jueves, 29 de octubre de 2009

Capítulo 8

Capítulo 8

El primer año de matrimonio fue, sin duda, el mejor y de más grato recuerdo, a pesar de que hacían el amor de pascuas a ramos y nunca con la pasión con que lo hicieron la noche de bodas, cuando ambos terminaron de presentarse definitivamente el uno al otro, dejando todas sus vergüenzas en completa transparencia. Teniendo el piso bien amueblado y un utilitario de cinco puertas aparcado en la acera de su casa, constituían un matrimonio cuyo estrato social en aquellos dulces comienzos era superior al de muchos de sus vecinos y a pesar de vivir en un barrio obrero del sur de Madrid –aún era pronto para emigrar hacia el norte, como deseaba Ramiro en lo más profundo de su corazón-, todo el mundo les envidiaba, a juzgar por los comentarios que Maruja escuchaba en conversaciones de escalera, cuya trascendencia estaba muy lejos de afectarla.
A pesar de todo, la felicidad nunca es completa, aunque a veces se aferre uno a pensar lo contrario, creyendo ilusoriamente que la vida es perfecta. Recién llegados de Gijón –por motivos profesionales habían tenido que retrasar el viaje de luna de miel algunas semanas-, apenas tuvieron tiempo de deshacer las maletas, cuando una llamada telefónica les avisó de que don Antón había claudicado, pasando el hombre a mejor vida. Ocurrió por sorpresa y sin sufrimiento, tal y como declaró el médico que certificó la defunción. La muerte, disfrazada de infarto de miocardio, había segado su vida con tanta rapidez, que ni siquiera el sacerdote consiguió llegar a tiempo para administrarle la extrema-unción cuando aún respiraba.
Por aquéllas fechas, la ternura de Ramiro se hizo patente una vez más, y Maruja se sintió consolada, mimada y protegida por el hombre al que tanto amaba. Doña Remedios, sin embargo, se llevó la peor parte. Precisamente aquella a la que la evolución no ha dotado al ser humano de una defensa sólida y homologada a las circunstancias: la soledad.
Al principio, los síntomas no eran lo suficientemente claros como para pensar siquiera en la posibilidad de tomar medidas más drásticas e inevitablemente necesarias. Era lógico que después de toda una vida de casados, el cónyuge superviviente se aferrara al recuerdo del finado como un náufrago a la tabla de salvación y hablara de él como si hubiera tenido que desplazarse fuera de Madrid por motivos estrictamente laborales. La comprensión de Maruja en tal sentido se había mantenido firme, con dogmática determinación, no exenta, en absoluto, de dulzura. Incluso Ramiro, serio por regla general, se deshacía en afectos, intentando –eso tenía que reconocérselo siempre en honor a la justicia-, que su suegra se sintiera lo más animada posible, aunque dando por sentado que no se iría a casa a vivir con ellos. En su fuero interno, semejante decisión no fue en absoluto del agrado de Maruja y a raíz de ello vinieron las primeras discusiones, disfrazadas de consanguineidad familiar. Pero como el piso de doña Remedios estaba apenas a un par de manzanas, pensó que no la supondría tanto esfuerzo llevar las riendas de las dos casas y tener a su marido y a su madre debidamente atendidos, como consideraba que era su obligación.
Al principio todo fue maravillosamente bien. Ella se ocupaba de Ramiro y de doña Remedios con férrea determinación e incluso la sobraban fuerzas –y no sólo de voluntad, que también es importante-, para cumplir con sus obligaciones maritales, aunque por más que lo habían intentado, los niños se habían resistido siempre a todos sus esfuerzos. Por supuesto, había intentado comentarlo con Ramiro, pero todos sus intentos resultaron por completo infructuosos y las contestaciones de éste cada vez más desconcertantes y soeces:
-¡Déjame en paz!. ¡Me sobran cojones para hacer hijos!.
Maruja se derramó entonces como el agua de un cántaro hecho añicos. Sobre todo cuando sus relaciones íntimas comenzaron a enfriarse, hasta el punto de llegar prácticamente a desaparecer, a pesar de que ella continuaba conservando todo su atractivo y renovaba su vestuario de ropa interior, en un intento futil por excitarle y hacer su relación mucho más placentera. Resultaba, entonces, una absoluta paradoja pensar que mientras el planeta se calentaba peligrosamente por causa del denominado efecto invernadero -también es cierto que ni siquiera los científicos terminaban de ponerse de acuerdo sobre las medidas a tomar para solucionar tan importante problema-, sus sentimientos se enfriaban cada día más hasta llegar a alcanzar los cero grados del frío absoluto.

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