miércoles, 23 de septiembre de 2009

Capítulo 8: Las Montañas Azules

Las Montañas Azules

Una neblina azulada rodeaba las cimas más altas de las Montañas Azules, procedente de los eucaliptos gigantes que crecían en los bosques aledaños, dotándolas de un aspecto majestuoso, pero también sobrecogedor. Después de la experiencia de la noche anterior con las misteriosas luces Min-Min, Kata Juta se preguntaba qué extrañas y desconocidas criaturas habitarían allí, y qué peligro supondrían para ellos.
Se detuvieron a descansar en un pequeño lago, alimentado por el agua limpia de una cascada que descendía de lo más alto de un impresionante desfiladero, donde aprovecharon para bañarse y quitarse el polvo del desierto.
Lo hicieron por turnos, extremando las precauciones, ya que, cuando estaban a punto de abandonar el desierto, descubrieron unas huellas en la arena, que indicaban claramente el paso de una serpiente de grandes dimensiones por allí. Así fue, poco más o menos de casualidad, como averiguaron que la pérfida serpiente Jumara les estaba siguiendo.
-No me lo explico, -comentó Bujari, preocupada. O bien Jumara perdió nuestro rastro durante la noche, o bien se nos ha adelantado para tendernos una emboscada en el momento en el que menos lo esperemos.
Por eso, mientras Bujari nadada en las tranquilas aguas del lago, Kata Juta permanecía de guardia, empuñando firmemente una lanza rudimentaria que se había confeccionado con una rama de eucalipto.
A Luluba no parecía gustarle demasiado el agua, de manera que chilló y pataleó como una loca cuando Bujari la lavó en la orilla, pues parecía una bola marrón a consecuencia del polvo del camino que había entrado por la abertura principal de la bolsa. El enfado le duró un buen rato, durante el cual no se acercó a Bujari, a pesar de que ésta la tentaba, ofreciéndola manojos de hierba fresca que seleccionaba cuidadosamente.
Cuando nadaba en el lago, siendo reemplazado en la guardia por Bujari, un gran pez rozó los pies de Kata Juta, quien, lejos de asustarse, pensó inmediatamente en el voluminoso wanajee, y en la forma tradicional que su pueblo adoptivo, los Anangu, utilizaba para capturarlo.
“¡Lo que daría por un buen filete de wanajee asado!”, -se dijo para sí mismo, mientras nadaba lentamente hacia la orilla, ya que no quería entretenerse por si Jumara decidía aprovechar el momento para atacarles.
Cuando salió del agua, se quedó un rato de pie al sol para secarse, mientras Bujari aprovechaba –una vez que había hecho las paces con Luluba-, para recolectar raíces y frutos, aunque sin apartarse del lugar donde Kata Juta tenía la lanza dispuesta para defenderse de cualquier ataque. Contemplando las plácidas aguas del lago y la belleza de los bosques que lo rodeaban, éste no pudo evitar pensar en lo agradable que resultaría vivir en un lugar así. Se dijo que no le importaría hacerlo, quedándose allí para siempre. Pero su mente, inquieta, le mostró la imagen del pobre Lungkata, inerme y marchitándose como una flor en el desierto, y aquél pensamiento le hizo volver a la realidad de la misión que lo había llevado hasta allí.
Recordó entonces el Boomerang Mágico. ¿Y si no lograba encontrarlo?. También existía la posibilidad de que lo encontrara demasiado tarde y no pudiera hacer nada por Lungkata, aunque si era cierto lo que decían las leyendas, posiblemente los Donantes de Tiempo pudieran poner remedio también a aquélla otra situación. Los más ancianos de la tribu, decían que perder el optimismo era la forma más directa que existía de darle la bienvenida al fracaso. De manera que decidió no permitir que eso ocurriera con él, y se hizo a sí mismo la promesa de que, ocurriera lo que ocurriera en adelante, nunca más volvería a pensar en fracasar.
Tan ensimismado había estado pensando, que no se dio cuenta de que Bujari –a la que había estado viendo hasta aquél preciso momento-, no aparecía ahora por ninguna parte. También Luluba parecía haberse dado cuenta, pues permanecía muy quieta a su lado, con las orejas tiesas, como si escuchara con mucha atención.
Un detalle que le hizo estremecer, fue precisamente ese: en un lugar repleto de vida como era aquél, no escuchar ningún sonido era motivo más que suficiente para preocuparse. Incluso el aire, que antes soplaba agitando las ramas de los árboles, parecía haberse detenido también.
-¡Bujari!, -gritó varias veces, haciendo bocina con las manos.
Como no obtuvo respuesta, cogió angustiado la lanza, dirigiéndose hacia el lugar donde Bujari había estado recolectando raíces, frutos y cuantas cosas comestibles considerara que habrían de necesitar. Allí encontró la bolsa, tirada en el suelo y algunas raíces desparramadas alrededor. Entonces, no tuvo duda de que algo no marchaba bien. Pensó en Jumara y se estremeció. Empuñó la lanza aún más fuerte, si cabe, y corrió mirando en todas direcciones.
Estaba a punto de dejarse caer, agotado por el esfuerzo de la carrera, cuando creyó oír un grito. Aguzó el oído durante unos instantes, pero no volvió a escucharlo. Miró en la dirección de donde había creído que procedía, y pudo comprobar que en aquélla zona el bosque se hacía más tupido e impenetrable debido a la densa vegetación. Sin dudarlo, se encaminó hacia allí, sin importarle los arañazos en brazos y piernas provocados por los arbustos y espinos que encontraba en su camino.
Encontró a Bujari en un claro del bosque, maniatada con lianas y su cinta del pelo anudada alrededor de la boca para que no pudiera gritar. Estaba completamente rodeada por media docena de yowies. Supo que eran ellos, porque tenían todo el cuerpo cubierto de pelo, incluso la cara, a excepción de la frente, los ojos, la nariz y la boca. Su aspecto era feroz, pero a juzgar por la forma que tenían de moverse –encorvados-, Kata Juta supuso que no debían de ser muy rápidos. Todos iban armados con grandes garrotes, que levantaban por encima de su cabeza, dándoles un aspecto feroz y muy agresivo.
Pensó que él solo, aunque estuviera armado con la lanza, no sería capaz de amedrentarlos, por lo que se le ocurrió regresar a donde había quedado tirada la bolsa de Bujari y coger el paquete maloliente que, según ella, tenía la virtud de atraer a los murciélagos. Pero no fue necesario. Sin poder dar crédito a sus ojos, observó cómo la pequeña Luluba arrastraba la bolsa con los dientes, haciendo verdaderos esfuerzos, ya que ésta era el doble de grande que ella.
Kata Juta hubiera querido gritar de alegría, pero no lo hizo por temor a que los yowies pudieran descubrirlos. Dando una palmadita cariñosa en la cabeza de Luluba –lo cierto es que hubiera querido besarla-, buscó en el interior de la bolsa hasta encontrar el paquete. Aún antes de desenvolverlo, el olor le resultó tan espantoso, que a punto estuvo de vomitar. Se trataba de una masa pegajosa, de un intenso color rojizo, que le hizo dudar de que pudiera ser atractiva incluso para unos seres tan especiales como los murciélagos. Pero como confiaba en lo que le había dicho Bujari, cogió pequeños puñados con las manos, que lanzó hacia donde se encontraban los yowies.
Al principio no pasó absolutamente nada. Los yowies continuaban danzando alrededor de Bujari, con las mazas levantadas por encima de sus cabezas, como si quisieran golpearla con ellas, mientras sus gargantas proferían unos sonidos guturales, que Kata Juta no podía entender. Luego, al cabo de unos momentos que a éste se le hicieron eternos, comenzaron a olisquear el aire, sin duda preguntándose qué era aquello que olía tan mal.
Desconcertados por el olor, el grupo de yowies pareció olvidarse momentáneamente de Bujari, dándola la espalda y mirando nerviosos en todas direcciones, agitando las mazas amenazadoramente. Kata Juta los observaba divertido, esperando una oportunidad para liberar a Bujari, pero a pesar de que la atención de los yowies se centraba en averiguar de dónde procedía aquél repentino y nauseabundo olor, ninguno de ellos se alejaba lo suficiente como para que éste pudiera llegar hasta ella y ayudarla a escapar, liberándola de sus ataduras.
Cuando parecía que todo estaba perdido y los yowies volvían a centrar su atención en la muchacha, Kata Juta escuchó un furioso aleteo por encima de su cabeza, acompañado de un estridente concierto de chillidos. Al levantar la vista hacia el cielo, pudo ver una impresionante bandada de murciélagos –los había de todos los tamaños, siendo los más grandes de una estatura aproximada a la de Luluba-, que se dirigía derecha hacia el lugar donde estaban los yowies. Cuando éstos los vieron, corrieron despavoridos, tirando las mazas en el suelo. Kata Juta sabía que no podía desaprovechar aquélla oportunidad, de manera que abandonó su improvisado escondite y corrió hacia donde estaba Bujari, que estiraba y encogía las piernas intentando liberarse.Vamos, Bujari, -dijo Kata Juta, cortando las ligaduras con el cuchillo. Hemos de marcharnos antes de que a los yowies se les pase el susto y regresen a buscarte.

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