viernes, 11 de septiembre de 2009

El Boomerang Mágico

Introducción

La presente historia ocurrió hace mucho tiempo, en esa inmensa isla continente que hoy en día se llama Australia, durante una época mágica a la que sus primitivos habitantes, los aborígenes, recuerdan en sus leyendas y tradiciones como Tjukurrpa: el Tiempo del Sueño. Naturalmente, en la actualidad las cosas han cambiado mucho, pero si uno tiene la oportunidad alguna vez de viajar hasta allí, verá que hay otras, como la montaña Ulurú –los australianos la llaman Ayers Rock-, que siguen igual, desafiando al tiempo como sólo una roca puede hacer.
Los desiertos, como es lógico, tampoco han cambiado apenas desde esa época. En realidad, es muy difícil que puedan llegar a hacerlo algún día y mucho menos en Australia, donde las temperaturas suelen ser más altas que en otros lugares.
En cuanto a los aborígenes, que fueron los primeros pobladores, constituyen hoy en día una minoría y aunque algunos conservan sus antiguas tradiciones, la mayoría a adquirido los hábitos de los europeos que llegaron allí muchos siglos después.
Pero después de todo, y con referencia a nuestro héroe, Kata Juta, su valor se vio ampliamente recompensado. La zona subyacente a la montaña sagrada Ulurú se convirtió con el tiempo en un lugar protegido, pasando a llamarse Parque Nacional Ulurú-Kata Juta. Y hay quien dice –sobre todo la gente aborigen, que entiende más de esas cosas-, que a veces, al atardecer, cuando los últimos rayos del sol inciden sobre la roca, se pueden ver los rasgos de su cara, así como los inconfundibles rizos de su cabello.
¿Sólo son leyendas?. ¡Quién sabe!.
Capítulo I: El pueblo de los Anangu
Cerca de un pantano situado en el interior de una de las zonas más desérticas de Australia, vivía hace mucho tiempo una tribu aborigen, que respondía al nombre de Anangu. Los Anangu eran un pueblo feliz y pacífico, aunque no tanto por su deseo de avanzar más hacia el interior, como por la considerable distancia que los separaba de otras tribus vecinas, como los Liru, los Kuniya o los Warramungu.
Vivían en un periodo de tiempo que ellos denominaban Tjukurrpa, lo que traducido libremente de su lengua ancestral, viene a significar algo así como el Tiempo de los Sueños.
Las casas del poblado Anangu estaban construidas, generalmente, a base de wanagri, que era un arbusto de grandes dimensiones y cuya madera, durísima, era capaz de resistir hasta la más fuerte de las tormentas de arena que provenían del interior del desierto, que era un lugar misterioso y desconocido, donde habitaban toda clase de seres poderosos, que rara vez se dejaban ver fuera de los límites que consideraban como territorio de su exclusiva propiedad.
Los peores de todos ellos, aquellos que por su aspecto inspiraban un terror inmediato entre los aborígenes, eran los legendarios bunyips. Estos constituían una raza aparte, antigua y muy diferente de cualquiera de los seres humanos que formaban los numerosos pueblos aborígenes. Gigantes por su elevada estatura –hacían falta tres hombres subidos unos encima de los otros para poder igualarse a ellos-, eran, sin embargo, tan delgados, que cuando se ponían al lado de un árbol, solamente se les distinguía por la forma monstruosa de sus cabezas.
Las cabezas de los bunyips tenían una forma parecida a la de una gota de agua cayendo de la rama de un árbol, aunque vista del revés: redonda por arriba y tan estrecha a la altura de la barbilla, que semejaban el agudo filo de un cuchillo de caza. Sus orejas eran grandes, también, y tenían una forma similar a las alas desplegadas de los murciélagos.
Por otra parte, los ojos eran completamente redondos, sin párpados y de un color azul tan intenso, que cuando alguien los miraba directamente, enseguida se veía atrapado en un profundo sueño que lo dejaba a su merced.
Por ese motivo, y algunos otros, una de las primeras cosas que aprendían los niños aborígenes de cualquier tribu y poblado, era a no mirar nunca a los ojos de un bunyip si en alguna ocasión se encontraban con uno.
Tampoco tenían cejas, ni bigote, ni pelo, ni barba como los hombres, y su boca era tan fina, que daban la impresión de no tenerla. Los más ancianos decían que cuando un bunyip abría la boca, se le podían ver dos hileras de dientes tan afilados como las mandíbulas de los tiburones que infestan las aguas de las lejanas costas.
Por fortuna, los bunyips eran unos seres tan solitarios, que rara vez se les veía fuera de su territorio, aunque cuando lo abandonaban, siempre lo hacían en pequeños grupos de tres o cuatro individuos y generalmente no atacaban a nadie.
Aparte de los bunyips, había otros seres peligrosos deambulando por aquellas tierras y a los que era preciso conocer para prevenir a tiempo sus ataques, como las serpientes –muchas de ellas venenosas-; los cocodrilos, siempre esperando un descuido para avalanzarse sobre su víctima y devorarla y los traicioneros dingos, animales salvajes parecidos a los perros, que atacaban siempre en manadas, acorralando a su desafortunada víctima sin que ésta tuviera posibilidad alguna de escapar.
También había otra clase de animales, no tan agresivos como los anteriores, aunque no por ello menos peligrosos, entre los que destacaban los canguros.
De igual manera a como sucedía con los aborígenes, entre los canguros existían ciertas diferencias que hacían que se consideraran de familias diferentes y habitaran zonas distintas, cuyas fronteras procuraban no traspasar si no eran previamente invitados por algún miembro de otra familia.
De todas las familias de canguros, las más importantes –por el número de sus miembros y sus características de adaptación al medio-, eran la de los canguros rojos y la de los canguros grises.
Los canguros grises constituían la familia más numerosa y tenían un apetito tan voraz, que habitaban las zonas más templadas de la sabana, donde abundaban los pastos, las pequeñas charcas de agua y los lagos y pantanos repletos de vida de toda clase y condición. Por el contrario, sus primos, los canguros de la familia roja, no eran tan numerosos como ellos y habitaban las zonas áridas del interior de los grandes desiertos. Es posible que debido a ello, y teniendo en cuenta las duras condiciones en las que tenían que vivir, fueran más altos y fuertes, aunque también más reservados y poco comunicativos.
Todos, tanto los canguros de la familia gris como los canguros de la familia roja, se impulsaban con sus extremidades inferiores, que les permitían dar grandes saltos y recorrer enormes distancias en mucho menos tiempo del que emplearía un hombre, aunque pudiera correr sin descansar. Su arma más poderosa, y por supuesto, temida por todos sus enemigos, eran sus garras, muy afiladas y duras, capaces de desgarrar cualquier cosa en un abrir y cerrar de ojos.
Como en cualquier otro tipo de sociedad de aquella época, las hembras canguro eran las encargadas de vigilar a las crías. Siendo animales muy viajeros, tenían una especie de bolsa a la altura del abdomen que les permitía desplazarse a cualquier lugar, con sus crías en el interior, protegiéndolas, además, de cualquier peligro que pudiera acecharles, hasta una edad en la que ya podían corretear solas.
Posiblemente los animales más pacíficos e inofensivos de todo el continente austral y del mundo, fueran los koalas. Se trataba de unos simpáticos ositos que vivían en parejas y se pasaban prácticamente todo el día durmiendo en cualquier sitio, aunque preferían hacerlo en las ramas de los árboles –sus favoritos eran los eucaliptos-, pues así tenían un lugar seguro y fresco para descansar y hojas en abundancia para comer.
Aparte de estos animales, los Anangu estaban acostumbrados a convivir con emus, aves muy parecidas a los avestruces y de abundante y sabrosa carne; con ornitorrincos, curiosos animalitos que tenían el cuerpo de una nutria y el pico y los pies de un pato, así como con las liebres del desierto, que en el idioma de los aborígenes respondían al nombre de hare wallaby.
Fue precisamente siguiendo el rastro de una de ellas, como el guerrero Lungkata encontró al pequeño Kata Juta abandonado a orillas de la laguna, cuando estaba a punto de ser devorado por un cocodrilo de dimensiones tan grandes, que durante un momento –el tiempo justo de saltar y golpearle en la base del cráneo con su tjuni o mazo de madera-, tuvo miedo de no poder salvarlo.
Una vez muerto el cocodrilo –la base del cráneo es su punto más débil, pues el resto del cuerpo está poco menos que acorazado-, y con el pequeño Kata Juta en brazos, el valiente Lungkata se dirigió corriendo al poblado, deseoso de mostrarles a todos al que desde aquél día consideraba como su hijo y al que enseñaría todas las artes de un guerrero.

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