martes, 22 de septiembre de 2009

Capítulo 7: El Desierto Rojo

El Desierto Rojo

Llamado así por el intenso color rojizo de su suelo, el Desierto Rojo era una árida región de tierra que se extendía a lo largo y a lo ancho de cientos de kilómetros cuadrados, como un mar infinito que no tuviera principio ni final. A primera vista, Kata Juta pensó que ninguna criatura estaría tan loca como para atreverse a vivir en un lugar tan inhóspito y desolado como aquél y mucho menos aventurarse a atravesarlo, aunque tuviera las mejores razones del mundo para hacerlo, como en su caso.
De vez en cuando se cruzaban con algún arbusto espinoso. Pero una simple ojeada a sus ramas, delgadas y arqueadas hacia abajo, le indicaban claramente que ni siquiera los seres más habituados para aguantar las condiciones más extremas podían sentirse a gusto viviendo en semejante lugar.
“¿Por qué los Dioses habrán querido que existan lugares como éste?”, -se preguntó, mirando de reojo a Bujari, que caminaba en silencio junto a él.
Observándola así, a hurtadillas para no herir su sensibilidad, Kata Juta no dejaba de admirar la fuerza y la valentía de la muchacha. Caminaba muy erguida, como si fuera una reina, sin que un quejido saliera de su boca. Pero eso no era todo. También cargaba con la bolsa de provisiones, en la que había preparado un pequeño habitáculo para Luluba, cuya cabecita apenas se dejaba ver, seguramente por el temor que sentía al observar la desolación por la que estaban atravesando.
En varias ocasiones se ofreció para cargar con la bolsa, pero Bujari se negó rotundamente, alegando que aquélla era una responsabilidad específica de la mujer, de modo que Kata Juta decidió no insistir más –al menos por el momento-, para no ofenderla, sabiendo que la distribución de tareas entre hombres y mujeres era un tema que todas las tribus respetaban como si se tratara de una ley.
-Pronto llegaremos al Refugio, -comentó Bujari, acariciando la cabecita de Luluba, que acababa de asomar de la bolsa en cuanto la oyó hablar.
-¿El Refugio?, -repitió Kata Juta, observándola con interés.
-El Refugio es un oasis que descubrió mi pueblo hace mucho tiempo, cuando se dedicaba a explorar el territorio -explicó Bujari. Allí podremos pasar la noche y reponer fuerzas.
Imposible de saber cuánto tiempo llevaban caminando, llegaron, por fin, a un pequeño oasis, cuya existencia parecía tan fuera de lugar, como ver a un cocodrilo subido en la rama de un árbol. Para entonces, el sol comenzaba a declinar, ocultándose a lo lejos en el horizonte, descendiendo también la temperatura.
-No es ningún espejismo, -confirmó Bujari, divertida, cuando observó la cara de incredulidad de Kata Juta. Aunque no te lo creas, no es el único oasis que existe por la zona. En realidad, hay dos más, que sepamos. Pero se encuentran en otra dirección, a muchos kilómetros de distancia.
-Es...es fantástico, -sólo acertó a decir Kata Juta, tumbándose a la sombra de una palmera.
De no haber sido por la experiencia de Bujari, él bien hubiera podido pasar de largo sin verlo, pues se trataba de un oasis tan pequeño, que apenas lo formaban una docena de palmeras rojas, a las que rodeaban varios tipos diferentes de matorrales. Aproximadamente en la mitad del oasis, había un pequeño pozo, cuyas aguas, de un intenso color amarronado, brotaban como por arte de magia de una invisible fuente subterránea.
-Por desgracia, son aguas salobres, no aptas para beber, -dijo Bujari, dejando la bolsa en el suelo, desde la que saltó alegremente Luluba, revolcándose por la arena, tumbándose a continuación entre medias de Kata Juta y Bujari.
-Aún así, -dijo éste, frotándose las castigadas plantas de los pies-, parece increíble encontrar agua en un sitio como éste.
Bujari no dijo nada, pensando en todas las sorpresas que le quedaban aún a Kata Juta por descubrir.
Comieron sin decir palabra –sobre todo Kata Juta, que estaba hambriento-, iluminados por la luz que les proporcionaba una pequeña hoguera, alimentada con arbustos que habían recogido por los alrededores. Salvo por el ocasional crepitar de las llamas y los grititos de Luluba, que no dejaba de juguetear alrededor de ellos, el silencio era tan impresionante, que Kata Juta, reprimiendo un escalofrío, comentó:
-¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar a la montaña Ulurú?.
Bujari se encongió de hombros.
-Está a unas horas de marcha de las Montañas Azules. Si no tenemos ningún percance, podemos alcanzar éstas mañana al mediodía.
-¿Por qué habríamos de tener percances?, -preguntó Kata Juta, mirándola con desconfianza, pero también con interés.
Bujari aún tardó unos segundos en contestar. Pero antes de hacerlo, miró a Kata Juta, preguntándose cómo le afectaría aquello que iba a decirle, pensando si sería capaz de continuar la marcha, una vez que lo supiera.
-El territorio que rodea la montaña sagrada de Ulurú, es uno de los más hermosos de cuantos conozco. Pero también es muy peligroso. Está habitado por toda clase de seres extraños, y no me refiero sólo a los aterradores bunyips...
-¿Crees que existen seres más peligrosos que ellos?, -quiso saber Kata Juta, estremeciéndose involuntariamente.
-Oh, sí, -contestó Bujari, muy seria. Allí habitan arientas y luritchas, que son unos seres espantosos, mitad humanos y mitad animales. Y también los yowies, hombres con aspecto de mono, muy combativos y crueles. Mi pueblo los conoce muy bien...
Bujari le relató entonces las guerras que sus antepasados mantuvieron con estas criaturas, sobre todo con los yowies –cuyas incursiones eran de lo más sangriento, especialmente para las mujeres y los niños, a quienes raptaban y nunca más se les volvía a ver-, hasta que consiguieron expulsarlos de su territorio.
-Pero hace mucho tiempo que no se les ve…
-Puede que se hayan marchado a otra parte, -aventuró a decir Kata Juta.
-No, -contestó Bujari, rechazando la sugerencia con un movimiento de las manos. No lo creo. Pero por si acaso, he traído algo que los ahuyenta como las mandíbulas de un cocodrilo.
Dicho esto, metió la mano en la bolsa, rebuscando en su interior. Después de unos segundos de revolver el contenido, sacó un pequeño paquete, hecho de hojas de palma cuidadosamente enrolladas. Cuando lo acercó a la nariz de Kata Juta, éste echó inmediatamente la cabeza hacia atrás, diciendo:
-¡Uf, qué asco!. ¿Qué es eso, que huele tan mal?.
-Es una papilla que se hace con las bayas machacadas de una planta que crece en los pantanos, -explicó Bujari, no pudiendo contener la risa. Nadie sabe exactamente por qué, pero su olor atrae a los murciélagos…
-¿Y qué tiene eso que ver con los yowies?, -preguntó Kata Juta, respirando aliviado cuando Bujari volvió a guardar el hediondo paquete en la bolsa.
-Los yowies son seres muy supersticiosos, -explicó. Creen que los murciélagos, como tienen la costumbre de dormir de día y volar de noche, son espíritus malignos.
-¡Bah, eso son tonterías!, -dijo él, acostándose en el suelo, donde se quedó dormido al instante.
-No lo son…, -dijo Bujari, en voz baja, acostándose también.
Mientras tanto, el fuego se fue apagando poco a poco, hasta que de las brasas sólo escapó un hilillo de humo. La luz de la luna se reflejaba en el agua del pozo, como si se estuviera mirando en un espejo.
Profundamente dormidos como estaban, Kata Juta y Bujari no hubieran visto las extrañas luces que bailaban a toda velocidad por encima de las palmeras, de no ser por los gritos de terror de Luluba.
Las luces, tres en total, emitían un extraño sonido, muy parecido al que hacían las abejas al volar. Su color era intenso, aunque diferente: una era completamente blanca; otra, completamente roja, y la tercera –la más bonita de las tres-, parecía un pequeño arcoiris, pues cambiaba de color constantemente. De tal modo, que unas veces era blanca, otras azul, otras naranja y otras verde. Parecía que danzaban alrededor del oasis, bajando hasta la superficie del agua y ascendiendo a continuación a toda velocidad.
Después de observarlas un largo rato, Kata Juta hizo ademán de levantarse, pero Bujari se lo impidió, sujetándole del brazo:
-Son Min-Min, -dijo, apenas en un susurro. Es mejor estarse quieto.
-¿Pero qué son?, -preguntó Kata Juta, también susurrando.
-Nadie lo sabe. Mi pueblo cree que son los mensajeros de los Dioses y que les avisan cuando alguien se acerca a su territorio. Si nos estamos quietos, no tardarán en marcharse y dejarnos en paz.
Bujari tenía razón. Las misteriosas Min-Min no tardaron en alejarse, perdiéndose entre las estrellas, hasta que sólo fueron un puntito más en el cielo de la noche.Después de eso, Kata Juta no volvió a dormirse. Luluba, que permanecía recostada contra su pecho, tampoco. Sólo Bujari, más acostumbrada a ver aquél tipo de cosas, volvió a tumbarse, quedándose profundamente dormida otra vez, como si nada hubiera pasado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario