domingo, 6 de septiembre de 2009

Capítulo 3: la maldad de Señor Hate

La Maldad del Señor Hate

1
En su despacho, situado en lo más alto de la Torre Negra, el Señor Hate se frotaba las manos satisfecho, contemplando la ciudad de Nueva York a vista de pájaro, sintiéndose el hombre más poderoso del mundo. En su fuero interno, pensaba que ese era el lugar que realmente le correspondía: estar en la cima del mundo, tan cerca de las nubes, que podía llegar a tocarlas con el mínimo esfuerzo de estirar un poco el brazo. ¿Acaso no era un ganador?. Y siendo un ganador, ¿no merecía, también, estar muy por encima del resto de los seres humanos, tan vulgares y cenicientos, tan poca cosa comparados con él?. Enfrente suyo, fuertemente amordazado y vigilado de cerca por Caracortada Jackson y sus compinches, Santa Claus le contemplaba con curiosidad, aunque sin perder ni un momento la sonrisa.
Después de unos minutos de confusión al despertar, Santa se percató inmediatamente de la situación en la que se encontraba. En realidad, no era la primera vez que alguna persona malvada –había conocido a muchas durante su longeva existencia, aunque en el fondo sentía una grandísima pena por ellas y hasta llegaba a disculparlas pensando que eran personas que no habían tenido una infancia fácil porque el mundo, por desgracia, tampoco era perfecto, no siendo igual de justo para todos-, pretendía perjudicarle a él, intentando hacer, de paso, también daño a sus queridos niños. Pero afortunadamente, siempre había salido airoso de semejantes avatares, que con el paso del tiempo se iban convirtiendo en simples anécdotas, que algunas veces recordaba sentado confortablemente junto al fuego del hogar en compañía de sus amigos.
También era cierto que en numerosas ocasiones, Belsnickle y Christnickle le habían aconsejado tomar medidas contra aquélla clase de individuos, pero Santa era un ser incapaz de perjudicar a nadie, por muy mala que fuera la persona en cuestión, diciendo convencido que no había encontrado nunca a una persona mala en la que no se pudiera encontrar algo bueno, por muy oculto que estuviera en lo más profundo de su corazón.
Pero su sexto sentido –ese que todavía no se conoce muy bien, pero existe y que te avisa puntualmente cuando algo no marcha como debe- le decía que aquél iba a ser un hueso muy duro de roer. Tenía la desoladora sensación de que el Señor Hate había nacido sin corazón, y ese detalle le producía una pena infinita.
Recordó una ocasión, cuando era obispo en el pequeño pueblecito de Myra –Santa Claus escuchó a muy temprana edad la llamada del Señor, e inmediatamente se puso en camino sin hacer preguntas-, en que conversando con un viejo eremita –los eremitas son hombres santos, que buscan a Dios aislados del mundo y en completa soledad-, éste le confió que había personas a las que un ángel negro y malvado había robado el corazón al nacer, sustituyéndolo por una piedra. Era muy raro que pasara algo así, pero desde luego no imposible.
El eremita también le dijo que la única manera de hacerles recuperar el corazón robado, era con mucho amor y paciencia.
-Bien, Señor Santa Claus –dijo el Señor Hate, encarándose con él-. Mi nombre es Hate, que en inglés significa odio, e iré directamente al grano: ¡es usted mi prisionero!.
Santa no dijo nada, esperando a que Hate dijera todo cuanto tuviera que decir, aunque desde luego, éste no se hizo de rogar, añadiendo a continuación:
-Soy el rey de los juguetes y no estoy dispuesto a compartir la gloria absolutamente con nadie, ¿me entiende?.
Como Santa no respondía –pensaba que para hablar había que saber primero escuchar-, el Señor Hate, inflando el pecho para darse aún más importancia, continuó diciendo:
-Le expondré la situación de una manera tan clara, que estoy seguro de que hasta un personaje tan ridículo como usted, la comprenderá perfectamente. Usted presume de tener una longevidad extraordinaria. Bien, en ese caso, sabrá que a lo largo de la Historia, los hombres han inventado numerosas formas de tortura -a cuál más sofisticada y dolorosa, si me permite decirlo-, para obtener algo de los demás. Pero no se preocupe, yo no soy tan bárbaro. De hecho, puedo asegurarle que mis métodos son de lo más civilizado. Por eso, y aún a pesar de la competencia tan desleal que me hace, engatusando a los niños, no le causaré ningún daño físico. Simplemente me limitaré a mantenerle incomunicado…¡eternamente!.
-Aunque no lo crea, Señor Hate –dijo Santa, tranquilamente, sin dar muestras de nerviosismo o enfado en la voz-, le conozco desde hace mucho tiempo. Sé que es usted un hombre egoísta y terriblemente avaricioso. También sé que sus empleados son infelices y están amargados, porque les obliga a trabajar mucho y les paga un sueldo miserable. Pero aún así, resulta hermoso ver como la Navidad les inspira optimismo, amor, deseos de paz y felicidad…
-¡Oh, vamos, Santa Claus!, -dijo el Señor Hate, airado-. No me venga con cuentos…En el mundo jamás podrá haber igualdad ni felicidad para todos…
Santa le miró pensativo. Luego, al cabo de unos segundos que a Hate le parecieron tan largos como un día sin hacer alguna maldad, preguntó:
-¿Ha cantado alguna vez un villancico, Señor Hate?.
El Señor Hate, sorprendido por una pregunta que no esperaba y que además consideraba estúpida, le contestó enojado:
-¡Detesto la Navidad y odio los villancicos!.
-¡Pues créame que es una verdadera lástima!. ¡No sabe usted lo que se pierde!.
-¡Tonterías!. ¡Abajo con él!, -ordenó el Señor Hate, dirigiéndose a Caracortada Jackson.
2
Algún tiempo después de evaporarse el humo, los duendes fueron despertando poco a poco, incorporándose con lentitud, aunque todavía ligeramente mareados. Apenas recordaban nada de cuanto había sucedido –ocurrió todo demasiado rápido-, a excepción de una repentina humareda que se había extendido por toda la planta y algunos gritos angustiados que alertaban de un posible incendio. Christnickle fue el último en despertar. Instintivamente, había adoptado la postura de un bebé, encogido sobre sí mismo y con el dedo pulgar en la boca, detalle que consiguió que los demás duendes se burlaran de él, a excepción de Belsnickle, cuyo carácter, más serio –no en vano era el duende de más edad y posiblemente por eso se tomaba las cosas con más tranquilidad que los demás-, le impedía burlarse de un compañero, aunque la intención fuera buena.
-¿Qué…?, -gimió Christnickle desorientado, llevándose instantáneamente las manos a la cabeza, donde sentía un fuerte dolor-. ¿Qué ha pasado?.
Nadie sabía qué contestar, precisamente porque nadie estaba seguro de nada. Pero después de un rato, en el que todos daban su opinión –a cuál más terrorífica, fantástica y disparatada, pues los duendes nacen con una fantasía muy desarrollada y por eso son unos grandes inventores-, Belsnickle, mandando callar a todos, dijo:
-¡Chissst!. ¡Escuchad!.
Como era el duende más viejo, cuando Belsnickle decía alguna cosa, todos los demás obedecían sin rechistar. De manera que, aguzando el oído, todos ellos, desde el primero hasta el último, se pusieron a escuchar con atención.
-No se oye nada, -comentó Christnickle al cabo de un rato-.
-¡Esa es la cuestión!, -dijo Belsnickle, añadiendo a continuación: ¿No os parece extraño que ni siquiera se escuchen los ronquidos de Santa?.
Nada más terminar de decir Belsnickle estas palabras, y como movidos por un único e invisible resorte, todos los duendes corrieron en dirección a las habitaciones de Santa Claus. Cuando llegaron, el espectáculo que se ofrecía a sus ojos era completamente desolador. Parecía que por la habitación había pasado el más terrorífico de los huracanes, arrasándolo todo a su paso: las sillas, rotas y amontonadas en el suelo como las hojas perennes de algunos árboles en otoño; los cajones de los armarios tirados por los rincones y la ropa de Santa esparcida por toda la habitación; la cama, con su precioso baldaquino de época, desmantelada, con el colchón rasgado en varios sitios y las plumas de ganso cubriéndolo todo como un manto de nieve.
3
Encadenado como los presos de una cárcel de máxima seguridad, a Santa Claus le introdujeron a empujones en el ascensor. Todos, incluidos el Señor Hate y Caracortada Jackson, le miraban sonrientes, enseñándole los dientes como si fueran una manada de lobos hambrientos a punto de abalanzarse sobre él y devorarle a dentelladas. A velocidad vertiginosa, fueron bajando los ciento setenta y cinco pisos de la Torre Negra, hasta llegar al sótano número cinco, donde el ascensor se detuvo con tanta suavidad, que apenas se dieron cuenta de haber llegado a destino.
Santa Claus había visto muchas cosas a lo largo de su vida, pero no estaba preparado para lo que vino a continuación, cuando se abrieron las puertas del ascensor, de donde lo sacaron brutalmente a empujones –en realidad, había recibido tantas empujones desde su captura y secuestro en el Polo Norte que no era raro que tuviera algún cardenal en su cuerpo- y se encontró con cientos de caritas inocentes que le miraban con expresión asustada.
Distribuidos a lo largo y ancho de una enorme cadena de montaje, los niños –de toda edad, raza y condición-, trabajaban afanosamente en el montaje y ensamblaje de juguetes. La mayoría permanecían silenciosos, con sus cabezas muy bajas, seguramente intentando que los sicarios de Hate, así como los numerosos guardias que paseaban por los corredores con las porras en la mano y ojo avizor, no se fijaran en ellos. Otros, sin embargo, bien porque llevaran poco tiempo o quizás porque a pesar de todo nunca se habían acostumbrado a la terrible situación que estaban viviendo, sollozaban con amargura, gimiendo entrecortadamente como animales heridos. Era de estos últimos de quiénes más se burlaban los guardias –a Santa le molestaba mucho que los más débiles siempre recibieran las burlas y el maltrato de los más fuertes-, y con los que se ensañaban a golpes cada vez que pasaban por su lado. Pero todos ellos, desde el primero hasta el último, tenían algo que les hacía tristemente iguales: todos tenían una gruesa argolla de acero en los tobillos, que les encadenaba a su banco de trabajo y apenas les permitía moverse.
-Bueno, bueno, Santa Claus, -dijo el Señor Hate con malicia-: ¡espero que dé un buen ejemplo a los niños y les anime a aumentar la producción!.
Después, dando media vuelta para entrar otra vez en el ascensor, se volvió y dijo, riéndose a carcajadas:Si necesita algo de mí…¡por favor, no me llame!.

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