de buscarse un empleo, siquiera por horas, mientras se normalizaba la situación. Comprendió su error demasiado tarde.

-¡Vete a la mierda!, -le contestó un hombre por completo desconocido, que en nada se parecía al Ramiro que la llevó al altar, diciendo, aparentemente convencido, sí quiero.Fue a raíz de aquélla sugerencia, cuando afloró el verdadero monstruo que había permanecido aletargado en lo más profundo de su alma. Monstruo, por otra parte, que nada tenía que ver con la maldad de los villanos del Séptimo Arte, que se las hacían pasar canutas a las heroínas de turno pero que, al final –gracias a la decisión del director o al buen corazón del guionista-, terminaban recibiendo su merecido.

jueves, 29 de octubre de 2009

Capítulo 8

Capítulo 8

El primer año de matrimonio fue, sin duda, el mejor y de más grato recuerdo, a pesar de que hacían el amor de pascuas a ramos y nunca con la pasión con que lo hicieron la noche de bodas, cuando ambos terminaron de presentarse definitivamente el uno al otro, dejando todas sus vergüenzas en completa transparencia. Teniendo el piso bien amueblado y un utilitario de cinco puertas aparcado en la acera de su casa, constituían un matrimonio cuyo estrato social en aquellos dulces comienzos era superior al de muchos de sus vecinos y a pesar de vivir en un barrio obrero del sur de Madrid –aún era pronto para emigrar hacia el norte, como deseaba Ramiro en lo más profundo de su corazón-, todo el mundo les envidiaba, a juzgar por los comentarios que Maruja escuchaba en conversaciones de escalera, cuya trascendencia estaba muy lejos de afectarla.
A pesar de todo, la felicidad nunca es completa, aunque a veces se aferre uno a pensar lo contrario, creyendo ilusoriamente que la vida es perfecta. Recién llegados de Gijón –por motivos profesionales habían tenido que retrasar el viaje de luna de miel algunas semanas-, apenas tuvieron tiempo de deshacer las maletas, cuando una llamada telefónica les avisó de que don Antón había claudicado, pasando el hombre a mejor vida. Ocurrió por sorpresa y sin sufrimiento, tal y como declaró el médico que certificó la defunción. La muerte, disfrazada de infarto de miocardio, había segado su vida con tanta rapidez, que ni siquiera el sacerdote consiguió llegar a tiempo para administrarle la extrema-unción cuando aún respiraba.
Por aquéllas fechas, la ternura de Ramiro se hizo patente una vez más, y Maruja se sintió consolada, mimada y protegida por el hombre al que tanto amaba. Doña Remedios, sin embargo, se llevó la peor parte. Precisamente aquella a la que la evolución no ha dotado al ser humano de una defensa sólida y homologada a las circunstancias: la soledad.
Al principio, los síntomas no eran lo suficientemente claros como para pensar siquiera en la posibilidad de tomar medidas más drásticas e inevitablemente necesarias. Era lógico que después de toda una vida de casados, el cónyuge superviviente se aferrara al recuerdo del finado como un náufrago a la tabla de salvación y hablara de él como si hubiera tenido que desplazarse fuera de Madrid por motivos estrictamente laborales. La comprensión de Maruja en tal sentido se había mantenido firme, con dogmática determinación, no exenta, en absoluto, de dulzura. Incluso Ramiro, serio por regla general, se deshacía en afectos, intentando –eso tenía que reconocérselo siempre en honor a la justicia-, que su suegra se sintiera lo más animada posible, aunque dando por sentado que no se iría a casa a vivir con ellos. En su fuero interno, semejante decisión no fue en absoluto del agrado de Maruja y a raíz de ello vinieron las primeras discusiones, disfrazadas de consanguineidad familiar. Pero como el piso de doña Remedios estaba apenas a un par de manzanas, pensó que no la supondría tanto esfuerzo llevar las riendas de las dos casas y tener a su marido y a su madre debidamente atendidos, como consideraba que era su obligación.
Al principio todo fue maravillosamente bien. Ella se ocupaba de Ramiro y de doña Remedios con férrea determinación e incluso la sobraban fuerzas –y no sólo de voluntad, que también es importante-, para cumplir con sus obligaciones maritales, aunque por más que lo habían intentado, los niños se habían resistido siempre a todos sus esfuerzos. Por supuesto, había intentado comentarlo con Ramiro, pero todos sus intentos resultaron por completo infructuosos y las contestaciones de éste cada vez más desconcertantes y soeces:
-¡Déjame en paz!. ¡Me sobran cojones para hacer hijos!.
Maruja se derramó entonces como el agua de un cántaro hecho añicos. Sobre todo cuando sus relaciones íntimas comenzaron a enfriarse, hasta el punto de llegar prácticamente a desaparecer, a pesar de que ella continuaba conservando todo su atractivo y renovaba su vestuario de ropa interior, en un intento futil por excitarle y hacer su relación mucho más placentera. Resultaba, entonces, una absoluta paradoja pensar que mientras el planeta se calentaba peligrosamente por causa del denominado efecto invernadero -también es cierto que ni siquiera los científicos terminaban de ponerse de acuerdo sobre las medidas a tomar para solucionar tan importante problema-, sus sentimientos se enfriaban cada día más hasta llegar a alcanzar los cero grados del frío absoluto.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Capítulo 7

Capítulo 7

El día de su boda nevó copiosamente y Maruja apenas terminaba de decidirse sobre qué estaba más blanco, su vestido de novia o el suelo cubierto de nieve, que daba a las calles el aspecto entrañable de una típica postal de navidad. La basílica de Nuestra Señora de Atocha la pareció, sencillamente, sublime: con sus ojivas, sus arcos, sus inconmensurables bóvedas, así como también por los cuadros y las figuras cuyas alegorías constituían todo un poema a los aspectos más místicos y espirituales del ser humano. Al menos, así se lo pareció cuando caminaba erguida hacia el altar cogida del brazo de su padre, mientras la gente –agolpada en los bancos, a ambos lados del pasillo-, la observaba y cuchicheaba en voz baja.
Ramiro esperaba impaciente en el altar, serio y circunspecto, como se supone que debe de estar un novio en un día tan señalado. Impecablemente vestido y con la cabeza alta, daba la impresión de un grande de España que estuviera a punto de dar el paso trascendental de su vida, después de hacer sido introducido en sociedad. Maruja se estremeció. Y a través de los poros electrizados de su piel, sintió que por su cuerpo fluía un torbellino de emociones que se resumía en un único e indivisible sentimiento: amor.
El discurso del sacerdote, posiblemente más extenso de lo habitual, se le antojó semejante, en número, calidad y gratuidad, a los consejos de Perico Chicote.
Hombre de cierta edad, las arrugas de su frente semejaban surcos recién labrados por debajo de la nieve que coronaba la montaña de su escaso cabello. Tal vez Ramiro miraba hacia abajo por el efecto sedante de su voz, monótona y triste, sin apenas timbre, que empañaba lo que ella consideraba un éxtasis de alegría semejante, comparativamente hablando, al que experimentó el día de su primera comunión, luciendo también el vestidito blanco y los zapatitos de charol, brillantes como una estrella.
Cuando llegó a la parte trascendental del ritual, aquella en la que el sacerdote autoriza besar a la novia, Maruja recordó el beso más largo y apasionado de la historia del cine: aquél que se dieron Cary Grant e Ingrid Bergman en la película Encadenados, del genial director norteamericano Alfred Hitchcock. Por desgracia, Ramiro no era muy aficionado al cine, a juzgar por la inesperada fugacidad con que la ofreció los labios. Pero aquél detalle apenas tenía importancia, una vez encajado el anillo en su dedo anular.
Siendo marido y mujer, lo que Dios había unido no tenía por qué separarlo el hombre.

lunes, 26 de octubre de 2009

Capítulo 6

Capítulo 6

El día que Ramiro se licenció, cumplidos los catorce meses reglamentarios de servicio, el sol brillaba con tanto esplendor en el cielo, que Maruja pensó que una aparición mariana la anunciaba la inminencia de su boda. Fue como una especie de presagio, en el que intervino, para no variar, la férrea determinación de don Antón cuando, con la excusa de celebrarlo como Dios manda, los invitó a tapear en Chicote.
Perico Chicote era, en opinión de Maruja, un hombre que no destacaba tanto en su faceta de barman, como en su evangelizadora labor franquista, defensor a ultranza de los valores tradicionales del Movimiento y los buenos consejos que, por supuesto, siempre resultaban gratuitos.
Antiguos camaradas, don Antón y él constituían sendas reliquias de un régimen obsoleto que se estaba deshaciendo bajo los efectos del terremoto social demócrata que estaba penetrando en España a través de la apertura de fronteras, una vez fallecido el Caudillo, por quien se guardó luto en casa, como correspondía a tan ilustre personalidad. Así lo demostraba el crespón negro colocado sobre el cuadro colgado en el sitio de honor del comedor.
Dejando a un lado todo tipo de ambigüedades políticas para las que ella no había sido educada ni preparada, Maruja no dejaba de reconocer que Perico Chicote era un hombre que poseía una interesante imaginación y no la sorprendería tampoco que fuera capaz de maravillar a un genio. Tuvo una sólida constancia de ello cuando observó la facilidad intrínseca con la que mezclaba los licores, hasta alcanzar el cóctel definitivo, al que bautizaba con el primer nombre que se le ocurría y después olvidaba inmediatamente. Solía hacer éste tipo de demostraciones con la gente famosa que frecuentaba su bar-museo –la colección de botellas que exhibía en las estanterías era conocida en el mundo entero por su originalidad-, y rara era la ocasión en la que no había un personaje relevante codeándose con la gente más vulgar, en una curiosa mezcolanza de escalafones sociales no apta para susceptibilidades a flor de piel.
Tal vez influenciado por la gratuidad de los consejos de Chicote, don Antón tuvo la brillante inspiración de alentar a Ramiro con sugerencias de matrimonio encaminadas a hacerle comprender que la gloria del hombre se encontraba, no en los cielos, como se suele pensar, a la derecha de Dios y junto a Jesucristo, sino en la sólida cimentación de los pilares del sagrado sacramento del matrimonio, como así se reflejaba en la Ley Fundamental de Principios del Movimiento, dictada por Franco a sus ministros.
Para entonces, Maruja había enrojecido, íntimamente avergonzada. Pero aún así, se sintió incapaz de reprimir una mirada de soslayo, precisamente de ese tipo de miradas que suelen valer más que mil palabras y son tan precisas como una medalla de oro en la categoría de tiro olímpico.Bien es cierto, también, que Maruja pensó en la posibilidad de que Ramiro creyera que se le estaba tirando el lazo y frente a aquélla pésima circunstancia, experimentó una sensación de congoja que ocultó con nubes negras ese sol bienaventurado que tan buenos presagios la había transmitido desde por la mañana temprano y frente al cuál su corazón se había expandido como el espíritu santo sobre la cabeza de los desesperados israelitas que huían de la ira del faraón, si había de hacer caso a las referencias bíblicas.

jueves, 22 de octubre de 2009

Capítulo: 5

Capítulo 5

Que Ramiro estuviera predestinado para oficinas era una cuestión que Maruja tenía tan asumida, que cuando la noticia se hizo oficial en su casa, el más sorprendido de todos fue su padre, que pensaba que era un chico más de la calle, destinado a convertirse en un auténtico golfo sin oficio ni beneficio. Resultó lógico, pues, que la mejor botella de vino –aquélla de cuerpo de Cristo oloroso y suave al paladar, haciendo honor a su excelente denominación de origen Rioja-, se descorchara a su salud y ambos terminaran cantando el Asturias patria querida, varonilmente confraternizados. Su madre y ella también lo probaron, pero sólo un culito, pues es de todos conocido que el vino se sube a la cabeza y se termina haciendo y diciendo tonterías que posteriormente se suelen lamentar.
Doña Remedios, su madre, era muy consciente de ello y estaba encariñada de Ramiro tanto o más que su padre, aunque se empeñara constantemente en sacar posibles defectos, que a ella en nada se le antojaban objetivos.

-Mira, muchacho, -dijo don Antón, apurando el vaso de vino, que ya comenzaba a dejar un alegre color carmesí en sus labios, generalmente amoratados. Esta vida está hecha para trabajar. Y para trabajar, hay que ser primero hombre.
-Por supuesto, don Antón, -contestó Ramiro, que no le iba a la zaga en cuestiones de chateo, aunque por prudencia solía reservarse siempre sus comentarios para mejor ocasión, otorgando la razón aunque no estuviera de acuerdo con ella.
-Ni democracia ni puñetas, carajo. Que el pan no viene bajo el brazo de los bonitos ideales, sino nadando en ríos de sudor, que para eso hasta Dios tuvo que trabajar lo suyo cuando creó el mundo...
-¡Jesús, qué hombre éste!, -se santiguó doña Remedios, mientras ella le pedía en silencio a Dios que el vino no le soltara demasiado la lengua y Ramiro se marchara espantado, pensando que su padre era un perfecto patán.
-La cuestión está en tener cojones suficientes para situarse...
-¡Por Dios, Antón!, -se santiguó otra vez doña Remedios, devota y piadosa como habían sido marcadas las pautas de su católica educación.
-¡Calla, mujer!, -gritó don Antón, golpeando la mesa con el puño cerrado. Y corta más jamón, que para ganarlo me sobran huev...
-¡Antón, por favor!.
-Ya comprenderás que con las mujeres es imposible mantener una conversación decente. ¿Por qué te crees que antiguamente no se las permitía votar?.
-Pues no estoy muy seguro, -dijo Ramiro, lavándose las manos como Poncio Pilatos, aunque ella por aquél entonces continuara pensando en la disculpa de que “prudencia obliga”.
-Porque sólo piensan con el corazón, muchacho, -continuó don Antón, haciendo un feo ademán de desprecio con las manos, gesto a que tan acostumbradas las tenía a su madre y a ella. No son cerebrales para nada, porque el pensar no forma parte de su naturaleza...
Su madre y ella se miraron, sin atreverse siquiera a despegar los labios. Se conocían lo suficiente como para saber lo que doña Remedios la diría, confidencialmente, por supuesto, si estuvieran solas las dos:

-Ya conoces a tu padre. Es su temperamento el que le hace decir cosas que en el fondo no siente. Es un hombre honrado y bueno, aunque terriblemente conservador. Vamos, que es como Dios manda.

Ella recuerda y titubea, dudando. Y se ve a sí misma mirando hacia otro lado para impedir que la aguda perspicacia de doña Remedios pueda leer con total impunidad en el libro abierto que son sus ojos. Ve que las mejillas de Ramiro están visiblemente sonrojadas, aunque no tanto, es evidente, como las de su padre, que parecen una supernova a punto de estallar y expandir sus pedazos incandescentes a todo lo largo y ancho del infinito universo.
La tarde está declinando. Basta un simple vistazo por la ventana para darse cuenta de ello y otro, no menos simple aunque sí dolorosamente más cruel, para pensar que alguien le ha robado un tiempo, privado e insustituible, que sólo les pertenece a Ramiro y a ella, porque para eso son novios y la ilusión de encontrarse en privado es sólo suya.
Su padre continúa hablando. Por fortuna, en éste nuevo pretérito de su memoria las mujeres han pasado de momento a un segundo plano y Ramiro recibe lo que don Antón –“sabio no por demonio, sino por viejo”, como bien dice el refranero popular, que es ancho como Castilla- considera una lección magistral de política española:

-...y ahí los tienes hoy en día. En cuanto el Caudillo, cuya memoria guarde Dios muchos años, ha dejado libres las riendas de éste noble caballo que es España, salen de sus agujeros como los escarabajos de la tierra después de la tormenta. Antes eran republicanos de postín; ahora, demócratas liberales. ¡Sólo Dios sabe qué serán mañana, cuando éste país termine de irse a hacer puñetas!.

A través del ojo imaginario de la mente, Maruja recuerda que mira a su padre de reojo, con respeto contenido, no exento de educado temor. Sus sentimientos se acumulan, mezclados y en completo desorden, como las bolas de la suerte en el bombo impredecible de la Lotería Nacional, que tanto ilusiona y decepciona a los españoles. Trata de justificarlo y en su descargo piensa que vivió una guerra fratricida en la que los hermanos luchaban contra los hermanos y los padres contra los hijos. No está completamente segura, pero por las pocas referencias oídas a su madre, sabe que el Alzamiento de julio de 1936 le sorprendió en Africa siendo apenas un muchacho que, obligado como todo hijo de vecino, cambió el arado con el que a duras penas arañaba la tórrida tierra aragonesa de Los Monegros, por el fusil y la arena ardiente del desierto saharaui, cuyos yacimientos de fosfatos tantos ríos de sangre española habían vertido, y no sólo en el tristemente célebre Barranco del Lobo.
Sólo vio a Franco en dos ocasiones: cuando les arengó con sobrehumana determinación, horas antes de cruzar el Estrecho para comenzar la reconquista de la Península y en el Desfile de la Victoria, una vez “cautivo y desarmado el ejército rojo...”.
Piensa que tal vez fueran aquéllas dos, ocasiones más que suficientes como para suponer que en su mentalidad legionaria se formara la visión mesiánica del héroe nacional y conservador por antonomasia. Esas, o quizá aquélla otra, sin duda más desafortunada y de doloroso recuerdo, en la que una bala republicana –“¡y una leche disparada al azar!”-, le pasó a escasos centímetros del corazón, en uno de los duros combates librados en el frente de Guadalajara.

-Ya lo decía Serrano Súñer, -recuerda que añade don Antón, ebriamente nostálgico: “Rusia es culpable”. Sí, muchacho. ¡Qué cojones teníamos los de la División Azul!.
Maruja continúa recordando, y tal y como si lo estuviera viviendo por segunda vez, frente a ella aparecen los restos de la botella de vino, que se desvanecen en el paladar de su padre, mucho antes incluso de que se agoste el turbio río de los recuerdos que vadea su alma con monótona languidez, como afirman los versos de Verlaine que sirvieron de contraseña para el desembarco Aliado en Normandía:
“Rusia es cuestión de un día
para nuestra infantería,
pero acabaremos antes,
gracias a los antitanques.

Tenemos que recorrer
mil kilómetros andando,
para luego demostrar
lo que llevamos colgando...”.

-Lo que llevamos colgando..., -continúa hablando don Antón, dejando de cantar, mientras sus ojos, lacrimosos y enrojecidos, miran con nostalgia mal contenida hacia un desierto blanco, los nombres de cuyas ciudades –Novgorod, Leningrado, Vilna, Stalingrado– aún campean alrededor de su alma como lobos hambrientos al acecho de un rebaño de ovejas.
Durante un momento, infinitesimalmente pequeño pero crucial, los ojos de Ramiro se encuentran con los suyos y Maruja, acongojada, descubre una inquieta súplica en ellos: “¡haz algo, por favor!”, parecen querer decirla. Pero cuando lo intenta, doña Remedios le da una patadita en el tobillo, que a punto está de hacerla soltar un grito. Maruja comprende y calla, humillando la cabeza como los toros antes de entrar a matar, mirando avergonzada hacia el suelo, incapaz siquiera de decir ésta boca es mía.
Don Antón continúa hablando. De su boca, pastosa y caliente cuál fumarola de un volcán a punto de entrar en erupción, surge un torbellino incontrolado de anécdotas, que atraviesan los oídos de Ramiro y se posan en su cerebro como el polvo en el suelo después de sacudir una alfombra.
Doña Remedios, cruzando las manos sobre su regazo, parece rezar, encomendándose a todos los santos, incluso a aquél que está considerado como el patrón de los imposibles y al que se suele acudir para pedir por las causas sin aparente remedio o de muy difícil solución.

-¿Qué sabéis vosotros, los jóvenes de ahora, sobre el honor y el sacrificio?. El general Agustín Muñoz Grandes. Ese sí que fue un héroe de la cabeza a los pies. Ya lo era en 1925, cuando participó en la batalla de Alhucemas. Y en octubre de 1934, cuando siendo segundo oficial de Franco, reprendió como Dios manda a los mineros huelguistas asturianos. Y durante la guerra, como comandante de la IV Brigada Navarra. Y más tarde en Rusia, luchando contra los malditos bolcheviques. Esos mismos que se llevaron todo el oro del Banco de España, dejándonos sin un puto duro.

Calla durante unos segundos para tomar aliento y Maruja reza porque Ramiro aproveche la ocasión, se levante, se disculpe y se marche manteniendo su orgullo a salvo y su educación lo suficientemente intacta como para dejar la puerta abierta y poder volver otro día a visitarla. Pero Ramiro titubea, concediéndole una nueva tregua y don Antón recupera otra vez su química extroversión, de la que el vino tiene toda la culpa, y vuelve otra vez a la carga con fuerzas renovadas:

-Sólo conozco a otro hombre que tenía lo que hay que tener para sacar brillo de un triste y opaco pedazo de hulla: don Santiago Bernabéu. Gracias a él, el Real Madrid es lo que es hoy día: el mejor club del mundo...

Es llegados a éste punto, cuando Ramiro asiste a la presentación deportiva del espíritu de don Antón: madridista y forofo arrogante –dominguero empedernido, de los de bocadillo debajo del brazo, puro en ristre y bota de vino colgada al hombro-, que vive cada partido futbolístico con idéntica intensidad, cuando no más, a como saborea las corridas de toros, rindiendo culto a la sangre que tiñe de rojo la arena y a los despojos sanguinolentos que cuelgan del pecho de los toreros.

-Regueiro, Rial, Di Stéfano, Didí, Puskas..., -dice, contando con los dedos de la mano, donde un vistazo, siquiera superficial para no herir su susceptibilidad, basta para apreciar unos callos más duros que el cemento armado y unas uñas ennegrecidas y bronceadas por la nicotina de los cigarrillos sin boquilla: seis Copas de Europa, dieciséis títulos de Liga, seis Copas de España y una Copa Intercontinental...

martes, 20 de octubre de 2009

Capítulo 4

Capítulo 4


La primera vez que paseó del brazo de Ramiro, luciendo éste su impecable uniforme militar, se sintió tan orgullosa, que poco faltó para que estallaran las cenefas de su vestido de tan henchido como tenía el pecho, bastante desarrollado por obra y arte de la naturaleza. No era la primera vez que pensaba en el parecido tan increíble que tenían Ramiro y ese fantástico actor norteamericano protagonista de la película Lo que el viento se llevó, que había tenido la oportunidad de ver en el cine hacía años. ¿Cómo se llamaba?. ¿Gary Cooper?. No, algo así como Clark. ¡Eso es!. ¡Clark Gable!. Se parecían tanto, en su opinión, que si los ponían a los dos, uno junto al otro, sería muy difícil averiguar quién era quién.
Aunque era invierno, aquélla mañana de domingo lucía un sol tan hermoso y agradable, que invitaba a pasear aunque no se tuvieran ganas. Seguramente por eso, los aledaños del Estanque del Retiro se hallaban tan frecuentados por los madrileños. Había, también, muchos quintos como Ramiro, que se pavoneaban orgullosos, sin duda influenciados por el carisma que representaba lucir con desenvoltura un uniforme militar. Se podían ver de todas las armas y colores: el uniforme azul de los hombres de Aviación; el blanco de la Marina; el beige de los cuerpos de Tierra. Incluso el verde aperlado de los cuerpos africanos de la Legión, con su chaquetilla corta, las botas de media caña y el gorro sobre el que se balanceaba alegremente una borla de color rojo que, cuando perdía toda inercia y se quedaba quieta, le llegaba al hombre hasta la punta de la nariz, como si fuera un moscardón que sobre ella se hubiera posado. Algunos llevaban los botones superiores de la camisa desabrochados, mostrando con banal prepotencia el vello ensortijado de su pecho. Una conducta propia, en su opinión, de la fanfarria típica de los novios de la muerte, que defendían a ultranza los últimos restos de colonialismo español en Africa.
Resultaba impresionante verlos, todo hay que decirlo. Pero Maruja no tenía dudas en cuanto a que no cambiaría a Ramiro por ninguno de ellos. Su Ramiro, fuera de toda especulación, era decididamente especial. Eso era algo de lo que sus jefes se habían dado cuenta a tiempo, destinándole a oficinas. Afortunadamente, aquélla circunstancia contaba además con la ventaja implícita de que estaba rebajado de guardias, si se exceptuaba el hecho de tener que realizar una cada quince días para cumplir con el protocolo.Siendo natural de Madrid, pronto le darían el pase pernocta, con el que podría comer y dormir en casa todos los días que no tuviera servicio. “Y es que Ramiro es tan especial -no se cansa de repetirse a sí misma-, que tiene suerte hasta para eso”.

lunes, 19 de octubre de 2009

Capítulo 3

Capítulo 3


Cuesta creer la buena suerte que ha tenido Ramiro al recibir el despacho con la notificación oficial de destino y Maruja casi llora de alegría al saber que lo va a tener tan cerca de casa. Junto a La Maestranza, escondido en la calle Granada y paralelo a la Avenida de la Ciudad de Barcelona, existe un pequeño acuartelamiento que recibe el nombre de Parque Central de Automóviles. Y aunque huelga especificarlo, pertenece al arma de Automovilismo del Ejército de Tierra. El primer sorprendido, no obstante, es Ramiro, que no termina de creer en su propia suerte, pues supone con acierto que tendrá opciones de sacarse el carnet de conducir –incluido el primera especial- sin tener que desprenderse de un solo duro de su bolsillo.
Tal circunstancia, por otra parte, le reporta interesantes perspectivas de futuro y no puede disimular su alegría cuando lo comenta con ella. Es evidente que, una vez licenciado, siempre le ha de quedar la opción de presentarse a cualquier empresa de transportes y solicitar un puesto seguro de conductor, con su sueldo a fin de mes y sus pagas correspondientes, sus vacaciones y su sacrosanta seguridad social. Eso ya es motivo más que suficiente para que en lo más profundo de su corazón, Maruja sienta que se acerca un paso más hacia ese sagrado altar con el que sueña y coqueta, como mujer que es, al fin y al cabo, se relama anticipadamente con el vestido de novia. De blanco, naturalmente, como manda la tradición y como se casó su madre y antes que ella, su abuela, y remontándose mucho más allá en el tiempo, la madre de ésta. Inmaculada e intacta, por supuesto: ¿qué hombre, en su sano juicio, se casaría con una mujer que hubiera perdido su virginidad antes de la noche de bodas?.No puede evitar estremecerse cuando piensa en ello y siente que sus mejillas se encienden como una hoguera en la noche de San Juan. Mantiene tan fresco en su memoria el sentimiento de cosquilleo que experimenta cada vez que Ramiro la abraza y besa sus labios, que se pregunta, ilusionada, qué intenso éxtasis no será aquél que habrá de venir después de la consumación carnal del matrimonio. Tentada está de preguntárselo a su madre, pero conociéndola, desiste inmediatamente, suponiendo que no sería de buena educación hablar de un tema considerado tabú. Pero piensa que, a pesar de todo, no debe de ser un pecado tan mortal cuando la gente lo hace, aunque por educación no hable demasiado de ello en público.

jueves, 8 de octubre de 2009

Capítulo 2

Capítulo 2

Casi se desmaya de alegría cuando sus manos rasgan cuidadosamente el sobre que acaba de entregarle en mano el cartero y cuyo remite, escrito en letras romanas de una pulcritud esmerada, pone textualmente:

C.I.R. Nº3
CAMPAMENTO DE SANTA ANA
CACERES

Aparte de sus detalles amorosos, lo que más admira en Ramiro es su esmerada caligrafía. Perfectamente legible, proporcionada y sin una sola falta de ortografía, le define –en su opinión- como a un hombre cuidadoso y seguro de sí mismo, capaz de afrontar la vida con decisión y valentía. En contra de los comentarios de muchos quintos ultrajados, jamás ha escuchado pronunciar a Ramiro una palabra mal sonante con relación al estamento castrense, por lo que ella, acordándose de las palabras de su padre, no duda de ninguna de las maneras que el Ejército es una escuela de formación de hombres de provecho, que harán más grande, aún si cabe, a éste histórico país que tanta sangre ha costado levantar.
Ramiro pertenece al octavo y último reemplazo, aquél que se incorpora a filas a finales de noviembre y en su carta anuncia la posibilidad de pasar las navidades en Madrid. Asevera, también, que todos los comentarios coinciden en definir la fecha del 30 de diciembre como el día señalado para el solemne acto de la jura de bandera y anticipa el porcentaje tan elevado de posibilidades que tiene de ser destinado a cualquier acuartelamiento de la capital. Esta es, sin duda, la mejor noticia que le puede dar e imagina, en su mente, excelentes perspectivas que, a pesar del romanticismo implícito de una mujer enamorada, no descartan, en absoluto, el acto hermoso y sagrado de pasar por la vicaría y cambiar el hasta entonces rutinario rumbo de su vida.
Ramiro reseña también, que en la sabana cacereña donde se encuentran las instalaciones del Centro de Instrucción de Reclutas de Santa Ana, hace un frío que traspasa el calcio de los huesos, haciendo tiritar al más pintado. Por tal motivo, en su opinión la instrucción que reciben todos días poco después del toque de diana, viene a ser como una especie de linimento natural para entrar en calor y desentumecer los músculos. Siendo recluta, todavía no sabe lo que son las guardias; pero un simple vistazo a los compañeros veteranos que se refugian en las garitas intentando confundirse con la cal que cubre los ladrillos, le basta para suponer lo poco agradable que debe resultar que le hagan a uno ser centinela en invierno.
Maruja se estremece involuntariamente y continúa leyendo la carta con exhorbitada avidez. Su piedad –supone, entonces- tiene una vertiente completamente egoísta por la suerte de su amado. Siendo un muchacho tan fino, imagina, estremeciéndose, sus aristocráticas manos ulceradas por la dura instrucción con el arma y sus labios agrietados, brillantes por la barra de cacao que, espera, de todo corazón, haya tenido la oportuna precaución de comprar en alguna farmacia durante los días de visita a Cáceres capital que, según le cuenta, suelen ser, única y exclusivamente, los fines de semana.
Escribe unas líneas más abajo, que la comida es abundante –dos platos y postre- y aunque tiene un cierto regusto a bromuro, su apetito es tan infame, que deja los platos tan inmaculados y relucientes, que se podría volver a comer en ellos sin necesidad de que pasen otra vez por el fregadero.
A media mañana todos esperan, con ansiosa glotonería, la calandraca: una barrita de pan con una o dos lonchas de chope, mortadela o jamón de york, que les hacen sentirse como en casa y les ayuda a continuar la instrucción con el ánimo más templado.
“¡Qué exagerado es mi Ramiro!”, piensa Maruja, sonriendo con ternura, para murmurar a continuación: “pero está bien; está muy bien que no pierda el apetito. Eso es algo muy importante cuando se está lejos de casa”.Cuando llega la hora de la despedida, lee que Ramiro la envía un fuerte beso, e inmediatamente imagina que lo tiene allí mismo, a escasos centímetros de ella, estrechándola suavemente de la cintura, bebiendo de sus labios como un pajarito en un charco de lluvia recién caída.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Cuéntame qué os pasó

Preámbulo

Acudió a mi consulta recomendada por un viejo amigo de la Facultad, con el que me unía una estrecha amistad desde que éramos niños. Aunque no era la primera persona que me enviaba, enseguida supe, por su aspecto, que aquélla mujer no iba a ser un caso fácil de tratar. Como psicólogo de cierta experiencia comprendí, apenas comenzó a relatarme los pormenores de su historia, que tenía entre las manos un caso de difícil solución.
El aspecto físico que mostraba era, en mi opinión, el espejo que evidenciaba el infierno particular por el que atravesaba su alma. Infierno del que, por otra parte, tenía la plena seguridad de que no sería capaz de aliviar con mis consejos profesionales ni tampoco recetándole una panacea química de revolucionaria actualidad como es el prozac.
Tumbada sobre el confortable diván, permanecía con las manos cruzadas sobre el pecho, y en un desliz de mi imaginación, se me antojó lo más parecido a la visión de un cadáver que hubiera contemplado jamás, si exceptuamos el de mi padre, cuyo sudario blanco apenas dejaba entrever una cara pálida y manida por el dolor de la terrible enfermedad que había acabado con su vida a una edad relativamente joven.
La mujer –respondía al nombre de Maruja-, aún tardó algunos minutos en olvidar sus reticencias iniciales frente a un desconocido, aunque se tratara de un doctor. Aún así, teniendo plena constancia de lo angustioso que la resultaba liberarse de su historia, supuse que la mejor manera de ganar su confianza consistía en utilizar las armas de la paciencia. Y de hecho, tal decisión fue la acertada, aunque todavía se tomó su tiempo, imagino que calculando los pros y los contras.
Habiendo sido convenientemente prevenido por mi amigo, cancelé todas mis citas por la mañana, de manera que disponía de tiempo más que suficiente para escuchar y sacar las pertinentes conclusiones.He aquí, fielmente reflejado, lo que se ocultaba en lo más profundo de su corazón, común –me consta-, a un porcentaje muy elevado de mujeres españolas:

Capítulo 1

Apenas la quedan remedios para disimular los moratones que la noche anterior la ha producido el macho hispánico con el que tuvo la desventura de casarse, ¿hacía cuánto tiempo?, tal vez un siglo, justamente lo que para ella representaban aquellos catorce años de insoportable brutalidad doméstica. Bueno, para ser honestos, piensa mientras el roce de su dedo en el labio deja escapar una gotita de sangre que inmediatamente lame con la punta de la lengua, podía sustraerle el primero y apelando con nostalgia a la poca cantidad de sentimientos que aún mantiene latentes, sin saber muy bien por qué, en su destrozado corazón, buena parte del segundo. Sí, lo recordaba perfectamente. Fue a mediados de marzo, cuando la Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina y Ramiro se quedó sin trabajo. Así por las buenas. Tal circunstancia obligaba a pensar que no era extraño, entonces, que hubiera perdido los nervios y la pusiera una mano encima por primera vez, consiguiendo que la bofetada, seca y a bocajarro, sonara en su cara con el mismo efecto que el restallido de un trueno. Por desgracia, el tiempo todavía no estaba lo suficientemente asentado y en la calle, aunque lucía el sol, granizaba con fuerza, de modo que era prácticamente imposible que alguien hubiera escuchado el grito que escapó de su boca, sin duda motivado por la sorpresa de una acción que desde luego no esperaba.
Es posible, no obstante, que algún vecino hubiera escuchado la palabra “perra” y que no le diera mucha importancia en aquél momento, porque Ramiro y ella habían formado un matrimonio ejemplar hasta entonces y aún gozaban de la estimable consideración de los vecinos, incluido el portero del inmueble, que constantemente se deshacía en elogios hacia la buena educación de su marido, al que calificaba, sin ambages, de perfecto caballero.
De hecho, Ramiro había estudiado en un colegio de curas y aunque era católico, pero no practicante –al menos, que ella supiera, desde su matrimonio no había vuelto a poner los pies en una iglesia-, se persignaba todas las noches antes de acostarse, como justificándose ante Dios de lo que venía a continuación.
Era precisamente eso, “lo que venía a continuación”, lo que había conseguido que Maruja recordara el interés que de joven había sentido por la Filosofía y aquél pequeño párrafo de Schopenhauer que aún continuaba subrayado en un pequeño libro de tapas rojas y florituras doradas, de época, grabadas a mano, que conservaba en casa de sus padres, convenientemente oculto debajo del colchón de su cama.
Aunque no recordaba el párrafo original, sí tenía muy claro, desde luego, que Schopenhauer venía a decir, más o menos, que una persona desesperada es aquélla que ha perdido el miedo y también la esperanza. Y de alguna manera, debía de tener razón, porque ella ya no tenía miedo a los golpes y la esperanza hacía muchos años que había volado, alejándose más y más, como aquéllas oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, que jamás retornaron a Sevilla, aunque al poeta poco le importara tal detalle después de muerto y enterrado.
Por supuesto, Ramiro volvió a encontrar trabajo –no es de extrañar que España continúe siendo por excelencia el país de los funcionarios y los representantes-, aunque tal eventualidad no había cambiado para nada el veneno que supuraba de lo más profundo de su ser. Vampiro y víctima, ella hasta entonces no se había planteado la posibilidad de una honrosa separación que pusiera fin de una vez por todas a su dramática situación.
¡En qué cabeza cabe!.
Criada a ultranza en la España católica y tradicional del culto a Santiago Matamoros y el invicto Caudillo, hasta su propia madre no se cansaba de repetirle, una vez y otra, que el matrimonio es un constante tira y afloja, en el que hay que soportar carros y carretas por el bien de la unidad familiar, aunque siempre se quedaba corta –Maruja no sabía muy bien por qué- a la hora de añadir: “y el qué dirán”, que tenía una importancia primordial en cuanto a la vergüenza se refiere. Porque en toda sociedad siempre hay gente que tiene algo que decir, sea o no de su incumbencia; entienda o no del tema.
Resulta evidente, así mismo, que su padre era un hombre tan español y encastado como los demás y hasta alguna vez le había levantado la mano a su madre. En una ocasión, incluso, la había arrojado a la cabeza un plato de lentejas que estaban frías –según él-, y si no la alcanzó, fue tan sólo por una simple cuestión de puntería o porque un ángel que pasaba casualmente por allí se llevó la peor parte, desviando el tiro lo suficiente como para que se estrellara contra el aparador que soportaba el aparato de televisión, así como el florero más feo que había visto en toda su vida. Pero siempre hacían las paces en la intimidad del lecho marital y a la mañana siguiente el sol volvía a brillar para los dos: su padre se marchaba a trabajar, temprano, como todas la mañanas y su madre se quedaba en casa, ocupándose meritoriamente de sus labores sin jornal, hacendosa, sumisa y pulcra como la habían enseñado a ser cuando apenas era una niña y la liberación de la mujer era un tópico tan inalcanzable, como ver las huellas de las botas de un astronauta sobre la árida superficie del planeta Marte.
Ramiro a veces se olvidaba de pegarla, pero Maruja temía mucho más esa circunstancia que cuando entraba por la puerta de casa, la miraba con el rostro ceñudo y sin un ápice de sentimiento, la abofeteaba brutalmente hasta partirle el labio y ver la sangre brotar. Era entonces, a juzgar por el brillo homicida de sus ojos, cuando algo decididamente extraño cruzaba por el interior de su mente, excitándole hasta tal punto, que retorciéndola el brazo sin pasar por poco el punto crítico de dislocarle el hombro, la arrastraba hacia el dormitorio y consumaba “lo que solía venir a continuación” cuando se persignaba por las noches y apagaba la luz de la habitación, como si en el fondo deseara que la oscuridad sirviera de parapeto a todas sus miserias humanas.
De todas formas, hacía años que Maruja sentía lo mismo que si la hubieran sometido a una operación de ablación de clítoris, como se suele hacer con las mujeres en algunos países africanos herederos de tradiciones descabelladas. Es decir, completamente nada. Su único recurso consistía en mirar al techo, inmune por completo a los jadeos entrecortados de Ramiro y rezar a Dios porque se derramara pronto y se durmiera, poniendo punto y final a la pesadilla por esa noche. Y es que, pensaba, el mundo continuaba siendo tan hipócrita, que a la gente no le importaba tildar de bárbaros a unos y callar ante los abusos crueles e injustificados de otros, hipotéticamente más civilizados y democráticos.
El carnicero del mercado, sin ir más lejos, no perdía ocasión alguna de vanagloriarse ante las clientas como un pavo real, perjurando que en su casa era él, y sólo él, quien llevaba los pantalones; y para justificar que así era, en efecto, desmenuzaba las chuletas con tal fuerza, que no era la primera vez que Maruja tenía frente a sus ojos la terrorífica visión del hacha del verdugo abatiéndose sobre el noble cuello de Ana Bolena, satisfaciendo así el orgullo herido - ¡vaya usted a saber por qué y por quién!- del rey Enrique VIII. Imaginaba que si la hubiera tocado vivir en ese oscuro medievo europeo, sus días habrían terminado dolorosamente en la hoguera acusada de bruja. Precisamente esa era la otra palabra que solía dedicarle Ramiro cuando llegaba a casa con ganas de desahogar su frustración con ella, a falta de poder hacerlo con un perro, un gato o incluso un inocente canario, fácil de herir y torturar. Sin embargo, cuando entraba por la puerta sin decir nada, pasando a su lado como si ella no existiese, Maruja se sentía tan condenadamente mal, que encontraba mucho más valor en esas cosas repugnantes que en ocasiones la gente pisa por las calles y que se ven recompensadas, siquiera, con una maldición después de restregarse la suela de los zapatos contra el borde de la acera.
Los silencios de Ramiro resultaban tenebrosos, profundos y desconocidos como esas aguas abismales en las que habitan extrañas criaturas, poco o nada conocidas por los biólogos marinos, tan orgullosos de sus precisos instrumentos científicos capaces de clasificar hasta lo inclasificable.
Eran silencios cargados de desprecio, que apenas se veían perturbados por su deglutir cuando ambos se sentaban a la mesa a comer. Ella solía levantar la mirada del plato de sopa, sólo para cerciorarse de que todo estuviera perfecto y a él no le faltara nada, aunque solía encontrar siempre cualquier excusa para sacarse una falta de donde no la había y mortificarla con ella. Tanto era así, que no podía evitar, que incluso aquéllas cucharadas que lentamente se llevaba a la boca, soplando para no quemarse el paladar, tuvieran un rotundo y desagradable sabor a limosna.
Después del café, cuando Ramiro se marchaba otra vez a trabajar y ella se quedaba quizás menos sola que estando él en casa, Maruja fregaba los platos. Los dejaba tan relucientes, que una vez aclarados, su rostro se reflejaba en la porcelana como si de un lustroso espejo se tratara.
Mujer de rasgos agraciados en su juventud, el rostro de la Maruja que la mira con silenciosa imparcialidad desde ese otro universo espejiforme y onírico, bien pudiera ser, en el presente, uno de los modelos utilizados por Francisco de Goya y Mucientes en el pasado como parte de su negra visión de la España apocalíptica de esa época. O también, por qué no, el rostro de un ser perverso y desnaturalizado, digno ejemplar de la cámara de los horrores de cualquier museo de cera del mundo, incluido el de Madame Tousseau, que tanta fama adquiriera en las postrimerías del siglo XIX.
Los pómulos pronunciados, que una vez habían estado ocultos por la abundante marea de la carne, parecen ahora peñones muertos por debajo de unos faros cuya luz yace enterrada para siempre en el limbo infinito del recuerdo. Los labios, antaño frescos como la fruta madura, producen la desagradable impresión de ser una delgada línea, dibujada apresuradamente por un delineante cansado de fijarse en los pequeños detalles e incapaz de utilizar otro color que no sea el negro funerario de la tinta china.
Por otra parte, el carmín es un artículo prescindible, banal y prohibido, así como la peluquería y otros entrañables menesteres que rinden culto a la femineidad y que para Ramiro no representan otra cosa que la intención implícita de buscar fuera lo que él sobradamente tiene para dar en casa y con lo que cualquier mujer, excepto ella, “que es una desagradecida”, se sentiría completamente satisfecha. Tal vez por eso, las canas que se adivinan en su cabello, no signifiquen otra cosa que vetas de plata sin quilates de valor por las que ningún joyero en su sano juicio se avendría a pagar nunca una miserable peseta.
Su mente, todavía lúcida y objetiva a pesar de los bofetones, aún recuerda secuencias aleccionadoras de tiempos mejores que, aunque en pretérito, curiosamente la hacen llegar a su nariz señales con intenso y agradable olor a nostalgia...

martes, 6 de octubre de 2009

Capítulo 11: Regreso triunfal

Capítulo 11: Regreso triunfal

Nada hay más extraño, desconcertante y difícil de comprender que una aventura mágica, donde las cosas suceden, sin que nunca se sepa cómo ni por qué. Por eso, cuando la pavorosa serpiente Jumara quedó completamente inmóvil, con la cabeza mortalmente herida por el afilado cuchillo de Kata Juta y éste perdió el conocimiento como consecuencia del esfuerzo realizado, además del golpe recibido en la caída, apenas se sorprendió cuando, al recobrar otra vez el conocimiento, se despertó en la cueva. Bujari, que se encontraba arrodillada junto a él, le daba palmaditas en la mejilla, intentando desesperada que abriera los ojos.
-¿Dónde estoy?. ¿Qué ha pasado?, -preguntó, incorporándose con cierta dificultad.
Bujari le explicó entonces todo cuanto había sucedido. Por lo menos, todo aquello que se refiere al enfrentamiento con Jumara, porque no era capaz de comprender cómo habían regresado a la cueva, como tampoco había comprendido cómo habían salido de ella, llegando hasta el desierto. A ese respecto, sólo recordaba un repentino resplandor anaranjado y un segundo después el desierto desapareció, encontrándose otra vez en el interior de la cueva, precisamente en el mismo lugar frente al altar donde se encontraba el Boomerang Mágico.
Kata Juta, recuperado, observó a su alrededor. Aparte de los bunyips –aunque su aspecto continuaba produciéndole escalofríos, su temor hacia ellos se había mitigado-, había tres nuevos personajes, cuyas peculiares características le hizo preguntarse quiénes serían. También vestían unas curiosas túnicas, similares a las que utilizaban los bunyips, aunque de color dorado. Uno era un niño de corta edad; otro un hombre adulto, y el tercero, un anciano en cuyas manos, arrugadas y temblorosas, se podía apreciar un largo cayado confeccionado con una rama de eucalipto.
Fue éste último quién habló en primer lugar, con una voz ronca y débil, diciendo:
-Soy el Donante de Tiempo del Pasado.
-Yo soy el Donante de Tiempo del Presente, -dijo el hombre adulto.
-Y yo soy el Donante de Tiempo del Futuro, -se presentó a continuación el niño.
Después, dijeron los tres al unísono:
-El tiempo no tiene importancia. Sólo la vida es importante. Tu deseo ha sido cumplido. El Pasado se ha corregido, modificando el Presente y ofreciendo una nueva oportunidad al Futuro. La fuerza del amor, añadida a tu valor lo han conseguido. Ahora podéis marchar en paz.
Suele ocurrir que cuando se regresa de un viaje, desandando el camino ya conocido, éste, por alguna curiosa razón, parece generalmente más corto. Por lo menos así se lo pareció a Kata Juta y a Bujari, cuando un buen día, después de dejar atrás Ulurú, las Montañas Azules y el gran Desierto Rojo, se encontraron en las cercanías del poblado Anangu.
No se hacían preguntas con respecto a la facultad que tenían los bunyips y los Donantes de Tiempo de aparecer y desaparecer a voluntad, como si fuera la cosa más natural del mundo, porque comprendían que eso era un misterio de la Magia de los Dioses, y estos guardaban celosamente sus secretos.
Tampoco esperaba Kata Juta ser recibido como un héroe en el poblado, ni siquiera teniendo un pensamiento vanidoso –todo el mundo lo tiene alguna vez-, pues al fin y al cabo era un ser humano. Y había aprendido que ser humano significaba aceptarse uno mismo tal y como se es, con sus virtudes y sus defectos; con su entrega y su solidaridad.
Se sentía feliz, inmensamente feliz cuando abrazó a Lungkata y comprobó que éste se hallaba completamente recuperado. Es más, ni siquiera recordaba haber sido mordido por una hormiga ungwatafungi, faltando muy poco para que durmiera el Sueño de los Dioses.
Por supuesto, Bujari fue homenajeada también. En realidad, Kata Juta no dejaba de reconocer que, de no haber sido por su ayuda, posiblemente él no hubiera conseguido llevar a feliz término su misión. Pero había algo más. Algo maravilloso que había ido germinando en su corazón, con la misma intensidad a como las raíces de un árbol se agarran a la tierra.
Pero claro, eso forma parte de otra historia, cuya pista se encuentra en los profundos lazos que a partir de entonces unieron a los pueblos Anangu y Warramungu.

F I N

lunes, 5 de octubre de 2009

Capítulo 10: El Boomerang Mágico

El Boomerang Mágico

Algo que Kata Juta no podía siquiera imaginar, era el hecho de que los bunyips habitaran en cuevas, por mucho que le costara llegar a creer que, dada su elevada estatura, entraran por la pequeña galería que habían descubierto ellos con la ayuda de Luluba. Supuso, aún medio paralizado por el miedo, que debía de existir alguna otra entrada secreta que a ellos les había pasado inadvertida y que posiblemente se encontraba al otro lado de la montaña. Tampoco se imaginaba que pudieran ser tantos, ni que su rostro fuera tan espantoso; posiblemente mucho más espantoso de lo que los relatos de los mayores aseguraban. Permanecían todos muy unidos, aunque en grupos de tres –tal y como había visto en la pintura de la roca y como afirmaban los ancianos que solían hacer cuando abandonaban su territorio-, y todos, sin excepción, vestían unos extraños atuendos que les cubría por completo el cuerpo, desde los hombros a los pies. Estos no se les veían. Dicho atuendo era de color blanco, de manera que, vistos así, al resplandor azul verdoso que predominaba en la caverna, daban un aspecto mucho más siniestro todavía si cabe, porque los hacía parecer auténticos fantasmas.
Bujari tenía unas sensaciones parecidas, y como Kata Juta, permanecía completamente inmóvil, sin atreverse siquiera a dar un solo paso. La única que no parecía tener ningún temor, era Luluba, que daba saltitos a su alrededor, mirándoles a ellos y a los bunyips, como si esperara que cualquiera de ellos dijera o hiciera algo.
En otras circunstancias, Kata Juta hubiera pensado que tales demostraciones de confianza podían dar a entender que a lo mejor, en el fondo, los bunyips no eran los seres tan terribles que todo el mundo imaginaba. Pero mirándolos de cerca, no podía dejar de sentirse atemorizado por ellos. Sobre todo porque aquellos ojos azules, sin cejas ni pestañas, les observaban con tal fijeza e intensidad, que comenzaban a sentir una repentina sensación de sueño.
Primero fue Bujari quien se desvaneció, cayendo sobre la mullida alfombra de arena de la cueva. Luego, apenas unos segundos después, la acompañó Kata Juta, dejándose caer al lado de ella. Cuando despertaron, ninguno de los dos sabía cuánto tiempo habían estado dormidos, aunque ambos coincidían en que no habían tenido sueños. Al menos, no se acordaban de ello. Después, cuando volvieron a darse cuenta de que aún estaban en la cueva, miraron nerviosos a su alrededor. Pero a excepción de Luluba, que saltaba alegremente de uno a otro, lamiéndoles la cara cuando les vio despiertos, no había señal alguna de los bunyips.
-¿Lo habremos soñado todo?, -comentó Kata Juta, frotándose los ojos, deseando con todas sus fuerzas que así fuera.
-Ven, acerquémonos al altar, -dijo Bujari, cogiéndole de la mano y tirando con fuerza de él.
El agua estaba helada, de manera que cruzaron el río corriendo para escapar cuanto antes de la sensación de frío, salpicando involuntariamente a Luluba que, dando un pequeño grito de sorpresa, se quedó en la orilla observándoles con atención, aunque disgustada por un baño de agua fría que no esperaba.
De madera desgastada por el tiempo –Kata Juta esperaba que un objeto tan importante fuera algo de aspecto reluciente y maravilloso, como algunas piedras de color amarillo y muy brillantes que se encontraban en los lechos de los ríos-, el Boomerang Mágico tenía la forma inequívoca de un canguro en actitud de saltar. Aunque cubierto casi por completo de polvo y alguna que otra telaraña, aún se podían distinguir los colores originales ocres y naranjas con los que había sido pintado al principio de los tiempos, cuando los Wondjinas decidieron dárselo a su antepasado Adanee para que le sirviera de arma con la que defenderse y de herramienta de caza para alimentarse.
-Si no fuera por el color, -comentó Kata Juta, pensativo-, diría que es una réplica perfecta de Luluba.
No bien terminó de decir estas palabras, adelantando la mano hacia el boomerang para hacerse con él, cuando un bunyip, materializándose delante de él –apareció con la velocidad con la que una imagen se refleja en un espejo-, le sujetó fuertemente por la muñeca, impidiéndoselo. Bujari chilló asustada. Pero cuanto intentó ayudar a Kata Juta, se vio también atrapada. Ambos forcejearon, intentando liberarse sin conseguirlo. A pesar de la extrema delgadez, el bunyip tenía una fuerza descomunal, y sus manos estaban tan frías como un témpano de hielo. Cuando se cansaron de forcejear, sintiendo prácticamente dormidas las muñecas, el bunyip, sin dejar de mirarles, les liberó:
-Soy el custodio del Boomerang Mágico, -dijo, sin apenas mover los labios, con una voz que parecía surgida, no de su garganta –que hubiera sido lo más normal entre seres normales-, sino de lo más profundo de su estómago, pues sonaba como un eco lejano. Robar va contra la Ley.
-No somos ladrones, -contestó Kata Juta, frotándose la muñeca, dolorido.
-Si no sois ladrones, -continuó diciendo el bunyip-, ¿por qué pretendéis llevaros algo que no os pertenece?.
-Lo necesitamos para salvarle la vida a un amigo que se muere, -dijo Kata Juta, explicándole a continuación todos los pormenores de la tragedia de Lungkata, así como las aventuras y los peligros que habían tenido que hacer frente durante el viaje.

El bunyip guardó silencio durante unos instantes, mientras Kata Juta, nervioso, miraba alternativamente a Bujari y al Boomerang Mágico, pensando que aunque estaba tan cerca de él, la presencia del bunyip lo hacía prácticamente inalcanzable. Por fin, cuando estaba a punto de perder los nervios por la prolongada espera, la voz del bunyip volvió a sonar con su tono cavernoso, diciendo:
-Puede que vuestras intenciones sean honestas, pero aún así, no se puede utilizar el Boomerang Mágico sin haber pasado antes la Prueba del Valor.
Kata Juta y Bujari intercambiaron una mirada, aunque no hicieron ningún comentario, porque el bunyip continuó explicándoles:
-Es el propio Boomerang Mágico quien decide quién es digno de utilizar sus poderes y quién no.
Si estáis dispuestos a afrontar la prueba, debéis arrodillaros junto al altar y extender vuestras manos, sin llegar a tocarlo.
Ambos así lo hicieron.
-Es muy importante que sepáis, -dijo el bunyip, que permanecía situado detrás de ellos-, que los poderes del Boomerang Mágico conocen perfectamente cuáles son vuestros miedos y temores, por mucho que intentéis ocultarlos en lo más profundo del corazón. Sabiendo esto, ¿estáis dispuestos a continuar?.
-Sí, -respondieron Kata Juta y Bujari al unísono, sin dudarlo un segundo.
-En ese caso, repetid conmigo: norte, sur, este y oeste; los puntos cardinales aparecen y desaparecen.
Haciendo lo que el bunyip les había dicho, Kata Juta y Bujari repitieron las palabras, observando con mucha atención. Al principio no pasó nada. El Boomerang Mágico continuaba en su sitio, completamente inanimado, mientras ellos, de rodillas frente a él, comenzaban a sentir cansancio en los brazos, motivado por el tiempo que llevaban estirados. Después, cuando sintieron los primeros pinchazos en las yemas de los dedos y estaban a punto de bajarlos, el Boomerang Mágico, sin que nadie lo tocará, se movió.
Con lentitud al principio, el maravilloso objeto fue liberándose de la capa de polvo y de las telarañas que lo cubrían, ascendiendo en el aire más y más a medida que los giros iban adquiriendo velocidad. El sonido que producía –parecido al zumbido de las abejas cuando están enfurecidas-, comenzaba a ser más fuerte, también, llegando a un punto en que era lo único que Kata Juta y Bujari podían oír. Entonces, cuando pensaban que se iban a quedar sordos, pues realmente el sonido llegó a ser insoportable, algo extraordinario sucedió...

***

-¿Dónde estamos?, -preguntó Kata Juta, completamente desorientado.
Desorientada, también, aunque quizás no tanto como Kata Juta, Bujari contestó:
-No estoy segura, pero creo que hemos vuelto otra vez a los límites del desierto...
-¡No puede ser!, -dijo Kata Juta, confuso. ¿Cómo hemos podido volver otra vez aquí?. ¿Y el Boomerang Mágico?.
Bujari no dijo nada. Después, encogiéndose de hombros, comentó:
-Los designios de los Dioses son imprevisibles...
En efecto, parecían los límites del desierto que se extendía hasta las inmediaciones de la montaña Ulurú, salvo con la diferencia de que el cielo tenía un extraño color violáceo y el sol era completamente blanco. Ningún sonido se escuchaba, ni siquiera una brisa de viento, por débil que ésta fuera. Las nubes, sin embargo, numerosas y de diferentes formas y tamaños, tenían unos tintes grisáceos que se volvían plateados cuando pasaban por debajo del sol.
-¿Y ahora qué hacemos?, -preguntó Bujari, nerviosa, observando a Kata Juta con atención.
Este no dijo nada. En realidad, no sabía qué decir y tampoco qué hacer, salvo recorrer por segunda vez el camino hacia la montaña sagrada, por muy cansino que eso les resultara. Cuando así se lo dijo, estando a punto de iniciar la marcha, una terrible aparición se materializó frente a ellos, haciéndoles sobrecoger de espanto.
Jumara, la terrible serpiente, estaba delante de ellos, alzándose sobre su voluminoso vientre, preparada para atacarles. Sus ojos, profundamente negros como ciertas zonas de su escamosa piel, los miraban con perversa intensidad, mientras abría y cerraba la boca, mostrando su lengua bífida y unos colmillos tan grandes y afilados como un cuchillo.
-¡Atrás!, -dijo Kata Juta, protegiendo instintivamente a Bujari con su cuerpo.
Había sacado el cuchillo de hueso, empuñándolo con determinación, decidido a vender muy cara sus vidas. Puede que Jumara no esperara esa reacción, acostumbrada como estaba a que sus víctimas se quedaran paralizadas de miedo en cuanto la veían y eso las impidiera luchar y defenderse. Cuando por fin se decidió a moverse, lo hizo volteando la cabeza hacia un lado y a otro, con rápidos movimientos.
-¡Corre, Bujari!, -dijo Kara Juta, echándose hacia atrás, mientras intentaba defenderse con el cuchillo, aunque veía, desesperado, como la enorme serpiente evitaba todas sus estocadas y éstas sólo alcanzaban al aire.
-¡Cuidado, Kata Juta!, -chilló Bujari, aterrorizada, cuando vio que éste tropezaba, cayéndose de espaldas, quedando a merced de la bestia.
Bujari corrió en su ayuda, pero cuando quiso llegar hasta donde Kata Juta había caído, observó boquiabierta como éste saltaba en el momento en el que la pavorosa cabeza de la serpiente bajaba hacia él, con la boca muy abierta. Llevándose las manos a la boca, fue testigo, estupefacta, del prodigioso salto de Kata Juta, quien, abrazado a la pavorosa cabeza de la serpiente, le hundía una y otra vez el cuchillo. Bujara, herida de muerte, lanzaba estremecedores alaridos mientras ladeaba la cabeza con furia, intentando liberarse del abrazo de Kata Juta. Lo consiguió cuando, ya casi sin fuerzas, se derrumbó en el suelo, levantando verdaderas nubes de arena con la cola. Kata Juta cayó algunos metros más allá, rodando por la arena como un matorral arrastrado por el viento.
-¡Kata Juta!, -gritó Bujari, corriendo hacia él.
-¿Lo hemos conseguido?, -logró articular éste, poco antes de perder el conocimiento.Sí, Kata Juta, -dijo Bujari. Lo hemos conseguido...