jueves, 20 de agosto de 2009

Capítulo 2: Aroa y el Genio de los Libros

Aroa y el Genio de los Libros

Si alguna vez la hubieran dicho que algún día tendría la ocasión de ver un libro de aparente carne y hueso, de su misma estatura aproximadamente, con cabeza, brazos y piernas, hablando y bailando claquét sobre la tarima donde estaba la mesa de la señorita Gutiérrez, lo más seguro es que hubiera pensado que la estaban tomando el pelo, aprovechándose de que todavía era una niña y los adultos suelen pensar que los niños, simplemente por el hecho de serlo, se creen a pies juntillas todo aquello cuanto les dicen, pensando que es la cosa más natural del mundo. Por fortuna para ella, nunca había sido una niña asustadiza y fácilmente impresionable. Al menos no tanto como otras niñas de su misma edad que conocía y que gritaban por cualquier cosa, hecho éste que consideraba demasiado exagerado y muchas veces fuera de lugar, tal y como solía decir su madre, con relación a no perder nunca los nervios.

Bien es verdad que se sobresaltó un poquito cuando el extraño ser con forma de libro atravesó inesperadamente la cortina de humo, deteniéndose frente a ella como un repentino e inesperado relámpago. Naturalmente, su inmediata reacción fue la de dar un paso hacia atrás, pensando que aquélla extraña aparición la caería encima, pudiendo llegar incluso a lastimarla si no tenía cuidado de apartarse a tiempo. Pero por fortuna para su seguridad, no ocurrió lo que ella tanto temía y un segundo después ambos se encontraron a escasos centímetros el uno del otro.

Aunque su cuerpo tenía la inequívoca forma de un voluminoso libro en cuyas guardas se podían leer las iniciales “G.L.” grabadas en oro, su cara no resultaba en absoluto desagradable y hasta hubo un momento en el que Aroa pensó que le parecía vagamente familiar. Así que, observándolo minuciosamente, pudo ver que tenía el cabello oscuro y largo, recogido sobre la espalda en una larga, larguísima coleta, que le confería cierto aspecto de interesante distinción progre, como había oído por ahí definir a ciertas nuevas modas y tendencias de atrevida actualidad, alguna de las cuales ella no compartía, simplemente porque no la gustaban. Por el contrario, la nariz le resultaba quizás demasiado grande para su gusto, aunque tenía que reconocer que sus ojos, azules claros como ese mar Mediterráneo que bañaba las playas de Torrevieja donde ella y su familia solían veranear todos los años, la parecían sumamente atractivos, aunque no tanto, por supuesto, como los ojazos negros y maravillosos de Enrique Iglesias. Sus brazos, aunque largos como cañas de pescar, parecían musculosos y proporcionados, dejando aparte el detalle de que no podía juzgar sobre si sus manos eran finas y de uñas bien cuidadas, porque las llevaba convenientemente ocultas en unos finos guantes de gamuza azul. Algo similar ocurría con los pies, ocultos también por unas botas del mismo material y color que los guantes.

- ¿Quién o qué eres tú?, -preguntó Aroa, curiosa, una vez finalizado su examen superficial.
- ¡Quién soy yo!. ¡Já!. ¡Pregunta que quién soy yo!. Debes de saber, mi querida niña, que yo soy yo; es decir: me puedo definir como el nominativo del pronombre personal de primera persona en género masculino o femenino y número singular...
- Pero bueno, -dijo Aroa, frunciendo el ceño con cara de pocos amigos. ¿Acaso te estás burlando de mí?.
- Burlar: reírse, mofarse, chancearse...
- ¡Basta!, -gritó Aroa, cerrando los puños con rabia. Y segundos después de hacerlo, se arrepintió, porque recordó que su madre la había explicado en numerosas ocasiones que gritar no era éticamente correcto y ella no quería que los demás pensaran que era una niña consentida, maleducada y grosera, que perdía los estribos por cualquier cosa.

El ser con forma de libro cerró entonces los labios, observándola pensativamente, con una mano apoyada sobre el mentón y el dedo índice señalando hacia arriba, paralelo con la caña de la nariz, que le recordó a Aroa uno de esos complicados aparatos con los que se ejercitan los gimnastas. Aún avergonzada, Aroa le observó guiñar primero un ojo y luego el otro, mientras balanceaba la cabeza a derecha e izquierda, murmurando algo tan extremadamente bajo, que ella no consiguió entender, aún teniendo el oído muy fino. Frente a semejante actitud, pensó que lo mejor sería no decir absolutamente nada hasta que él terminara sus incomprensibles cavilaciones y se comportara de una manera más educada y racional.

“Es posible que esté loco”, -pensó, mientras le observaba. “O quizás más bien majareta, como dice el abuelo. ¡Pero bueno!. ¿Seré yo quien esté loca?. ¿Cómo es posible que pueda estar aquí, tan tranquila, hablando con un libro con patas de tamaño natural?”.

- Pero yo no soy simplemente un libro con patas, como piensas. Soy el espíritu universal de todos los libros, -dijo el ser. Añadiendo a continuación: de los libros del pasado, de los libros del presente. Incluso soy también el espíritu universal de los libros del futuro, aquellos que todavía no se han escrito y su nacimiento está aún por llegar.
- De acuerdo, como tú digas, -dijo Aroa, con despreocupación, preguntando acto seguido: ¿pero realmente, quién eres tú?. Porque supongo que tendrás un nombre como todo el mundo, aunque seas un libro de carne y hueso.
- ¿Que quién soy yo?, -exclamó el ser, tapándose la cara con una mano, como si le estuviera dando la luz del sol directamente en los ojos. ¡Pregunta que quién soy yo!. Niña, debes de saber que yo soy Yo, aunque bien es verdad que todos mis amigos me conocen como el Genio de los Libros.
- ¿El Genio de los Libros?, -titubeó Aroa, pensando que quizás la estaba tomando a ella por tonta, pues actualmente, ¿quién puede ser tan ingenuo como para creer en genios o en cuentos de hadas?.
- ¡Exacto, pequeña!. Bien, ahora que sabes quién soy yo, falta que sepamos quién eres tú.

Como aquél requerimiento le pareció a Aroa de lo más lógico y natural, no puso ninguna pega en hacerle saber quien era ella. De modo que, obviando los apellidos, contestó con toda naturalidad:

- Yo soy Aroa.
- ¿Aroa?, -exclamó el Genio de los Libros, adoptando otra vez una aburrida expresión reflexiva, que lejos estaba de parecerle a Aroa demasiado natural para su gusto. A ver, déjame ver...Aroa...Aroa...¡Por supuesto!. ¡Ya lo tengo!. Aroa: nombre de origen germánico, derivado de Ara, que significa bueno o de buena voluntad. Su santo se celebra el cinco de julio...

“¿Pero qué está diciendo ahora?”, -se preguntó Aroa, frunciendo el ceño completamente desconcertada.

Ella pensaba, porque así se lo había oído decir muchas veces a su madre, que su nombre tenía un origen ciertamente cantábrico, quizás del País Vasco –dada su peculiar semántica- y que se lo había puesto al nacer porque lo había escuchado en alguna ocasión, le había gustado y además era un nombre muy poco conocido, al menos en Madrid. Tampoco sabía que ella tuviera santo, si exceptuamos la fecha de su cumpleaños, que coincidía con la festividad de San Rodrigo, según el calendario, y ni siquiera era fiesta oficial, aunque ella siempre tuviera el homenaje de sus familiares y amigos y pidiera un deseo cada vez que soplaba las velas de la tarta.

- Ciertamente es un nombre muy bonito para una chica muy bonita, -dijo el Genio de los Libros, guiñándola un ojo en señal de amistosa complicidad. Sin embargo, -añadió a continuación-, hay algo en tu pequeña personita que no consigo comprender, aunque no creas que no lo intento.
- ¿A qué te refieres?, -preguntó Aroa, no muy convencida con el adjetivo de pequeña personita que le acababa de otorgar su extraño y nuevo amigo.
- Es evidente, -continuó hablando el Genio de los Libros, señalándola con un dedo acusador-, que no te gusta nada leer.
- Bueno, -contestó Aroa, sin darle apenas importancia al comentario. Creo que leer es aburrido y también una pérdida de tiempo.
- ¡Oh, Dioses!. ¡Dioses!. ¡Rayos y centellas!. ¡Esta niña es una sacrílega!, -exclamó el Genio de los Libros, tapándose la cara con las manos, como si hubiera visto algo terrible que lo asustara de verdad.

“¿Pero qué tiene de malo que no me guste leer?”, -se preguntó Aroa, bastante confundida observando la actitud que acababa de tomar su nuevo y curioso amigo. A fin de cuentas, ella no consideraba que fuera tan importante su falta de afición a la lectura y no lograba comprender por qué a él le afectaba tanto.

Su madre decía muchas veces que no ser la primera en alguna cosa no significaba necesariamente tener que ser la última en todas. Y ella suponía que debía de tener razón, porque para eso era su madre y una madre no engañaría nunca a una hija. Su prima Tania, por ejemplo, leía muchos libros. Bien, ¿y qué?. Ella hablaba inglés mucho mejor que su prima. Y eso no significaba tampoco que ninguna de las dos fueran tontas o que una fuera más inteligente que la otra.

- ¡Niña!. ¿Quieres hacer el favor de dejar ya de hablar contigo misma?, -dijo el Genio de los Libros, que parecía tener el incomprensible poder de leerle el pensamiento. Bien, ahora que vuelvo a tener otra vez tu estimada atención, quiero hacerte una pregunta: ¿por qué crees tú que existen los libros?.

Aunque Aroa no quisiera admitirlo, aquélla pregunta la torturó lo suficiente como para pensar que no tenía una respuesta adecuada y aquella circunstancia, por otra parte, la ponía un poco nerviosa. Era como cuando la señorita Gutiérrez la sacaba al encerado y la obligaba a realizar el análisis gramatical de una frase. Casi siempre -tanto que ella pensaba que lo hacía a propósito porque si no, no tenía explicación-, solía ser la frase más larga y difícil de todas cuantas se hallaban en el cuaderno de ejercicios.

También era verdad lo desagradable que resultaba equivocarse en cualquiera de las complicadas operaciones a seguir y tener que aguantar las risas y bromas de las demás compañeras de su clase. Pero quizás lo más desagradable de todo eso, fuera la risa de autosuficiencia de Matildita, la empollona número uno de la clase, por no decir de todo el colegio y hasta es posible que del mundo entero.

- No estoy segura, -contestó, dubitativa. A lo mejor es porque a la gente le gusta demasiado inventarse historias sobre cosas que nunca las han de pasar.
- ¡Puede ser!. ¡Puede ser!, -dijo el Genio de los Libros. Pero tienes que reconocer que no todo lo que hay en los libros es inventado. Además, ¿qué puede tener de malo inventar historias?.
- ¡Pues que no son verdad!, -exclamó Aroa, bastante contrariada por lo que ella consideraba evidente.
- ¿Te has detenido alguna vez a pensar que hay personas que escriben sus pensamientos, sentimientos e impresiones única y simplemente por el placer de compartirlos con los demás?. ¿Gente que ha sacrificado sus mejores horas de sueño para que otros gocen con sus fantasías y secretos y pasen un rato agradable, que los libere en parte del tedio y el aburrimiento?.
- Bueno, visto de ésta forma..., -susurró Aroa, aunque no del todo convencida, añadiendo en voz alta: ¿por qué habrían de interesarme los secretos de los demás?.

En contra de lo que Aroa esperaba, el Genio de los Libros no contestó. Al menos, no inmediatamente. Por el contrario, volvió a adoptar aquella expresión meditabunda a la que ya estaba comenzando a acostumbrarse, aunque también era verdad que temía la pregunta que a continuación pudiera llegar a hacerle, si se tenía en cuenta las que ya la había formulado con anterioridad.

“¿Qué estará pensando ahora?”, -volvió a preguntarse, frunciendo otra vez el ceño. Era éste un gesto que solía hacer muy a menudo y la gente que la conocía no se cansaba de afirmar que lo había heredado de su madre. También era verdad que cuando su madre fruncía el ceño, lo que venía a continuación solía ser el relámpago que precede al trueno y anuncia la tormenta. Por fortuna, tales ocasiones no se producían con frecuencia y ella además era lo bastante inteligente como para saber cuándo debía callarse y esperar a que pasara la tormenta y poder guardar el paraguas.

- ¿Sabes volar?, -dijo de repente el Genio de los Libros, sobresaltándola. ¡No, claro que no!. ¡Qué tontería!. ¿Cómo podrías saber volar si no eres un pájaro y tampoco tienes alas?.
- ¿Por qué tendría que saber volar?, -preguntó Aroa, adoptando un tono de ligera indiferencia, sobre todo pensando en su miedo atávico a las alturas.
- Porque es absolutamente imprescindible que hagamos un viaje, -contestó tan tranquilo el Genio de los Libros.
- ¿Viajar?, -exclamó Aroa, sobresaltada. ¿Viajar a dónde?.
- Por tu bien, mi querida amiga, no tengo más remedio que enseñarte el Mundo de Literaria. No pienses que todas las personas tienen la oportunidad de llegar a conocerlo, siquiera una vez a lo largo de su vida. Muy poca gente ha conseguido alguna vez acceder a él. Pero tú eres especial y hay alguien a quien preocupas, que ha decidido que mereces una oportunidad. De manera que deja tu cartera sobre el pupitre y acompáñame. Confía en mí y sobre todo no temas absolutamente nada, porque estás en buenas manos.

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