viernes, 30 de octubre de 2009

Capítulo 9

Capítulo 9

La primera bofetada restalló en su cara como el látigo inclemente que humilla a las fieras antes y durante una representación circense. Era imposible no recordarla, siquiera porque fue tan imprevista y brutal, que la dejó tumbada en el suelo sin posibilidad de abrir la boca aunque sólo fuera para quejarse o simplemente preguntar por qué. Ocurrió la víspera de semana santa. Precisamente el día en el que los madrileños –de común acuerdo, como en todo buen éxodo vacacional que se precie-, hicieron las maletas, huyendo desesperados hacia las playas, sin importarles que hiciera o no buen tiempo y pudieran bañarse en sus placenteras aguas. Ramiro se quedó sin trabajo precisamente aquél día y tal vez por ese motivo a Maruja se le ocurrió pensar que existían circunstancias atenuantes para disculpar tan reprochable acción.
De cualquier forma, era algo que se veía venir, sin necesidad de consultar el horóscopo que todas las semanas aparecía en las revistas del corazón y que venía a decir siempre lo mismo, semana tras semana.
La empresa en la que prestaba sus servicios como representante –pensó que conseguiría más emolumentos y gratificaciones que siendo un simple conductor en una empresa de servicio público-, decidió, de la noche a la mañana, aplicar el método de márketing americano -impersonal y calculador como pocos, en lo que a los recursos humanos se refiere-, y la primera consecuencia de dicha aplicación no fue otra que la de reestructurar la plantilla y recortar gastos.
A Ramiro, desafortunado siempre en las cuestiones de azar, le tocó la bola negra en el sorteo, así como una indemnización muy por debajo de lo que estipulaba la Ley. Era el tiempo de las lentejas y ni siquiera los sindicatos –en tal sentido Ramiro había sido siempre apolítico, absteniéndose incluso de votar en las primeras elecciones generales-, consiguieron que el juez revocara una sentencia a todas vistas injusta e impopular. De cualquier forma su tranquilidad, poco menos que perfecta, sufrió un irremisible cambio a partir de entonces.
Con la situación de desempleo de Ramiro, llegaron los primeros recortes en el presupuesto familiar y Maruja tuvo que olvidarse de algunos pequeños privilegios, comunes a muchas mujeres.
Al principio fueron las revistas:

-Ni un solo duro para cotilleos, -decía Ramiro, inflexible.
Luego, la peluquería, a la que acudía cada quince días y donde se hacía siempre la permanente:

-Lávate con agua del Canal, que verás qué bien se te queda el pelo.
Dentro de lo malo, Maruja comprendía la necesidad de abrocharse el cinturón. Y lo comprendía hasta tal punto, que una noche, después de cenar, le comentó la posibilidad de buscarse un empleo, siquiera por horas, mientras se normalizaba la situación. Comprendió su error demasiado tarde.

-¡Vete a la mierda!, -le contestó un hombre por completo desconocido, que en nada se parecía al Ramiro que la llevó al altar, diciendo, aparentemente convencido, sí quiero.Fue a raíz de aquélla sugerencia, cuando afloró el verdadero monstruo que había permanecido aletargado en lo más profundo de su alma. Monstruo, por otra parte, que nada tenía que ver con la maldad de los villanos del Séptimo Arte, que se las hacían pasar canutas a las heroínas de turno pero que, al final –gracias a la decisión del director o al buen corazón del guionista-, terminaban recibiendo su merecido.

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