jueves, 17 de septiembre de 2009

Capítulo 5: Camino a lo Desconocido

Camino a lo Desconocido

Nadie en el poblado se opuso a la decisión de Kata Juta. Ni siquiera el viejo Mani, que cuando no estaba de acuerdo en algo, tenía la costumbre de ladear la cabeza de un lado a otro, con evidentes signos de pesimismo. Mientras tanto, habían trasladado el cuerpo inerte de Lungkata a la choza de Musara, pues si en algo se habían puesto de acuerdo todos, era en la creencia de que no había nadie mejor que él para cuidarlo.
Para el largo y peligroso viaje, Kata Juta se había provisto de su mazo tjuni, de la lanza preferida de Lungkata, así como de una pequeña bolsa con agua y provisiones que le había entregado la mujer de Malani, poco después de desearle todo tipo de bendiciones en su viaje.
Pasaba del mediodía, cuando Kata Juta abandonó el poblado Anangu, dirigiéndose hacia el norte, tal y como Musara le había indicado que hiciera. El calor era sofocante y el sudor no tardó en aparecer en su rostro, extendiéndose rápidamente por su torso desnudo, aunque Kata Juta apenas se dio cuenta de ese detalle. Espoleado por la necesidad –en su mente no dejaba de ver el cuerpo inerte de Lungkata-, sabía que el tiempo era vital, y no podía desperdiciar ni un minuto, si quería ayudar a su amigo.
Confiando en las indicaciones que le había proporcionado Musara, calculó que el primero de los grandes obstáculos naturales que tenía que salvar en su camino hacia Ulurú, no tardaría en aparecer frente a sus ojos.
Y en efecto, así fue.
El Bosque de los Eucaliptos Gigantes se extendía frente a él a poca distancia de donde se encontraba, igual que si fuera un providencial oasis perdido en mitad de la desolación de la sabana. Sabía que allí encontraría lugares a la sombra, donde podría protegerse del intenso calor del sol, y encontrar, también, un sitio cómodo para pasar la noche.
El penetrante olor de los frutos de los eucaliptos llegó a su olfato de inmediato, en cuanto puso los pies en las inmediaciones del bosque. Tal y como pensó, había muchos lugares a la sombra donde cobijarse. En algunas partes, los árboles eran tan altos, que sus ramas apenas dejaban vislumbrar los rayos del sol, de tan tupidas como eran las hojas que las cubrían. Por la posición de éste en el cielo, Kata Juta adivinó que no tardaría mucho en anochecer, de manera que debía apresurarse en encontrar un lugar seguro donde tumbarse a descansar, antes de que la noche se le echara encima.
Lo encontró al pie de un eucalipto gigantesco, del que imaginó que debía de ser el patriarca de todos los árboles, dado el enorme grosor de su tronco y su presumible longevidad. Allí sentado, con la espalda apoyada en la corteza del árbol –había dejado la lanza y el mazo tjuni al alcance de la mano, pues hubiera sido una imprudencia no hacerlo de ese modo-, cogió la bolsa de provisiones, dispuesto a reponer fuerzas para la dura jornada que le esperaba al día siguiente.
A juzgar por los distintos sonidos que escuchaba, procedentes de las copas de los árboles, supuso que debían de ser muchas y variadas las especies de aves que habitaban en aquél bosque. Pero de todos los cantos, sobresalía el escandaloso y monótono crack, crack, crack de los cuervos, que en aquél lugar, por una curiosa coincidencia, se veían por bandadas.
Aunque las aves le parecían unos seres muy interesantes y sobre todo, muy hermosos –le gustaban por encima de todas las demás especies los loros arcoiris, con su vistoso plumaje de llamativos y variados colores-, detestaba a los cuervos. Le parecían unas aves horrendas, que atraían la mala suerte, con su pelaje tosco y negro, así como por la afición que tenían hacia todo tipo de carroña, de la que se disputaban hasta el último pedazo.
-No te fíes nunca de los cuervos, Kata Juta –le dijo en una ocasión Lungkata. Son seres miserables y egoístas, que no albergan nunca buenas intenciones, y esperan siempre un descuido para intentar hacerte daño.
Lungkata pensaba que con los animales ocurría algo muy parecido al comportamiento de las personas: había seres nobles y otros que, por desgracia, no lo eran tanto. Por eso había que tener siempre mucho cuidado a la hora de confiar en unos y otros. Había que saber elegir, y sobre todo, ser muy prudente en la elección.
Tales eran los pensamientos de Kata Juta, cuando escuchó un extraño sonido, que procedía de un lugar cercano a donde se encontraba. Cogiendo la lanza con la rapidez del rayo –no en vano, había practicado mucho en tal sentido-, adoptó inmediatamente una postura de defensa en previsión al ataque de cualquier animal salvaje que estuviera al acecho. El sonido parecía un débil carraspeo –semejante a la tos-, y según pudo comprobar, procedía de detrás de unos matorrales.
Ligeramente encorvado, con la lanza en ristre, Kata Juta se acercó despacio hacia los matorrales. Tenía el ceño fruncido, y observaba desconfiado a su alrededor, sintiendo latir con fuerza su corazón. Entonces, asomando prudentemente la cabeza por encima de los matorrales, su sorpresa no tuvo límites cuando descubrió al causante del sonido que tanto le había perturbado.
Por su pequeño tamaño y el color gris de su piel, Kata Juta supo enseguida que se trataba de una cría de canguro. El pelaje blanco de su pecho, indicaba, sin lugar a dudas, que era una hembra. Estaba sola, desamparada, y no se veía rastro de su madre por ninguna parte.
Aquello, pensó, constituía un gran misterio. Todo el mundo conocía lo celosas que eran las madres canguro con sus crías, de las que no se separaban un solo instante, hasta el momento en el que podían cuidar de sí mismas. ¿Qué terrible drama había obligado al canguro adulto a abandonar a su pequeña?. Kata Juta supuso que la razón de tal actitud debía de ser muy importante, porque era cierto que ningún animal actúa así con su progenie, y mucho menos una madre.
No tardó mucho tiempo en averiguar la respuesta. Alertado por un espantoso siseo, descubrió a una enorme serpiente pitón junto al tronco podrido de un árbol, aproximadamente a unos veinte metros de distancia. Tenía una lengua larga y bífida, que asomaba de su enorme cabeza, desde la que unos espantosos ojos, tan negros como la noche, le miraban fijamente con hipnótica malicia. Por el enorme bulto que se apreciaba en su vientre, Kata Juta no tuvo ninguna duda de cuál había sido el triste destino de la mamá canguro. Pero ahora se enfrentaba a un arduo problema. Su instinto le decía que echara a correr, porque aquél peligroso animal tenía un apetito insaciable y estaba a punto de avalanzarse sobre él. Había que ser un excelente cazador, con los nervios de acero, para osar hacer frente a una serpiente pitón de las dimensiones de aquélla, pues los poderosos músculos de sus anillos podían aplastarte en un abrir y cerrar de ojos y su boca engullirle de un bocado.
Por otra parte, sentía crecer en su interior un dilema moral, con respecto a la suerte de la pequeña cría de canguro: ¿debía dejarla allí, a merced del monstruo o, por el contrario, recogerla y ponerla en lugar seguro?.
Si hacía esto último, tendría que abandonar la lanza de Lungkata y echar a correr con la cría en brazos, sin detenerse siquiera a recoger el mazo tjuni y las provisiones que había dejado al pie del árbol. La serpiente pitón era un animal que se desplazaba con rapidez, arrastrándose con su vientre, y poseía un olfato muy desarrollado. ¿Cuánto podía alejarse de ella, teniendo en cuenta lo cansado que estaba?.
Mientras estos pensamientos cruzaban por su mente, el monstruo había erguido aún más la cabeza, disponiéndose a comenzar la persecución, en el supuesto de que su víctima no estuviera paralizada de miedo y echara a correr. Fue en ese preciso instante, cuando Kata Juta no lo dudó ni un segundo más; cogió a la cría en brazos, soltando la lanza, y echó a correr hacia el interior del bosque, sin atreverse siquiera a mirar atrás una sola vez. Posiblemente si lo hubiera hecho, el terror habría acabado por paralizarle y el destino de ambos hubiera quedado escrito para siempre.
La cría de canguro, al verse sorprendida, gimió desesperada, mientras intentaba liberarse del abrazo de Kata Juta. Este apenas sintió el dolor de los arañazos en su pecho, tan preocupado como estaba de escapar de la serpiente.
Era noche cerrada, aunque había una luna llena lo suficientemente grande como para poder ver con claridad a unos metros de distancia, cuando se detuvo, agotado, en la ribera de lo que parecía una gran extensión de agua. Salvo el lastimero gemido de la cría –que estaba tan asustada o más que él-, apenas se escuchaba nada, a pesar de que el bosque estaba poblado de innumerables criaturas, muchas de ellas de vida esencialmente nocturna.
-¿Y ahora qué hacemos, amiguita?, -comentó, jadeante, depositando al animalito en el suelo.
Como si supiera por instinto que le acababan de salvar la vida, el pequeño canguro se quedó muy quieto en el suelo, junto a Kata Juta. Sus ojos marrones le miraban con curiosidad, ahora que parecía que se había tranquilizado. Este se había dejado caer boca arriba en el suelo, completamente agotado, mirando en silencio las estrellas. Había tantas y eran todas tan hermosas, que no pudo evitar pensar si en alguna parte habría seres como ellos contemplándolas también. Para entonces la cría se había acercado tanto a él, que Kata Juta se vio gratamente sorprendido cuando ésta le lamió la mejilla con la lengua. A pesar de ser áspera al contacto con su piel, aquélla inesperada caricia le hizo recordar, otra vez, cuál era el propósito de su misión y cómo la fidelidad y el cariño le habían arrastrado a semejante aventura.
Habiendo perdido la bolsa de provisiones, de momento sólo le quedaba el consuelo de saber que no morirían de sed y tal vez, al día siguiente, podría encontrar algún alimento que poder llevarse a la boca.
¿Habría cocodrilos escondidos en las cercanías del lago?, -se preguntó, sintiendo un escalofrío. Pero el terrible cansancio que tenía pudo más que él y no tardó en quedarse dormido, acurrucado en el suelo como si fuera un niño pequeño durmiendo feliz y tranquilo en su cuna de ramas y hojas.

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