sábado, 31 de octubre de 2009

Capítulo 10

Capítulo 10

Doña Remedios falleció un mes después. La llamada de la dirección del centro psiquiátrico notificándoles tan fatal desenlace, apenas les cogió por sorpresa. De hecho, Maruja tuvo una premonición la tarde anterior que, unida a la gravedad del estado de salud de Doña Remedios hacía vana cualquier esperanza de recuperación.
La mañana, fresca a pesar de estar bien entrada la primavera, se le antojó de una tristeza inusual, sólo comparable al más aciago de todos sus recuerdos.
A pesar de que nunca había sentido aversión hacia los cementerios, una mirada hacia el lugar donde habrían de reposar los restos mortales de su madre para toda la eternidad, la provocó un escalofrío, seguido de un agudo dolor en el pecho. Naturalmente Ramiro estuvo todo el tiempo a su lado, acompañándola. Lógico era pensar que había que guardar las apariencias, aunque su matrimonio fuera un barco a la deriva, sin posibilidad, al menos por el momento, de regresar a buen puerto.
Devueltas las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo, Maruja se sintió completamente sola; desamparada en un mundo que, por primera vez en su vida, le pareció extraño y completamente hostil.Desde luego, Ramiro no tardó demasiado tiempo en encontrar trabajo, de representante también, aunque su mal querencia hacia ella era mayor cada día, sin importar las continuas manifestaciones de afecto hacia él.

viernes, 30 de octubre de 2009

Capítulo 9

Capítulo 9

La primera bofetada restalló en su cara como el látigo inclemente que humilla a las fieras antes y durante una representación circense. Era imposible no recordarla, siquiera porque fue tan imprevista y brutal, que la dejó tumbada en el suelo sin posibilidad de abrir la boca aunque sólo fuera para quejarse o simplemente preguntar por qué. Ocurrió la víspera de semana santa. Precisamente el día en el que los madrileños –de común acuerdo, como en todo buen éxodo vacacional que se precie-, hicieron las maletas, huyendo desesperados hacia las playas, sin importarles que hiciera o no buen tiempo y pudieran bañarse en sus placenteras aguas. Ramiro se quedó sin trabajo precisamente aquél día y tal vez por ese motivo a Maruja se le ocurrió pensar que existían circunstancias atenuantes para disculpar tan reprochable acción.
De cualquier forma, era algo que se veía venir, sin necesidad de consultar el horóscopo que todas las semanas aparecía en las revistas del corazón y que venía a decir siempre lo mismo, semana tras semana.
La empresa en la que prestaba sus servicios como representante –pensó que conseguiría más emolumentos y gratificaciones que siendo un simple conductor en una empresa de servicio público-, decidió, de la noche a la mañana, aplicar el método de márketing americano -impersonal y calculador como pocos, en lo que a los recursos humanos se refiere-, y la primera consecuencia de dicha aplicación no fue otra que la de reestructurar la plantilla y recortar gastos.
A Ramiro, desafortunado siempre en las cuestiones de azar, le tocó la bola negra en el sorteo, así como una indemnización muy por debajo de lo que estipulaba la Ley. Era el tiempo de las lentejas y ni siquiera los sindicatos –en tal sentido Ramiro había sido siempre apolítico, absteniéndose incluso de votar en las primeras elecciones generales-, consiguieron que el juez revocara una sentencia a todas vistas injusta e impopular. De cualquier forma su tranquilidad, poco menos que perfecta, sufrió un irremisible cambio a partir de entonces.
Con la situación de desempleo de Ramiro, llegaron los primeros recortes en el presupuesto familiar y Maruja tuvo que olvidarse de algunos pequeños privilegios, comunes a muchas mujeres.
Al principio fueron las revistas:

-Ni un solo duro para cotilleos, -decía Ramiro, inflexible.
Luego, la peluquería, a la que acudía cada quince días y donde se hacía siempre la permanente:

-Lávate con agua del Canal, que verás qué bien se te queda el pelo.
Dentro de lo malo, Maruja comprendía la necesidad de abrocharse el cinturón. Y lo comprendía hasta tal punto, que una noche, después de cenar, le comentó la posibilidad de buscarse un empleo, siquiera por horas, mientras se normalizaba la situación. Comprendió su error demasiado tarde.

-¡Vete a la mierda!, -le contestó un hombre por completo desconocido, que en nada se parecía al Ramiro que la llevó al altar, diciendo, aparentemente convencido, sí quiero.Fue a raíz de aquélla sugerencia, cuando afloró el verdadero monstruo que había permanecido aletargado en lo más profundo de su alma. Monstruo, por otra parte, que nada tenía que ver con la maldad de los villanos del Séptimo Arte, que se las hacían pasar canutas a las heroínas de turno pero que, al final –gracias a la decisión del director o al buen corazón del guionista-, terminaban recibiendo su merecido.

jueves, 29 de octubre de 2009

Capítulo 8

Capítulo 8

El primer año de matrimonio fue, sin duda, el mejor y de más grato recuerdo, a pesar de que hacían el amor de pascuas a ramos y nunca con la pasión con que lo hicieron la noche de bodas, cuando ambos terminaron de presentarse definitivamente el uno al otro, dejando todas sus vergüenzas en completa transparencia. Teniendo el piso bien amueblado y un utilitario de cinco puertas aparcado en la acera de su casa, constituían un matrimonio cuyo estrato social en aquellos dulces comienzos era superior al de muchos de sus vecinos y a pesar de vivir en un barrio obrero del sur de Madrid –aún era pronto para emigrar hacia el norte, como deseaba Ramiro en lo más profundo de su corazón-, todo el mundo les envidiaba, a juzgar por los comentarios que Maruja escuchaba en conversaciones de escalera, cuya trascendencia estaba muy lejos de afectarla.
A pesar de todo, la felicidad nunca es completa, aunque a veces se aferre uno a pensar lo contrario, creyendo ilusoriamente que la vida es perfecta. Recién llegados de Gijón –por motivos profesionales habían tenido que retrasar el viaje de luna de miel algunas semanas-, apenas tuvieron tiempo de deshacer las maletas, cuando una llamada telefónica les avisó de que don Antón había claudicado, pasando el hombre a mejor vida. Ocurrió por sorpresa y sin sufrimiento, tal y como declaró el médico que certificó la defunción. La muerte, disfrazada de infarto de miocardio, había segado su vida con tanta rapidez, que ni siquiera el sacerdote consiguió llegar a tiempo para administrarle la extrema-unción cuando aún respiraba.
Por aquéllas fechas, la ternura de Ramiro se hizo patente una vez más, y Maruja se sintió consolada, mimada y protegida por el hombre al que tanto amaba. Doña Remedios, sin embargo, se llevó la peor parte. Precisamente aquella a la que la evolución no ha dotado al ser humano de una defensa sólida y homologada a las circunstancias: la soledad.
Al principio, los síntomas no eran lo suficientemente claros como para pensar siquiera en la posibilidad de tomar medidas más drásticas e inevitablemente necesarias. Era lógico que después de toda una vida de casados, el cónyuge superviviente se aferrara al recuerdo del finado como un náufrago a la tabla de salvación y hablara de él como si hubiera tenido que desplazarse fuera de Madrid por motivos estrictamente laborales. La comprensión de Maruja en tal sentido se había mantenido firme, con dogmática determinación, no exenta, en absoluto, de dulzura. Incluso Ramiro, serio por regla general, se deshacía en afectos, intentando –eso tenía que reconocérselo siempre en honor a la justicia-, que su suegra se sintiera lo más animada posible, aunque dando por sentado que no se iría a casa a vivir con ellos. En su fuero interno, semejante decisión no fue en absoluto del agrado de Maruja y a raíz de ello vinieron las primeras discusiones, disfrazadas de consanguineidad familiar. Pero como el piso de doña Remedios estaba apenas a un par de manzanas, pensó que no la supondría tanto esfuerzo llevar las riendas de las dos casas y tener a su marido y a su madre debidamente atendidos, como consideraba que era su obligación.
Al principio todo fue maravillosamente bien. Ella se ocupaba de Ramiro y de doña Remedios con férrea determinación e incluso la sobraban fuerzas –y no sólo de voluntad, que también es importante-, para cumplir con sus obligaciones maritales, aunque por más que lo habían intentado, los niños se habían resistido siempre a todos sus esfuerzos. Por supuesto, había intentado comentarlo con Ramiro, pero todos sus intentos resultaron por completo infructuosos y las contestaciones de éste cada vez más desconcertantes y soeces:
-¡Déjame en paz!. ¡Me sobran cojones para hacer hijos!.
Maruja se derramó entonces como el agua de un cántaro hecho añicos. Sobre todo cuando sus relaciones íntimas comenzaron a enfriarse, hasta el punto de llegar prácticamente a desaparecer, a pesar de que ella continuaba conservando todo su atractivo y renovaba su vestuario de ropa interior, en un intento futil por excitarle y hacer su relación mucho más placentera. Resultaba, entonces, una absoluta paradoja pensar que mientras el planeta se calentaba peligrosamente por causa del denominado efecto invernadero -también es cierto que ni siquiera los científicos terminaban de ponerse de acuerdo sobre las medidas a tomar para solucionar tan importante problema-, sus sentimientos se enfriaban cada día más hasta llegar a alcanzar los cero grados del frío absoluto.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Capítulo 7

Capítulo 7

El día de su boda nevó copiosamente y Maruja apenas terminaba de decidirse sobre qué estaba más blanco, su vestido de novia o el suelo cubierto de nieve, que daba a las calles el aspecto entrañable de una típica postal de navidad. La basílica de Nuestra Señora de Atocha la pareció, sencillamente, sublime: con sus ojivas, sus arcos, sus inconmensurables bóvedas, así como también por los cuadros y las figuras cuyas alegorías constituían todo un poema a los aspectos más místicos y espirituales del ser humano. Al menos, así se lo pareció cuando caminaba erguida hacia el altar cogida del brazo de su padre, mientras la gente –agolpada en los bancos, a ambos lados del pasillo-, la observaba y cuchicheaba en voz baja.
Ramiro esperaba impaciente en el altar, serio y circunspecto, como se supone que debe de estar un novio en un día tan señalado. Impecablemente vestido y con la cabeza alta, daba la impresión de un grande de España que estuviera a punto de dar el paso trascendental de su vida, después de hacer sido introducido en sociedad. Maruja se estremeció. Y a través de los poros electrizados de su piel, sintió que por su cuerpo fluía un torbellino de emociones que se resumía en un único e indivisible sentimiento: amor.
El discurso del sacerdote, posiblemente más extenso de lo habitual, se le antojó semejante, en número, calidad y gratuidad, a los consejos de Perico Chicote.
Hombre de cierta edad, las arrugas de su frente semejaban surcos recién labrados por debajo de la nieve que coronaba la montaña de su escaso cabello. Tal vez Ramiro miraba hacia abajo por el efecto sedante de su voz, monótona y triste, sin apenas timbre, que empañaba lo que ella consideraba un éxtasis de alegría semejante, comparativamente hablando, al que experimentó el día de su primera comunión, luciendo también el vestidito blanco y los zapatitos de charol, brillantes como una estrella.
Cuando llegó a la parte trascendental del ritual, aquella en la que el sacerdote autoriza besar a la novia, Maruja recordó el beso más largo y apasionado de la historia del cine: aquél que se dieron Cary Grant e Ingrid Bergman en la película Encadenados, del genial director norteamericano Alfred Hitchcock. Por desgracia, Ramiro no era muy aficionado al cine, a juzgar por la inesperada fugacidad con que la ofreció los labios. Pero aquél detalle apenas tenía importancia, una vez encajado el anillo en su dedo anular.
Siendo marido y mujer, lo que Dios había unido no tenía por qué separarlo el hombre.

lunes, 26 de octubre de 2009

Capítulo 6

Capítulo 6

El día que Ramiro se licenció, cumplidos los catorce meses reglamentarios de servicio, el sol brillaba con tanto esplendor en el cielo, que Maruja pensó que una aparición mariana la anunciaba la inminencia de su boda. Fue como una especie de presagio, en el que intervino, para no variar, la férrea determinación de don Antón cuando, con la excusa de celebrarlo como Dios manda, los invitó a tapear en Chicote.
Perico Chicote era, en opinión de Maruja, un hombre que no destacaba tanto en su faceta de barman, como en su evangelizadora labor franquista, defensor a ultranza de los valores tradicionales del Movimiento y los buenos consejos que, por supuesto, siempre resultaban gratuitos.
Antiguos camaradas, don Antón y él constituían sendas reliquias de un régimen obsoleto que se estaba deshaciendo bajo los efectos del terremoto social demócrata que estaba penetrando en España a través de la apertura de fronteras, una vez fallecido el Caudillo, por quien se guardó luto en casa, como correspondía a tan ilustre personalidad. Así lo demostraba el crespón negro colocado sobre el cuadro colgado en el sitio de honor del comedor.
Dejando a un lado todo tipo de ambigüedades políticas para las que ella no había sido educada ni preparada, Maruja no dejaba de reconocer que Perico Chicote era un hombre que poseía una interesante imaginación y no la sorprendería tampoco que fuera capaz de maravillar a un genio. Tuvo una sólida constancia de ello cuando observó la facilidad intrínseca con la que mezclaba los licores, hasta alcanzar el cóctel definitivo, al que bautizaba con el primer nombre que se le ocurría y después olvidaba inmediatamente. Solía hacer éste tipo de demostraciones con la gente famosa que frecuentaba su bar-museo –la colección de botellas que exhibía en las estanterías era conocida en el mundo entero por su originalidad-, y rara era la ocasión en la que no había un personaje relevante codeándose con la gente más vulgar, en una curiosa mezcolanza de escalafones sociales no apta para susceptibilidades a flor de piel.
Tal vez influenciado por la gratuidad de los consejos de Chicote, don Antón tuvo la brillante inspiración de alentar a Ramiro con sugerencias de matrimonio encaminadas a hacerle comprender que la gloria del hombre se encontraba, no en los cielos, como se suele pensar, a la derecha de Dios y junto a Jesucristo, sino en la sólida cimentación de los pilares del sagrado sacramento del matrimonio, como así se reflejaba en la Ley Fundamental de Principios del Movimiento, dictada por Franco a sus ministros.
Para entonces, Maruja había enrojecido, íntimamente avergonzada. Pero aún así, se sintió incapaz de reprimir una mirada de soslayo, precisamente de ese tipo de miradas que suelen valer más que mil palabras y son tan precisas como una medalla de oro en la categoría de tiro olímpico.Bien es cierto, también, que Maruja pensó en la posibilidad de que Ramiro creyera que se le estaba tirando el lazo y frente a aquélla pésima circunstancia, experimentó una sensación de congoja que ocultó con nubes negras ese sol bienaventurado que tan buenos presagios la había transmitido desde por la mañana temprano y frente al cuál su corazón se había expandido como el espíritu santo sobre la cabeza de los desesperados israelitas que huían de la ira del faraón, si había de hacer caso a las referencias bíblicas.

jueves, 22 de octubre de 2009

Capítulo: 5

Capítulo 5

Que Ramiro estuviera predestinado para oficinas era una cuestión que Maruja tenía tan asumida, que cuando la noticia se hizo oficial en su casa, el más sorprendido de todos fue su padre, que pensaba que era un chico más de la calle, destinado a convertirse en un auténtico golfo sin oficio ni beneficio. Resultó lógico, pues, que la mejor botella de vino –aquélla de cuerpo de Cristo oloroso y suave al paladar, haciendo honor a su excelente denominación de origen Rioja-, se descorchara a su salud y ambos terminaran cantando el Asturias patria querida, varonilmente confraternizados. Su madre y ella también lo probaron, pero sólo un culito, pues es de todos conocido que el vino se sube a la cabeza y se termina haciendo y diciendo tonterías que posteriormente se suelen lamentar.
Doña Remedios, su madre, era muy consciente de ello y estaba encariñada de Ramiro tanto o más que su padre, aunque se empeñara constantemente en sacar posibles defectos, que a ella en nada se le antojaban objetivos.

-Mira, muchacho, -dijo don Antón, apurando el vaso de vino, que ya comenzaba a dejar un alegre color carmesí en sus labios, generalmente amoratados. Esta vida está hecha para trabajar. Y para trabajar, hay que ser primero hombre.
-Por supuesto, don Antón, -contestó Ramiro, que no le iba a la zaga en cuestiones de chateo, aunque por prudencia solía reservarse siempre sus comentarios para mejor ocasión, otorgando la razón aunque no estuviera de acuerdo con ella.
-Ni democracia ni puñetas, carajo. Que el pan no viene bajo el brazo de los bonitos ideales, sino nadando en ríos de sudor, que para eso hasta Dios tuvo que trabajar lo suyo cuando creó el mundo...
-¡Jesús, qué hombre éste!, -se santiguó doña Remedios, mientras ella le pedía en silencio a Dios que el vino no le soltara demasiado la lengua y Ramiro se marchara espantado, pensando que su padre era un perfecto patán.
-La cuestión está en tener cojones suficientes para situarse...
-¡Por Dios, Antón!, -se santiguó otra vez doña Remedios, devota y piadosa como habían sido marcadas las pautas de su católica educación.
-¡Calla, mujer!, -gritó don Antón, golpeando la mesa con el puño cerrado. Y corta más jamón, que para ganarlo me sobran huev...
-¡Antón, por favor!.
-Ya comprenderás que con las mujeres es imposible mantener una conversación decente. ¿Por qué te crees que antiguamente no se las permitía votar?.
-Pues no estoy muy seguro, -dijo Ramiro, lavándose las manos como Poncio Pilatos, aunque ella por aquél entonces continuara pensando en la disculpa de que “prudencia obliga”.
-Porque sólo piensan con el corazón, muchacho, -continuó don Antón, haciendo un feo ademán de desprecio con las manos, gesto a que tan acostumbradas las tenía a su madre y a ella. No son cerebrales para nada, porque el pensar no forma parte de su naturaleza...
Su madre y ella se miraron, sin atreverse siquiera a despegar los labios. Se conocían lo suficiente como para saber lo que doña Remedios la diría, confidencialmente, por supuesto, si estuvieran solas las dos:

-Ya conoces a tu padre. Es su temperamento el que le hace decir cosas que en el fondo no siente. Es un hombre honrado y bueno, aunque terriblemente conservador. Vamos, que es como Dios manda.

Ella recuerda y titubea, dudando. Y se ve a sí misma mirando hacia otro lado para impedir que la aguda perspicacia de doña Remedios pueda leer con total impunidad en el libro abierto que son sus ojos. Ve que las mejillas de Ramiro están visiblemente sonrojadas, aunque no tanto, es evidente, como las de su padre, que parecen una supernova a punto de estallar y expandir sus pedazos incandescentes a todo lo largo y ancho del infinito universo.
La tarde está declinando. Basta un simple vistazo por la ventana para darse cuenta de ello y otro, no menos simple aunque sí dolorosamente más cruel, para pensar que alguien le ha robado un tiempo, privado e insustituible, que sólo les pertenece a Ramiro y a ella, porque para eso son novios y la ilusión de encontrarse en privado es sólo suya.
Su padre continúa hablando. Por fortuna, en éste nuevo pretérito de su memoria las mujeres han pasado de momento a un segundo plano y Ramiro recibe lo que don Antón –“sabio no por demonio, sino por viejo”, como bien dice el refranero popular, que es ancho como Castilla- considera una lección magistral de política española:

-...y ahí los tienes hoy en día. En cuanto el Caudillo, cuya memoria guarde Dios muchos años, ha dejado libres las riendas de éste noble caballo que es España, salen de sus agujeros como los escarabajos de la tierra después de la tormenta. Antes eran republicanos de postín; ahora, demócratas liberales. ¡Sólo Dios sabe qué serán mañana, cuando éste país termine de irse a hacer puñetas!.

A través del ojo imaginario de la mente, Maruja recuerda que mira a su padre de reojo, con respeto contenido, no exento de educado temor. Sus sentimientos se acumulan, mezclados y en completo desorden, como las bolas de la suerte en el bombo impredecible de la Lotería Nacional, que tanto ilusiona y decepciona a los españoles. Trata de justificarlo y en su descargo piensa que vivió una guerra fratricida en la que los hermanos luchaban contra los hermanos y los padres contra los hijos. No está completamente segura, pero por las pocas referencias oídas a su madre, sabe que el Alzamiento de julio de 1936 le sorprendió en Africa siendo apenas un muchacho que, obligado como todo hijo de vecino, cambió el arado con el que a duras penas arañaba la tórrida tierra aragonesa de Los Monegros, por el fusil y la arena ardiente del desierto saharaui, cuyos yacimientos de fosfatos tantos ríos de sangre española habían vertido, y no sólo en el tristemente célebre Barranco del Lobo.
Sólo vio a Franco en dos ocasiones: cuando les arengó con sobrehumana determinación, horas antes de cruzar el Estrecho para comenzar la reconquista de la Península y en el Desfile de la Victoria, una vez “cautivo y desarmado el ejército rojo...”.
Piensa que tal vez fueran aquéllas dos, ocasiones más que suficientes como para suponer que en su mentalidad legionaria se formara la visión mesiánica del héroe nacional y conservador por antonomasia. Esas, o quizá aquélla otra, sin duda más desafortunada y de doloroso recuerdo, en la que una bala republicana –“¡y una leche disparada al azar!”-, le pasó a escasos centímetros del corazón, en uno de los duros combates librados en el frente de Guadalajara.

-Ya lo decía Serrano Súñer, -recuerda que añade don Antón, ebriamente nostálgico: “Rusia es culpable”. Sí, muchacho. ¡Qué cojones teníamos los de la División Azul!.
Maruja continúa recordando, y tal y como si lo estuviera viviendo por segunda vez, frente a ella aparecen los restos de la botella de vino, que se desvanecen en el paladar de su padre, mucho antes incluso de que se agoste el turbio río de los recuerdos que vadea su alma con monótona languidez, como afirman los versos de Verlaine que sirvieron de contraseña para el desembarco Aliado en Normandía:
“Rusia es cuestión de un día
para nuestra infantería,
pero acabaremos antes,
gracias a los antitanques.

Tenemos que recorrer
mil kilómetros andando,
para luego demostrar
lo que llevamos colgando...”.

-Lo que llevamos colgando..., -continúa hablando don Antón, dejando de cantar, mientras sus ojos, lacrimosos y enrojecidos, miran con nostalgia mal contenida hacia un desierto blanco, los nombres de cuyas ciudades –Novgorod, Leningrado, Vilna, Stalingrado– aún campean alrededor de su alma como lobos hambrientos al acecho de un rebaño de ovejas.
Durante un momento, infinitesimalmente pequeño pero crucial, los ojos de Ramiro se encuentran con los suyos y Maruja, acongojada, descubre una inquieta súplica en ellos: “¡haz algo, por favor!”, parecen querer decirla. Pero cuando lo intenta, doña Remedios le da una patadita en el tobillo, que a punto está de hacerla soltar un grito. Maruja comprende y calla, humillando la cabeza como los toros antes de entrar a matar, mirando avergonzada hacia el suelo, incapaz siquiera de decir ésta boca es mía.
Don Antón continúa hablando. De su boca, pastosa y caliente cuál fumarola de un volcán a punto de entrar en erupción, surge un torbellino incontrolado de anécdotas, que atraviesan los oídos de Ramiro y se posan en su cerebro como el polvo en el suelo después de sacudir una alfombra.
Doña Remedios, cruzando las manos sobre su regazo, parece rezar, encomendándose a todos los santos, incluso a aquél que está considerado como el patrón de los imposibles y al que se suele acudir para pedir por las causas sin aparente remedio o de muy difícil solución.

-¿Qué sabéis vosotros, los jóvenes de ahora, sobre el honor y el sacrificio?. El general Agustín Muñoz Grandes. Ese sí que fue un héroe de la cabeza a los pies. Ya lo era en 1925, cuando participó en la batalla de Alhucemas. Y en octubre de 1934, cuando siendo segundo oficial de Franco, reprendió como Dios manda a los mineros huelguistas asturianos. Y durante la guerra, como comandante de la IV Brigada Navarra. Y más tarde en Rusia, luchando contra los malditos bolcheviques. Esos mismos que se llevaron todo el oro del Banco de España, dejándonos sin un puto duro.

Calla durante unos segundos para tomar aliento y Maruja reza porque Ramiro aproveche la ocasión, se levante, se disculpe y se marche manteniendo su orgullo a salvo y su educación lo suficientemente intacta como para dejar la puerta abierta y poder volver otro día a visitarla. Pero Ramiro titubea, concediéndole una nueva tregua y don Antón recupera otra vez su química extroversión, de la que el vino tiene toda la culpa, y vuelve otra vez a la carga con fuerzas renovadas:

-Sólo conozco a otro hombre que tenía lo que hay que tener para sacar brillo de un triste y opaco pedazo de hulla: don Santiago Bernabéu. Gracias a él, el Real Madrid es lo que es hoy día: el mejor club del mundo...

Es llegados a éste punto, cuando Ramiro asiste a la presentación deportiva del espíritu de don Antón: madridista y forofo arrogante –dominguero empedernido, de los de bocadillo debajo del brazo, puro en ristre y bota de vino colgada al hombro-, que vive cada partido futbolístico con idéntica intensidad, cuando no más, a como saborea las corridas de toros, rindiendo culto a la sangre que tiñe de rojo la arena y a los despojos sanguinolentos que cuelgan del pecho de los toreros.

-Regueiro, Rial, Di Stéfano, Didí, Puskas..., -dice, contando con los dedos de la mano, donde un vistazo, siquiera superficial para no herir su susceptibilidad, basta para apreciar unos callos más duros que el cemento armado y unas uñas ennegrecidas y bronceadas por la nicotina de los cigarrillos sin boquilla: seis Copas de Europa, dieciséis títulos de Liga, seis Copas de España y una Copa Intercontinental...

martes, 20 de octubre de 2009

Capítulo 4

Capítulo 4


La primera vez que paseó del brazo de Ramiro, luciendo éste su impecable uniforme militar, se sintió tan orgullosa, que poco faltó para que estallaran las cenefas de su vestido de tan henchido como tenía el pecho, bastante desarrollado por obra y arte de la naturaleza. No era la primera vez que pensaba en el parecido tan increíble que tenían Ramiro y ese fantástico actor norteamericano protagonista de la película Lo que el viento se llevó, que había tenido la oportunidad de ver en el cine hacía años. ¿Cómo se llamaba?. ¿Gary Cooper?. No, algo así como Clark. ¡Eso es!. ¡Clark Gable!. Se parecían tanto, en su opinión, que si los ponían a los dos, uno junto al otro, sería muy difícil averiguar quién era quién.
Aunque era invierno, aquélla mañana de domingo lucía un sol tan hermoso y agradable, que invitaba a pasear aunque no se tuvieran ganas. Seguramente por eso, los aledaños del Estanque del Retiro se hallaban tan frecuentados por los madrileños. Había, también, muchos quintos como Ramiro, que se pavoneaban orgullosos, sin duda influenciados por el carisma que representaba lucir con desenvoltura un uniforme militar. Se podían ver de todas las armas y colores: el uniforme azul de los hombres de Aviación; el blanco de la Marina; el beige de los cuerpos de Tierra. Incluso el verde aperlado de los cuerpos africanos de la Legión, con su chaquetilla corta, las botas de media caña y el gorro sobre el que se balanceaba alegremente una borla de color rojo que, cuando perdía toda inercia y se quedaba quieta, le llegaba al hombre hasta la punta de la nariz, como si fuera un moscardón que sobre ella se hubiera posado. Algunos llevaban los botones superiores de la camisa desabrochados, mostrando con banal prepotencia el vello ensortijado de su pecho. Una conducta propia, en su opinión, de la fanfarria típica de los novios de la muerte, que defendían a ultranza los últimos restos de colonialismo español en Africa.
Resultaba impresionante verlos, todo hay que decirlo. Pero Maruja no tenía dudas en cuanto a que no cambiaría a Ramiro por ninguno de ellos. Su Ramiro, fuera de toda especulación, era decididamente especial. Eso era algo de lo que sus jefes se habían dado cuenta a tiempo, destinándole a oficinas. Afortunadamente, aquélla circunstancia contaba además con la ventaja implícita de que estaba rebajado de guardias, si se exceptuaba el hecho de tener que realizar una cada quince días para cumplir con el protocolo.Siendo natural de Madrid, pronto le darían el pase pernocta, con el que podría comer y dormir en casa todos los días que no tuviera servicio. “Y es que Ramiro es tan especial -no se cansa de repetirse a sí misma-, que tiene suerte hasta para eso”.