viernes, 25 de septiembre de 2009

Capítulo 9: Ulurú


Ulurú

Ulurú, la Montaña Sagrada de los Dioses, situada en mitad de un llano circundante donde alternaban los arbustos espinosos con los robles del desierto y las dunas de arena, parecía, por su forma oval, el torso de un gigante cuyo cuerpo permanecía profundamente enterrado en la tierra. Verla allí, solitaria y a merced de los elementos, imponía un respeto más que sagrado. Sobre todo cuando, a medida que los rayos del sol incidían sobre ella, las paredes de la roca que la formaban iban cambiando de color, adquiriendo connotaciones a cuál de ellas más hermosa y espectacular: naranjas, rojos, amarillos, violetas y grises.
Superada con éxito la aventura vivida con los yowies, se enfrentaban ahora a la difícil tarea de encontrar –buscando, bien en la cima de la montaña sagrada, bien en lo más profundo de sus innumerables cuevas y recovecos-, el Boomerang Mágico, cuyos poderes habrían de salvar a Lungkata de una muerte segura y volver a restaurar la tranquilidad y la armonía en el poblado de los Anangu.
El viento que soplaba, arrastraba con él remolinos de arena, que vistos sobre la cima, parecían fantasmas inquietos cuya misión fuera alejar de sus inmediaciones a todos los intrusos. Según le había explicado Bujari, en las paredes de las cuevas los Grandes Antepasados –aquellos que habían habitado el territorio muchas generaciones antes de que ellos nacieran-, habían dejado toda clase de pistas y señales, a modo de pinturas y grabados en las rocas, que explicaban todos los misterios de su vida. De manera que, según su opinión, sólo había que saber interpretar las pinturas adecuadas, para llegar hasta el lugar donde se encontraba oculto el Boomerang Mágico.
En opinión de Kata Juta, Ulurú era un lugar de lo más extraño. A excepción del viento, que soplaba más y más fuerte a medida que seguían uno de los senderos de ascenso por su ladera norte, ningún otro sonido alteraba la solitaria paz de aquella montaña que, por su incalculable antigüedad, debía de ser la madre de todas las montañas. Sentía –aunque se guardó mucho de comentárselo a Bujari, más que nada para no inquietarla-, que aquella inmensa roca despedía unas vibraciones tan especiales, que alejaba a cualquier ser vivo que en ella tuviera la intención de instalarse.
Cuando llegaron a la primera de las cuevas que encontraron en su camino, Luluba se escondió en lo más profundo de la bolsa, sin duda amedrentada por la absoluta oscuridad que se adivinaba con solo echar un vistazo a la entrada.
-Será mejor que me esperéis aquí, mientras miro en el interior, -dijo Kata Juta, decidido a no seguir la marcha, sin antes asegurarse de que no dejaba atrás ninguna posible pista que le llevara hasta el Boomerang Mágico.
Una vez en su interior, Kata Juta pudo comprobar que no se trataba en realidad de una cueva, sino más bien de un agujero en la roca, que no tenía absolutamente nada en su interior, a excepción de numerosos guijarros y arena. Procurando no desanimarse ante aquél primer fracaso, salió otra vez al exterior, apagando la improvisada antorcha que había encendido frotando entre sí dos pedernales.
El viento, que parecía empeñado en obstaculizar su marcha, levantaba más y más remolinos de arena según iban ascendiendo, por lo que hubo un momento en el que no tuvieron más remedio que cogerse de la mano para no extraviarse. Kata Juta marchaba delante, protegiéndose el rostro con la mano que le quedaba libre, para que la arena no le entrara en los ojos. Después, cuando pensaban que iban a ser definitivamente engullidos por los remolinos de arena, el viento cesó de repente, como por arte de magia. De todas formas, resultara extraño o no, ambos sintieron un gran alivio.
Cerca de la cima, descubrieron una roca cuyos grabados, aparte de inquietantes, les ofrecieron una pista sobre el posible paradero del Boomerang Mágico. Resultaban inquietantes, porque representaban a unos extraños seres, muy altos y muy delgados, con grandes y extrañas cabezas. Había tres, muy juntos, y sus manos señalaban hacia un lugar que parecía un altar sobre el que descansaba un objeto. El problema estaba en que esa parte de la pintura, es posible que por el tiempo transcurrido a la intemperie, se había borrado y el objeto en sí, apenas se apreciaba, pudiendo ser cualquier cosa.
-No hay duda de que son bunyips, -dijo Bujari, estremeciéndose involuntariamente con solo mencionar su nombre.
-Sí, eso mismo creo yo, -comentó Kata Juta, añadiendo a continuación: parece que señalan en esa dirección.
Bujari miró hacia donde indicaba Kata Juta, pero, aparte de ciertos arbustos, solo se apreciaba una pared de roca tan lisa, que ni siquiera las mujeres Warramungu –famosas en todo el territorio por ser unas hábiles trepadoras-, se atreverían a escalar sin ayuda.
-Tal vez la roca se haya movido con el tiempo y señalara en dirección a la cima, -aventuró Kata Juta, temeroso de no poder seguir la pista que habían encontrado.
-No sé, no sé, -dijo Bujari, meditabunda, apoyando sus manos en la barbilla, intentando encontrar una solución.
Iba a proponer Kata Juta que continuaran ascendiendo –aún les faltaba un buen trecho para alcanzar la cima-, cuando Luluba, saltando de la bolsa, se introdujo entre los matorrales, sin darles tiempo siquiera a intentar detenerla.
-¿Pero a dónde ha ido?, -preguntó Kata Juta, disponiéndose a seguirla, temiendo que pudiera hacerse daño con las espinas de los matorrales o, ¿por qué no?, meterse en algún lío.
La cabeza de Luluba asomó entonces de entre los matorrales para, una vez conseguida la atención de Kata Juta y Bujari, volver a desaparecer detrás de ellos.
-Creo que Luluba ha encontrado la entrada a otra cueva y quiere que la sigmaos, -dijo Bujari, animándose repentinamente.
Valiéndose de los cuchillos, Kata Juta y Bujari cortaron los arbustos descubriendo que, efectivamente, estos ocultaban la entrada a una cueva. No era una entrada muy alta, de manera que, después de encender la antorcha, tuvieron que reptar para penetrar en su interior. Cuando lo hicieron, se dieron cuenta de que afuera el viento volvía a soplar otra vez con fuerza, formando remolinos que arrastraban grandes cantidades de arena. Por un momento, se alegraron de haber podido escapar a tiempo, pues la arena, al golpear en la piel, producía arañazos y heridas muy desagradables y ambos pensaban que ya habían tenido bastante.
Casi arrastrándose, siguieron la galería durante un rato, alertados por los ruidos, parecidos a estornudos, que hacía Luluba marchando delante de ellos. Luego, cuando comenzaban a sentir cansancio, la galería daba un brusco giro a la derecha, desembocando en una caverna de dimensiones impresionantes. Apagaron la antorcha, pues la caverna estaba iluminada por una curiosa luz verde azulada, que les permitía verla en toda su extensión, a excepción del techo, por lo que consideraron que éste debía tener una altura considerable.Un pequeño río subterráneo discurría a sus pies, rodeando lo que parecía un islote de arena, donde crecían algunas plantas que ninguno de ellos había visto jamás. Allí, depositado encima de un altar de piedra, había un objeto prodigioso cuya visión les llenó de alegría. Se trataba de un boomerang, sin lugar a dudas, aunque su forma difería mucho de las tradicionales, ya que representaba, fielmente tallados, los rasgos de un canguro. Pero, cuando se disponían a cruzar el río para llegar a la isla y hacerse con él, su júbilo se transformó en miedo, al descubrir, en contra de lo que pensaban hasta entonces, que no estaban solos.

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