jueves, 22 de octubre de 2009

Capítulo: 5

Capítulo 5

Que Ramiro estuviera predestinado para oficinas era una cuestión que Maruja tenía tan asumida, que cuando la noticia se hizo oficial en su casa, el más sorprendido de todos fue su padre, que pensaba que era un chico más de la calle, destinado a convertirse en un auténtico golfo sin oficio ni beneficio. Resultó lógico, pues, que la mejor botella de vino –aquélla de cuerpo de Cristo oloroso y suave al paladar, haciendo honor a su excelente denominación de origen Rioja-, se descorchara a su salud y ambos terminaran cantando el Asturias patria querida, varonilmente confraternizados. Su madre y ella también lo probaron, pero sólo un culito, pues es de todos conocido que el vino se sube a la cabeza y se termina haciendo y diciendo tonterías que posteriormente se suelen lamentar.
Doña Remedios, su madre, era muy consciente de ello y estaba encariñada de Ramiro tanto o más que su padre, aunque se empeñara constantemente en sacar posibles defectos, que a ella en nada se le antojaban objetivos.

-Mira, muchacho, -dijo don Antón, apurando el vaso de vino, que ya comenzaba a dejar un alegre color carmesí en sus labios, generalmente amoratados. Esta vida está hecha para trabajar. Y para trabajar, hay que ser primero hombre.
-Por supuesto, don Antón, -contestó Ramiro, que no le iba a la zaga en cuestiones de chateo, aunque por prudencia solía reservarse siempre sus comentarios para mejor ocasión, otorgando la razón aunque no estuviera de acuerdo con ella.
-Ni democracia ni puñetas, carajo. Que el pan no viene bajo el brazo de los bonitos ideales, sino nadando en ríos de sudor, que para eso hasta Dios tuvo que trabajar lo suyo cuando creó el mundo...
-¡Jesús, qué hombre éste!, -se santiguó doña Remedios, mientras ella le pedía en silencio a Dios que el vino no le soltara demasiado la lengua y Ramiro se marchara espantado, pensando que su padre era un perfecto patán.
-La cuestión está en tener cojones suficientes para situarse...
-¡Por Dios, Antón!, -se santiguó otra vez doña Remedios, devota y piadosa como habían sido marcadas las pautas de su católica educación.
-¡Calla, mujer!, -gritó don Antón, golpeando la mesa con el puño cerrado. Y corta más jamón, que para ganarlo me sobran huev...
-¡Antón, por favor!.
-Ya comprenderás que con las mujeres es imposible mantener una conversación decente. ¿Por qué te crees que antiguamente no se las permitía votar?.
-Pues no estoy muy seguro, -dijo Ramiro, lavándose las manos como Poncio Pilatos, aunque ella por aquél entonces continuara pensando en la disculpa de que “prudencia obliga”.
-Porque sólo piensan con el corazón, muchacho, -continuó don Antón, haciendo un feo ademán de desprecio con las manos, gesto a que tan acostumbradas las tenía a su madre y a ella. No son cerebrales para nada, porque el pensar no forma parte de su naturaleza...
Su madre y ella se miraron, sin atreverse siquiera a despegar los labios. Se conocían lo suficiente como para saber lo que doña Remedios la diría, confidencialmente, por supuesto, si estuvieran solas las dos:

-Ya conoces a tu padre. Es su temperamento el que le hace decir cosas que en el fondo no siente. Es un hombre honrado y bueno, aunque terriblemente conservador. Vamos, que es como Dios manda.

Ella recuerda y titubea, dudando. Y se ve a sí misma mirando hacia otro lado para impedir que la aguda perspicacia de doña Remedios pueda leer con total impunidad en el libro abierto que son sus ojos. Ve que las mejillas de Ramiro están visiblemente sonrojadas, aunque no tanto, es evidente, como las de su padre, que parecen una supernova a punto de estallar y expandir sus pedazos incandescentes a todo lo largo y ancho del infinito universo.
La tarde está declinando. Basta un simple vistazo por la ventana para darse cuenta de ello y otro, no menos simple aunque sí dolorosamente más cruel, para pensar que alguien le ha robado un tiempo, privado e insustituible, que sólo les pertenece a Ramiro y a ella, porque para eso son novios y la ilusión de encontrarse en privado es sólo suya.
Su padre continúa hablando. Por fortuna, en éste nuevo pretérito de su memoria las mujeres han pasado de momento a un segundo plano y Ramiro recibe lo que don Antón –“sabio no por demonio, sino por viejo”, como bien dice el refranero popular, que es ancho como Castilla- considera una lección magistral de política española:

-...y ahí los tienes hoy en día. En cuanto el Caudillo, cuya memoria guarde Dios muchos años, ha dejado libres las riendas de éste noble caballo que es España, salen de sus agujeros como los escarabajos de la tierra después de la tormenta. Antes eran republicanos de postín; ahora, demócratas liberales. ¡Sólo Dios sabe qué serán mañana, cuando éste país termine de irse a hacer puñetas!.

A través del ojo imaginario de la mente, Maruja recuerda que mira a su padre de reojo, con respeto contenido, no exento de educado temor. Sus sentimientos se acumulan, mezclados y en completo desorden, como las bolas de la suerte en el bombo impredecible de la Lotería Nacional, que tanto ilusiona y decepciona a los españoles. Trata de justificarlo y en su descargo piensa que vivió una guerra fratricida en la que los hermanos luchaban contra los hermanos y los padres contra los hijos. No está completamente segura, pero por las pocas referencias oídas a su madre, sabe que el Alzamiento de julio de 1936 le sorprendió en Africa siendo apenas un muchacho que, obligado como todo hijo de vecino, cambió el arado con el que a duras penas arañaba la tórrida tierra aragonesa de Los Monegros, por el fusil y la arena ardiente del desierto saharaui, cuyos yacimientos de fosfatos tantos ríos de sangre española habían vertido, y no sólo en el tristemente célebre Barranco del Lobo.
Sólo vio a Franco en dos ocasiones: cuando les arengó con sobrehumana determinación, horas antes de cruzar el Estrecho para comenzar la reconquista de la Península y en el Desfile de la Victoria, una vez “cautivo y desarmado el ejército rojo...”.
Piensa que tal vez fueran aquéllas dos, ocasiones más que suficientes como para suponer que en su mentalidad legionaria se formara la visión mesiánica del héroe nacional y conservador por antonomasia. Esas, o quizá aquélla otra, sin duda más desafortunada y de doloroso recuerdo, en la que una bala republicana –“¡y una leche disparada al azar!”-, le pasó a escasos centímetros del corazón, en uno de los duros combates librados en el frente de Guadalajara.

-Ya lo decía Serrano Súñer, -recuerda que añade don Antón, ebriamente nostálgico: “Rusia es culpable”. Sí, muchacho. ¡Qué cojones teníamos los de la División Azul!.
Maruja continúa recordando, y tal y como si lo estuviera viviendo por segunda vez, frente a ella aparecen los restos de la botella de vino, que se desvanecen en el paladar de su padre, mucho antes incluso de que se agoste el turbio río de los recuerdos que vadea su alma con monótona languidez, como afirman los versos de Verlaine que sirvieron de contraseña para el desembarco Aliado en Normandía:
“Rusia es cuestión de un día
para nuestra infantería,
pero acabaremos antes,
gracias a los antitanques.

Tenemos que recorrer
mil kilómetros andando,
para luego demostrar
lo que llevamos colgando...”.

-Lo que llevamos colgando..., -continúa hablando don Antón, dejando de cantar, mientras sus ojos, lacrimosos y enrojecidos, miran con nostalgia mal contenida hacia un desierto blanco, los nombres de cuyas ciudades –Novgorod, Leningrado, Vilna, Stalingrado– aún campean alrededor de su alma como lobos hambrientos al acecho de un rebaño de ovejas.
Durante un momento, infinitesimalmente pequeño pero crucial, los ojos de Ramiro se encuentran con los suyos y Maruja, acongojada, descubre una inquieta súplica en ellos: “¡haz algo, por favor!”, parecen querer decirla. Pero cuando lo intenta, doña Remedios le da una patadita en el tobillo, que a punto está de hacerla soltar un grito. Maruja comprende y calla, humillando la cabeza como los toros antes de entrar a matar, mirando avergonzada hacia el suelo, incapaz siquiera de decir ésta boca es mía.
Don Antón continúa hablando. De su boca, pastosa y caliente cuál fumarola de un volcán a punto de entrar en erupción, surge un torbellino incontrolado de anécdotas, que atraviesan los oídos de Ramiro y se posan en su cerebro como el polvo en el suelo después de sacudir una alfombra.
Doña Remedios, cruzando las manos sobre su regazo, parece rezar, encomendándose a todos los santos, incluso a aquél que está considerado como el patrón de los imposibles y al que se suele acudir para pedir por las causas sin aparente remedio o de muy difícil solución.

-¿Qué sabéis vosotros, los jóvenes de ahora, sobre el honor y el sacrificio?. El general Agustín Muñoz Grandes. Ese sí que fue un héroe de la cabeza a los pies. Ya lo era en 1925, cuando participó en la batalla de Alhucemas. Y en octubre de 1934, cuando siendo segundo oficial de Franco, reprendió como Dios manda a los mineros huelguistas asturianos. Y durante la guerra, como comandante de la IV Brigada Navarra. Y más tarde en Rusia, luchando contra los malditos bolcheviques. Esos mismos que se llevaron todo el oro del Banco de España, dejándonos sin un puto duro.

Calla durante unos segundos para tomar aliento y Maruja reza porque Ramiro aproveche la ocasión, se levante, se disculpe y se marche manteniendo su orgullo a salvo y su educación lo suficientemente intacta como para dejar la puerta abierta y poder volver otro día a visitarla. Pero Ramiro titubea, concediéndole una nueva tregua y don Antón recupera otra vez su química extroversión, de la que el vino tiene toda la culpa, y vuelve otra vez a la carga con fuerzas renovadas:

-Sólo conozco a otro hombre que tenía lo que hay que tener para sacar brillo de un triste y opaco pedazo de hulla: don Santiago Bernabéu. Gracias a él, el Real Madrid es lo que es hoy día: el mejor club del mundo...

Es llegados a éste punto, cuando Ramiro asiste a la presentación deportiva del espíritu de don Antón: madridista y forofo arrogante –dominguero empedernido, de los de bocadillo debajo del brazo, puro en ristre y bota de vino colgada al hombro-, que vive cada partido futbolístico con idéntica intensidad, cuando no más, a como saborea las corridas de toros, rindiendo culto a la sangre que tiñe de rojo la arena y a los despojos sanguinolentos que cuelgan del pecho de los toreros.

-Regueiro, Rial, Di Stéfano, Didí, Puskas..., -dice, contando con los dedos de la mano, donde un vistazo, siquiera superficial para no herir su susceptibilidad, basta para apreciar unos callos más duros que el cemento armado y unas uñas ennegrecidas y bronceadas por la nicotina de los cigarrillos sin boquilla: seis Copas de Europa, dieciséis títulos de Liga, seis Copas de España y una Copa Intercontinental...

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