lunes, 7 de septiembre de 2009

Capítulo 4: Santa Claus prisionero

Santa Claus prisionero

1

Repuestos de la impresión recibida al ver la habitación de Santa Claus puesta patas arriba, los duendes, suponiendo lo que había sucedido, se agruparon alrededor de Belsnickle, que era el responsable de todo en ausencia de aquél. A la reunión también asistieron Rodolfo y los renos voladores, que estaban dispuestos a prestar su colaboración a los duendes para cualquier cosa que estos necesitasen en su misión de encontrar y liberar a Santa Claus. Dadas sus extraordinarias facultades mágicas, que les permitían volar a velocidades supersónicas sin cansarse, no había lugar, por muy lejano que se encontrara, al que no pudieran llegar en lo que los duendes denominaban un “pis-pás”. En efecto, eran tan rápidos cuando lo requería la ocasión, que antes de que alguien pudiera terminar de decir “pis-pás” ya habían dado una vuelta completa al mundo.
Pero de nada servía tan maravillosa rapidez, si no se tenía una idea lo más precisa posible de hacia dónde dirigirse. Por supuesto, Belsnickle era consciente de ello, y no en vano se había estado devanando los sesos intentando resolver el enigma, cuando repentinamente una luz brilló con fuerza en el interior de su cabeza.
Como los duendes se despistan con facilidad si se les da rienda suelta, Belsnickle tuvo que elevar la voz para que todo el mundo le oyera y le prestaran atención:
-Escuchadme todos, -dijo, dando una sonoras palmadas con las manos-. Cuando vio que había conseguido llamar la atención de todos, continuó diciendo: parece que todos estamos de acuerdo en que Santa Claus ha sido secuestrado…
-Sí…Sí…, -gritaron los duendes, todos a una, haciendo bocina con las manos.
-Ahora bien, -añadió Belsnickle- no sabemos por quién y tampoco a dónde lo han llevado…
-¿Por quién?. ¿A dónde?, -repitieron los duendes, mirándose los unos a los otros con gesto interrogante.
-Pensemos, que para eso tenemos una cabeza encima de los hombros -dijo Belsnickle, recabando de nuevo la atención de todos-. ¿Quién puede estar interesado en secuestrar a Santa?. ¿A quién le puede beneficiar mantenerle prisionero, ahora que está tan cerca la Navidad y los niños sólo sueñan con los juguetes?.
-¿A quién?. ¡Sí!. ¿A quién?, -repitieron todos, como un eco, mirándose entre sí.
Belsnickle les observó con severidad durante unos segundos. Después, levantando un dedo acusador, añadió:
-¿Quién es el mayor productor de juguetes del mundo?.
En ésta ocasión, mientras los duendes mantenían una actitud pensativa –algunos se frotaban las puntiagudas orejas; otros se tiraban de las barbas y aún había otros que jugueteaban nerviosamente con los cascabeles de su gorros-, Christnickle, adelantándose, exclamó:
-¡Hate!.
-¡Eso es!. ¡Hate!, -dijo Belsnickle, aplaudiendo-. ¿Y dónde se encuentra Hate?.
-¡En la Torre Negra de Nueva York!.
2
Todas las alarmas saltaron al unísono en los Estados Unidos de América, el país más poderoso del mundo, cuando el enorme trineo volador atravesó el país de costa a costa a velocidad de vértigo. Los primeros en detectarlo, naturalmente, fueron los radares militares, que enseguida dieron la voz de alarma ante lo que parecía un caso claro de objeto volador no identificado que había entrado sin permiso en su espacio aéreo. Como es natural, enseguida despegaron los reactores de las Fuerzas Aéreas. Pero ni siquiera el reactor más rápido puede superar a unos renos voladores cuando parten en misión, de manera que no tardaron en dejar atrás a los aviones, haciéndoles perder su rastro, al menos el tiempo suficiente como para no ser molestados.
Belsnickle manejaba las riendas con presteza, aunque el verdadero capitán era Rodolfo, que volaba en primer lugar dirigiendo con gran habilidad a los demás. Sentado junto a Belsnickle, Christnickle no dejaba de observar el horizonte, preparado para dar la voz de aviso en el momento en que divisara la Torre Negra.
Por otra parte, ésta no tardó en hacerse visible cuando Rodolfo varió el rumbo hacia el norte, atravesando un espeso cúmulo de nubes.
-¡Ya la veo!. ¡Ya la veo!, -gritó Christnickle entusiasmado, dando una palmada en la espalda de Belsnickle, que a punto estuvo de hacerle perder el gorro-.

3
Los niños miraban con temor a Santa Claus, puesto que apenas habían oído hablar de él, debido a que desde muy temprana edad habían caído en las garras del Señor Hate y lo único que habían aprendido con él era a trabajar duramente en la cadena de montaje del sótano número 5, lugar del que no habían vuelto a salir, y donde no habían vuelto a ver otra luz que no fuera artificial. Los más pequeños, sin embargo, le observaban con mucha curiosidad, preguntándose, nerviosos, quién sería aquél personaje tan peculiar, con su enorme corpachón, su larga barba blanca que casi le llegaba hasta el ombligo, que llevaba puesto un llamativo traje de color rojo con ribetes blancos, hebilla y cinturón, y que calzaba unas botas negras tan grandes, que seguramente cada vez que diera un paso con ellas, debía de recorrer varios metros de distancia.
Después de un buen rato de permanecer encadenado junto a ellos, los que estaban sentados más cerca de él se atrevieron a tocarle, seguramente movidos por el instinto, o quizás para asegurarse de que era un ser de carne y hueso y no un fantasma. Pero enseguida retiraban la mano, temerosos de que pudiera tratarse de una trampa y terminaran siendo severamente castigados por los guardias, que seguían al pie de la letra las severas órdenes del Señor Hate, en cuanto al trabajo y la disciplina se refiere.
Entretanto, Santa Claus, con el corazón profundamente herido por la visión de aquellos pobres niños a los que la maldad de Hate había robado la ilusión de la infancia, no dejaba de mostrarse sonriente en todo momento, mirándoles con dulzura, dejándose llevar por la idea de ir ganándose poco a poco su confianza. Estaba seguro de que sus amigos, los duendes, le estarían buscando y que pronto, muy pronto, darían con él, ayudándole a poner remedio a aquélla terrible situación.
Mientras esperaba, aprovechó, también, para observar la cadena de montaje en la que se hallaba prisionero. Resultaba, a su modo de ver, un lugar tétrico y frío, repleto de sofisticadas máquinas que desarrollaban un trabajo mecánico, rápido y calculado. No pudo por menos que ladear la cabeza suspirando con pesar, pensando que todos aquellos juguetes –montones y montones de cajas, que se deslizaban por unas enormes cintas ambulantes que los depositaban directamente en los almacenes de los pisos superiores-, no podrían hacer nunca completamente feliz a un niño. No existía ni una pizca de amor en su fabricación, y por lo tanto, bajo su punto de vista, se podía decir que eran juguetes sin alma, carentes de vida y creados sin ilusión. Igual de fríos e inermes como la piedra que un ángel negro había cambiado por el corazón del Señor Hate, aprovechando un descuido del ángel de la guarda.Pensando en él, estaba seguro de que le estaría observando a través del ojo de cristal de las numerosas cámaras instaladas por todos los rincones, seguramente disfrutando frente a la idea de que él, a semejanza de los niños que mantenía esclavizados, nunca más volvería a ver la luz del sol. Dicha certeza hizo, no obstante, que en su cara se dibujara una sonrisa todavía más amplia y generosa si cabe, pensando que muy pronto éste se daría cuenta del sentido real de la Navidad, aprendiendo, de paso, una lección vital que nunca olvidaría.

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