lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 2: El joven Kata Juta

El joven Kata Juta

Una de las mejores cualidades de los aborígenes australianos con respecto a los niños, es que no los discriminan si no han nacido dentro de los límites de la tribu. Cuando se los encuentran, como en el caso de Kata Juta, no hacen preguntas, sino que, por el contrario, los acogen y los cuidan con el mismo cariño con que lo harían con sus propios hijos. Ellos creen que recoger a un niño abandonado, o perdido, o huérfano, es un acto de generosidad que atraerá el favor de los Dioses, así como la buena suerte y la prosperidad al poblado.
Kata Juta no tenía ninguna marca de identificación que pudiera ofrecer a los Anangu una pista sobre la tribu a la que pertenecía. Era una costumbre común a todas las tribus aborígenes, pintarse con los símbolos de su clan, y lo hacían bien en la cara, bien en el torso o bien en las extremidades.
El símbolo tradicional de los Anangu, consistía en un pequeño sol amarillo, que solían pintarse en la cara o en el pecho, aunque si era éste último el caso, debía hacerse, por tradición, a la altura del corazón. Dicho símbolo les había sido revelado hacía mucho tiempo, cuando Mita, uno de los primeros chamanes se despertó una mañana, diciendo que los dioses se lo habían confiado mientras dormía y le habían dicho que con ese símbolo la fortuna nunca les abandonaría. Cierto o no, se podía considerar que los Anangu eran un pueblo feliz, que raramente tenía que levantar un arma contra otro pueblo, sobre todo porque en su territorio disponían de todo aquello cuanto pudieran necesitar y no codiciaban nada que perteneciera a los hombres de otra tribu.
Kata Juta, pues, tuvo una infancia tranquila y feliz, y aunque no era el niño más alto de la tribu, ni el más fuerte, ni tampoco el más listo, se llevaba bien con todo el mundo y todo el mundo le quería y apreciaba. No obstante todo lo anterior, tenía dos cualidades que le diferenciaban de los demás: era zurdo, o sea, que manejaba mejor la mano izquierda que la derecha y sobre todo –algo de lo que Lungkata se sentía profundamente orgulloso-, era un jovencito muy tenaz en sus decisiones.
¿Qué quiere decir esto exactamente?.
Pues quiere decir que no había trabajo, labor o problema que abandonara a la ligera, sin antes intentar solucionarlo por todos los medios a su alcance. También era un niño muy paciente, que sabía escuchar y aprovechar los consejos que le daba Lungkata y pronto sabía tantas o más cosas que él, hasta que llegó un momento en el que ambos compartían por igual sus obligaciones, tanto privadas como comunitarias.
En lo único que Lungkata y Kata Juta no conseguían nunca ponerse de acuerdo, era en una cuestión, en principio tan intranscendente, como dejarse crecer la barba.
Lungkata era de la opinión de que una barba larga y enmarañada era un signo inequívoco de virilidad, mientras que Kata Juta decía que la barba era un impedimento para comer, y además atraía toda clase de bichos molestos –muchos de ellos casi inapreciables a simple vista-, con lo cuál uno tenía que pasarse todo el día y buena parte de la noche rascándose como si hubiera estado tumbado en medio de un jardín lleno de ortigas.
Un rasgo común a todos los aborígenes australianos, era el color oscuro de su piel y el cabello abundante y muy rizado, excepto en el caso de aquellos otros primos hermanos que habitaban en la costa, los cuales lo tenían muy largo y recogido en trenzas y eran expertos constructores de canoas, redes y artilugios de pescar.
Los Anangu, sin embargo, aunque eran buenos nadadores –no en vano, todos aprendían a nadar cuando eran muy pequeños-, no eran tan hábiles constructores de canoas, por lo que se limitaban a vadear los ríos, lagos y pantanos que había en su territorio, ayudados de largas pértigas. Tampoco utilizaban redes, pero sí sus lanzas y sus mazas tjuni, así como otros curiosos instrumentos.
En cuestiones de pesca, el viejo Mani era el pescador más hábil de la tribu y tenía la obligación de conseguir pescado fresco para todos. El pez más voluminoso y exquisito de todos cuantos pudieran existir en los ambientes acuáticos del territorio, era el wanajee, que vivía en lo más profundo del agua y se necesitaban al menos dos personas para capturarlo.
La forma de cazar al wanajee era muy sencilla, aunque se precisaba estar muy atento, pues sólo se disponía de una oportunidad, una vez que se conseguía que éste sacara la cabeza fuera del agua. Por eso era necesario que otro miembro de la tribu –por regla general solía ser algún joven aprendiz-, metiera la punta de un largo y hueco instrumento de madera en el agua y soplara ininterrumpidamente hasta ver las burbujas de aire flotando en la superficie, mientras el otro esperaba con el mazo levantado para asestar el golpe. Cuando el wanajee veía las burbujas, solía acudir rápidamente, pensando que era la invitación de una hembra que quería ser cortejada. Pero había que estar muy atento y ser muy preciso, porque cuando el enorme pez sacaba la cabeza del agua a la altura donde había detectado las burbujas y se daba cuenta del engaño, enseguida se sumergía otra vez bajo el agua, perdiéndose en las profundidades.
La primera vez que Kata Juta intentó golpear la cabeza de un wanajee con el mazo, falló tan estrepitosamente, que empapó al viejo Mani, cubriéndole de arriba abajo de agua y lodo.
-¡Concentración, Kata Juta!. ¡Concentración!, -dijo éste, enfadado por un baño que no esperaba.
Como también falló en las otras dos oportunidades que aún le quedaban para convertirse en el pescador oficial de la tribu cuando el viejo Mani se fuera a dormir el Sueño de los Dioses, fue descartado como candidato. De manera que no tuvo más remedio que probar sus habilidades en otras artes.
Aunque no era mal cazador –las enseñanzas de Lungkata habían sido muy eficaces en su aprendizaje-, tampoco destacaba en ésta disciplina. Al menos no lo suficiente como para que el Consejo de la Tribu, formado por los más ancianos, depositara en él su confianza, asignándole un lugar en el Clan de Cazadores, cuya misión consistía en proveer de carne las necesidades de la tribu y cuyos miembros eran cuidadosamente escogidos entre los mejores.
Kata Juta, pues, se enfrentaba a un serio dilema. Si no podía ser pescador, ni tampoco cazador porque no tenía la habilidad suficiente para ello, ¿qué futuro le esperaba en la tribu?. ¿Qué podía hacer, que fuera de utilidad para él y el resto de la comunidad?. Ni siquiera sabía bailar, para poder aspirar a ocupar alguna vez el puesto de Maestro de Ceremonias. ¿Tendría que abandonar el poblado Anangu, porque no les podía ser de utilidad en nada?.Tales eran las tribulaciones del joven Kata Juta, cuando ocurrió un incidente con el que tendría la oportunidad de demostrar su valía, y a consecuencia del cuál vería asegurado para siempre su lugar y su futuro en la comunidad Anangu.

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