domingo, 6 de septiembre de 2009

Capítulo 3: la maldad de Señor Hate

La Maldad del Señor Hate

1
En su despacho, situado en lo más alto de la Torre Negra, el Señor Hate se frotaba las manos satisfecho, contemplando la ciudad de Nueva York a vista de pájaro, sintiéndose el hombre más poderoso del mundo. En su fuero interno, pensaba que ese era el lugar que realmente le correspondía: estar en la cima del mundo, tan cerca de las nubes, que podía llegar a tocarlas con el mínimo esfuerzo de estirar un poco el brazo. ¿Acaso no era un ganador?. Y siendo un ganador, ¿no merecía, también, estar muy por encima del resto de los seres humanos, tan vulgares y cenicientos, tan poca cosa comparados con él?. Enfrente suyo, fuertemente amordazado y vigilado de cerca por Caracortada Jackson y sus compinches, Santa Claus le contemplaba con curiosidad, aunque sin perder ni un momento la sonrisa.
Después de unos minutos de confusión al despertar, Santa se percató inmediatamente de la situación en la que se encontraba. En realidad, no era la primera vez que alguna persona malvada –había conocido a muchas durante su longeva existencia, aunque en el fondo sentía una grandísima pena por ellas y hasta llegaba a disculparlas pensando que eran personas que no habían tenido una infancia fácil porque el mundo, por desgracia, tampoco era perfecto, no siendo igual de justo para todos-, pretendía perjudicarle a él, intentando hacer, de paso, también daño a sus queridos niños. Pero afortunadamente, siempre había salido airoso de semejantes avatares, que con el paso del tiempo se iban convirtiendo en simples anécdotas, que algunas veces recordaba sentado confortablemente junto al fuego del hogar en compañía de sus amigos.
También era cierto que en numerosas ocasiones, Belsnickle y Christnickle le habían aconsejado tomar medidas contra aquélla clase de individuos, pero Santa era un ser incapaz de perjudicar a nadie, por muy mala que fuera la persona en cuestión, diciendo convencido que no había encontrado nunca a una persona mala en la que no se pudiera encontrar algo bueno, por muy oculto que estuviera en lo más profundo de su corazón.
Pero su sexto sentido –ese que todavía no se conoce muy bien, pero existe y que te avisa puntualmente cuando algo no marcha como debe- le decía que aquél iba a ser un hueso muy duro de roer. Tenía la desoladora sensación de que el Señor Hate había nacido sin corazón, y ese detalle le producía una pena infinita.
Recordó una ocasión, cuando era obispo en el pequeño pueblecito de Myra –Santa Claus escuchó a muy temprana edad la llamada del Señor, e inmediatamente se puso en camino sin hacer preguntas-, en que conversando con un viejo eremita –los eremitas son hombres santos, que buscan a Dios aislados del mundo y en completa soledad-, éste le confió que había personas a las que un ángel negro y malvado había robado el corazón al nacer, sustituyéndolo por una piedra. Era muy raro que pasara algo así, pero desde luego no imposible.
El eremita también le dijo que la única manera de hacerles recuperar el corazón robado, era con mucho amor y paciencia.
-Bien, Señor Santa Claus –dijo el Señor Hate, encarándose con él-. Mi nombre es Hate, que en inglés significa odio, e iré directamente al grano: ¡es usted mi prisionero!.
Santa no dijo nada, esperando a que Hate dijera todo cuanto tuviera que decir, aunque desde luego, éste no se hizo de rogar, añadiendo a continuación:
-Soy el rey de los juguetes y no estoy dispuesto a compartir la gloria absolutamente con nadie, ¿me entiende?.
Como Santa no respondía –pensaba que para hablar había que saber primero escuchar-, el Señor Hate, inflando el pecho para darse aún más importancia, continuó diciendo:
-Le expondré la situación de una manera tan clara, que estoy seguro de que hasta un personaje tan ridículo como usted, la comprenderá perfectamente. Usted presume de tener una longevidad extraordinaria. Bien, en ese caso, sabrá que a lo largo de la Historia, los hombres han inventado numerosas formas de tortura -a cuál más sofisticada y dolorosa, si me permite decirlo-, para obtener algo de los demás. Pero no se preocupe, yo no soy tan bárbaro. De hecho, puedo asegurarle que mis métodos son de lo más civilizado. Por eso, y aún a pesar de la competencia tan desleal que me hace, engatusando a los niños, no le causaré ningún daño físico. Simplemente me limitaré a mantenerle incomunicado…¡eternamente!.
-Aunque no lo crea, Señor Hate –dijo Santa, tranquilamente, sin dar muestras de nerviosismo o enfado en la voz-, le conozco desde hace mucho tiempo. Sé que es usted un hombre egoísta y terriblemente avaricioso. También sé que sus empleados son infelices y están amargados, porque les obliga a trabajar mucho y les paga un sueldo miserable. Pero aún así, resulta hermoso ver como la Navidad les inspira optimismo, amor, deseos de paz y felicidad…
-¡Oh, vamos, Santa Claus!, -dijo el Señor Hate, airado-. No me venga con cuentos…En el mundo jamás podrá haber igualdad ni felicidad para todos…
Santa le miró pensativo. Luego, al cabo de unos segundos que a Hate le parecieron tan largos como un día sin hacer alguna maldad, preguntó:
-¿Ha cantado alguna vez un villancico, Señor Hate?.
El Señor Hate, sorprendido por una pregunta que no esperaba y que además consideraba estúpida, le contestó enojado:
-¡Detesto la Navidad y odio los villancicos!.
-¡Pues créame que es una verdadera lástima!. ¡No sabe usted lo que se pierde!.
-¡Tonterías!. ¡Abajo con él!, -ordenó el Señor Hate, dirigiéndose a Caracortada Jackson.
2
Algún tiempo después de evaporarse el humo, los duendes fueron despertando poco a poco, incorporándose con lentitud, aunque todavía ligeramente mareados. Apenas recordaban nada de cuanto había sucedido –ocurrió todo demasiado rápido-, a excepción de una repentina humareda que se había extendido por toda la planta y algunos gritos angustiados que alertaban de un posible incendio. Christnickle fue el último en despertar. Instintivamente, había adoptado la postura de un bebé, encogido sobre sí mismo y con el dedo pulgar en la boca, detalle que consiguió que los demás duendes se burlaran de él, a excepción de Belsnickle, cuyo carácter, más serio –no en vano era el duende de más edad y posiblemente por eso se tomaba las cosas con más tranquilidad que los demás-, le impedía burlarse de un compañero, aunque la intención fuera buena.
-¿Qué…?, -gimió Christnickle desorientado, llevándose instantáneamente las manos a la cabeza, donde sentía un fuerte dolor-. ¿Qué ha pasado?.
Nadie sabía qué contestar, precisamente porque nadie estaba seguro de nada. Pero después de un rato, en el que todos daban su opinión –a cuál más terrorífica, fantástica y disparatada, pues los duendes nacen con una fantasía muy desarrollada y por eso son unos grandes inventores-, Belsnickle, mandando callar a todos, dijo:
-¡Chissst!. ¡Escuchad!.
Como era el duende más viejo, cuando Belsnickle decía alguna cosa, todos los demás obedecían sin rechistar. De manera que, aguzando el oído, todos ellos, desde el primero hasta el último, se pusieron a escuchar con atención.
-No se oye nada, -comentó Christnickle al cabo de un rato-.
-¡Esa es la cuestión!, -dijo Belsnickle, añadiendo a continuación: ¿No os parece extraño que ni siquiera se escuchen los ronquidos de Santa?.
Nada más terminar de decir Belsnickle estas palabras, y como movidos por un único e invisible resorte, todos los duendes corrieron en dirección a las habitaciones de Santa Claus. Cuando llegaron, el espectáculo que se ofrecía a sus ojos era completamente desolador. Parecía que por la habitación había pasado el más terrorífico de los huracanes, arrasándolo todo a su paso: las sillas, rotas y amontonadas en el suelo como las hojas perennes de algunos árboles en otoño; los cajones de los armarios tirados por los rincones y la ropa de Santa esparcida por toda la habitación; la cama, con su precioso baldaquino de época, desmantelada, con el colchón rasgado en varios sitios y las plumas de ganso cubriéndolo todo como un manto de nieve.
3
Encadenado como los presos de una cárcel de máxima seguridad, a Santa Claus le introdujeron a empujones en el ascensor. Todos, incluidos el Señor Hate y Caracortada Jackson, le miraban sonrientes, enseñándole los dientes como si fueran una manada de lobos hambrientos a punto de abalanzarse sobre él y devorarle a dentelladas. A velocidad vertiginosa, fueron bajando los ciento setenta y cinco pisos de la Torre Negra, hasta llegar al sótano número cinco, donde el ascensor se detuvo con tanta suavidad, que apenas se dieron cuenta de haber llegado a destino.
Santa Claus había visto muchas cosas a lo largo de su vida, pero no estaba preparado para lo que vino a continuación, cuando se abrieron las puertas del ascensor, de donde lo sacaron brutalmente a empujones –en realidad, había recibido tantas empujones desde su captura y secuestro en el Polo Norte que no era raro que tuviera algún cardenal en su cuerpo- y se encontró con cientos de caritas inocentes que le miraban con expresión asustada.
Distribuidos a lo largo y ancho de una enorme cadena de montaje, los niños –de toda edad, raza y condición-, trabajaban afanosamente en el montaje y ensamblaje de juguetes. La mayoría permanecían silenciosos, con sus cabezas muy bajas, seguramente intentando que los sicarios de Hate, así como los numerosos guardias que paseaban por los corredores con las porras en la mano y ojo avizor, no se fijaran en ellos. Otros, sin embargo, bien porque llevaran poco tiempo o quizás porque a pesar de todo nunca se habían acostumbrado a la terrible situación que estaban viviendo, sollozaban con amargura, gimiendo entrecortadamente como animales heridos. Era de estos últimos de quiénes más se burlaban los guardias –a Santa le molestaba mucho que los más débiles siempre recibieran las burlas y el maltrato de los más fuertes-, y con los que se ensañaban a golpes cada vez que pasaban por su lado. Pero todos ellos, desde el primero hasta el último, tenían algo que les hacía tristemente iguales: todos tenían una gruesa argolla de acero en los tobillos, que les encadenaba a su banco de trabajo y apenas les permitía moverse.
-Bueno, bueno, Santa Claus, -dijo el Señor Hate con malicia-: ¡espero que dé un buen ejemplo a los niños y les anime a aumentar la producción!.
Después, dando media vuelta para entrar otra vez en el ascensor, se volvió y dijo, riéndose a carcajadas:Si necesita algo de mí…¡por favor, no me llame!.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Capítulo 2: La siesta de Santa Claus

La siesta de Santa Claus

1

Poco antes de echarse su habitual siesta después de comer, Santa Claus tenía la costumbre de dar una vuelta por los talleres, asegurándose de que sus duendes artesanos estaban haciendo bien su trabajo para que todos los niños del mundo pudieran ver realizados sus deseos en Navidad. No se trataba de desconfianza. En su naturaleza, de carácter extrovertida y bonachona como pocas, no había sitio para la desconfianza, ni tampoco para los pensamientos negativos. En realidad, el auténtico secreto de Santa Claus radicaba en su eterno optimismo.
Hacía muchos años –tantos, que en ocasiones sus recuerdos se enredaban como los hilos de una madeja y sus duendes ayudantes, Belsnickle y Christnickle, tenían que refrescarle oportunamente la memoria-, que había aprendido que la única fuerza capaz de proporcionar la felicidad a las personas, era el optimismo. Ahí, precisamente, se encontraba la verdadera magia, esa que Dios deposita amorosamente en los corazones de todos en el mismo momento de nacer.
Por supuesto, no era necesario realizar ningún tipo de excéntrico ritual; ni utilizar complicadas fórmulas mágicas, impronunciables y totalmente carentes de sentido. Tampoco servían de nada las varitas mágicas, ni las escobas voladoras, ni los gatos negros y los sapos que, según creían algunos, ayudaban a los magos en sus oscuros y siniestros encantamientos. El optimismo era la magia que nacía con cada persona y conseguía hacer realidad el milagro de que todos los días –incluidos los lunes, que suelen gustar muy poco a las personas- fueran tan especiales e intensos como un día festivo.
Por eso, cuando decidió explorar el misterioso Polo Norte, buscando un lugar donde instalarse y trabajar tranquilo al servicio de los niños, el optimismo no permitió que la desolación de aquél inhóspito sitio le desanimara. Ni tampoco permitió que sus condiciones ambientales extremas –hacía tanto frío que incluso los pingüinos se pasaban todo el tiempo chocando sus curiosas alas palmeadas para entrar en calor-, le obligaran a dar media vuelta y regresar lo más deprisa posible por donde había venido, antes de quedarse igual de congelado que un muñeco de nieve.
Fue el optimismo lo que acrecentó su fe –y no en vano, porque todo el mundo sabe que la fe es capaz de mover montañas-, y gracias a ello, pudo descubrir, cuando sus fuerzas comenzaban a flaquear, algo tan inesperado y fantástico, que a primera vista parecía un espejismo: frente a él, a pocos kilómetros de distancia, se divisaba un valle templado, repleto de vegetación y libre completamente de hielo. Aquello, sin ninguna duda, era un milagro. Pero Santa también era consciente de que los milagros no sirven de nada si no se aprovechan.
En su largo viaje le acompañaban dos buenos amigos. Se trataba de los duendes Belsnickle y Christnickle, dos simpáticos personajes a los que había ayudado en numerosas ocasiones –tenían una habilidad especial para meterse siempre en líos-, los cuales se hicieron sus amigos inseparables, acompañándole a todas partes.
Ni qué decir tiene, que los duendes son unos seres especiales y fantásticos, a los que la naturaleza ha dotado con muchas y variadas cualidades, y están en el mundo desde mucho tiempo antes que los hombres. Entre esas cualidades, destaca –aparte de la invisibilidad, que les hace pasar inadvertidos y por eso mucha gente no cree en ellos-, la facultad extraordinaria de poder comunicarse con el pensamiento, sin que importe la distancia a la que se encuentren los unos de los otros.
Al poco tiempo de que pusieran en práctica ésta cualidad, y conociendo el deseo de Santa de velar por la ilusión de todos los niños del mundo, el lugar comenzó a llenarse de duendes. Venían de muchos países de Europa –Dinamarca, Noruega, Suecia, Alemania, Francia e incluso de España-, y también de algunas regiones poco conocidas del lejano Oriente, situadas en lugares tan exóticos y lejanos como la China, el Tíbet y el Japón. A ésta última clase de duendes se les reconocía inmediatamente por su rostro barbilampiño, sus pequeños ojos rasgados, semejantes a almendras y la larga coleta trenzada que lucían en la base de la nuca.
También los animales quisieron participar, y haciendo caso de la llamada de Rodolfo –el reno volador que les había acompañado en la expedición, soportando la pesada carga de las herramientas y las provisiones-, seis fornidos renos voladores se presentaron sin tardanza en el lugar. Sus nombres, ordenados alfabéticamente, eran los siguientes: Alegre, Bailarín, Bromista, Saltador, Veloz y Zalamero.
Una vez construida la fábrica de juguetes –había sido decisión democrática que se llamara el Reino de los Juguetes-, estos renos, liderados por Rodolfo, se encargaban de remolcar el trineo de Santa Claus todas las Navidades, haciendo tintinear alegremente las campanillas cada vez que Santa entraba y salía de las chimeneas de los hogares –como era tradición-, dejando su cargamento de juguetes al pie del árbol de Navidad.
Cuando Santa comprobó que todo estaba en orden –los duendes eran buena gente, pero su carácter excesivamente alegre les hacía ser también muy bromistas, inconstantes y olvidadizos de sus responsabilidades-, se tumbó en el enorme camastro de madera, no tardando mucho tiempo en quedarse profundamente dormido. Tan profundo era su sueño, que no se enteraba absolutamente de nada. Por eso, no terminaba de creer a sus duendes cuando le decían, al despertar, que sus ronquidos se oían a kilómetros de distancia.
¡Y era verdad!.
2
Dos vehículos oruga, especiales para desplazarse por el hielo, se deslizaban ruidosamente por las heladas estepas, dirigiéndose hacia el norte misterioso y prácticamente inexplorado, siguiendo unas coordenadas de latitud y longitud que les habían sido entregadas de antemano. Caracortada Jackson conducía el primero de ellos, y a juzgar por la expresión de su rostro, estaba –para no variar-, con un humor de perros. Los dientes del compinche que estaba sentado a su lado castañeteaban de tal manera, que en la cabeza de Caracortada Jackson se fue haciendo, más y más fuerte a medida que los escuchaba, la idea de expulsarle de una patada al exterior y librarse así de ese molesto tormento.
Adivinando sus pensamientos, y temiendo por su propia seguridad, el compinche, que respondía al nombre de Comadreja, dijo a modo de disculpa:

-Lo siento, Caracortada. Tengo tanto frío, que no puedo evitar que los dientes me castañeteen como si fuera un conejo masticando una zanahoria.
Caracortada no contestó. Tan sólo se limitó a emitir un gruñido, cuyo tono e intensidad se asemejaba más al aullido de un lobo, fijando a continuación la vista en el parabrisas del tractor. Los remolinos de nieve, arrastrados por los fuertes vientos polares que soplaban en el exterior, hacían que ésta se amontonara persistentemente en los cristales, dificultando, y mucho, la visión.
Hubo un momento, sin embargo, en que era tanta la cantidad de nieve acumulada en los cristales, que los limpiaparabrisas se veían incapaces de despejarla; al menos, con la rapidez suficiente para que pudieran ver por dónde circulaban.
Por fortuna para ellos, el Señor Hate no había reparado en gastos –tan grande era su deseo de capturar a Santa Claus, que se había olvidado de su propia avaricia-y había mandado instalar en los dos enormes tractores un sofisticado y caro aparato, capaz de detectar cualquier obstáculo que se encontrara a quinientos metros de distancia, por lo que evitaba, al menos esa era la idea, que chocaran contra cualquier cosa imprevista en su camino.
Varias horas después, cuando pensaban que quedarían enterrados en la nieve para siempre, el viento cesó inexplicablemente. Cuando los limpiaparabrisas despejaron los cristales, pudieron ver, no muy lejos de donde se encontraban, un hermoso arcoiris de colores que se levantaba por detrás de una extensa zona verde, libre por completo de hielo.
-¡Caray!, -exclamó, Comadreja, sin dar crédito a lo que sus ojos veían-. ¿Será un espejismo?.
Caracortada Jackson apenas se inmutó. No podía hacerlo puesto que su naturaleza era más fría, si cabe, que los helados témpanos de hielo que se veían alrededor, que habían permanecido así durante millones de años, cuando sobre el mundo se abatió de improviso aquello que los científicos denominan como la Era Glacial. Sin embargo, sus dientes –tan afilados o más que los de un tiburón-, emitieron un brillo especial cuando, una vez en el exterior, escucharon con total claridad lo que parecían ser toda una procesión de ensordecedores ronquidos.
“Luego Hate tenía razón”, pensó Caracortada para sus adentros. “Es verdad que los ronquidos de Santa Claus se oyen a kilómetros de distancia. Bien, habrá que poner manos a la obra”.

3
Belsnickle y Christnickle permanecían de guardia mientras Santa dormía, sabiendo que sus siestas podían llegar a ser tan largas como un invierno polar. Mientras caminaban por la enorme sala donde los duendes se afanaban en la fabricación de juguetes de diversa índole y material –había numerosos duendes artesanos que trabajaban la madera con maestría sin igual-, comprobaban personalmente que todos los juguetes cumplieran la Norma de Seguridad aconsejada por Santa: ningún juguete podía dañar nunca a un niño.
No obstante, a medida que observaban que el trabajo se realizaba con seguridad y precisión –una suave música de Mozart ayudaba en su concentración-, mantenían una discusión acerca de sus trajes. Dado que Belsnickle era el duende de más edad –el día 24 de diciembre cumpliría la nada despreciable cantidad de quinientos cincuenta y cinco años-, resultaba, también, más conservador, y por lo tanto, poco amigo de los cambios.
En su opinión, el color verde de sus uniformes resultaba mucho más adecuado que ningún otro, porque representaba la libertad y la belleza intrínseca de los bosques, donde, por regla general, solían vivir desde el alba de los tiempos, y donde la Naturaleza les proveía de todo aquello cuanto necesitaban.
Por el contrario, Christnickle, bastante más joven y de pensamientos innovadores, argumentaba que, dado que incluso Santa se había hecho confeccionar un traje a medida –la idea había sido de Thomas Nast, un caricaturista norteamericano de origen alemán, muy amigo suyo, que pensó que alguien dedicado por completo a los niños debía mostrar un aspecto alegre y desenfadado, de ahí el color rojo de su traje-, ellos deberían también renovar su vestuario, cambiando el color.
-Podríamos hacer una combinación de colores, utilizando las gotas de rocío como fijador natural, -decía Christnickle, entusiasmado con la idea, mientras Belsnickle ladeaba la cabeza pensativo, sin que la sugerencia terminara de convencerle.
-No digo que tenga que ser rojo, como el de Santa, -continuaba diciendo Christnickle-, pero deberíamos tener también nosotros un color alegre en nuestros trajes. Por ejemplo, naranja. O amarillo. Sí, creo que el color amarillo en nuestros trajes nos haría resaltar…Además, por la noche brillaríamos como luciérnagas.
-¿Para qué querríamos brillar como luciérnagas?, -preguntó Belsnickle, confuso, pensando que su amigo y compañero se había vuelto definitivamente majareta.
-¿No crees que eso les gustaría mucho a los niños?.
-¡Oh, vamos!, -protestó Belsnickle. Sabes que los niños no pueden vernos. Si nos vieran, perderían la ilusión en la magia de la Navidad y Santa se enfadaría mucho.
En esos términos discutían los dos, cuando el taller comenzó a llenarse de humo. Antes de que pudieran reaccionar, escucharon el grito angustiado de los duendes artesanos:
-¡Fuego!. ¡Fuego!.

Pero apenas pudieron darse cuenta de nada más, porque a medida que el humo iba extendiéndose por los talleres, todos comenzaron a perder el conocimiento, cayendo al suelo como sacos de patatas.
Por eso no pudieron ver cómo Caracortada Jackson, Comadreja y los demás secuaces, irrumpían violentamente en las habitaciones privadas de Santa Claus, derribando todo aquello cuanto se encontraban en su camino.

jueves, 3 de septiembre de 2009

El secuestro de Santa Claus

Capítulo I: Las Torres Negras

1

Construidas en el centro de las principales ciudades del mundo, las Torres Hate parecían enormes misiles de cemento y hormigón, apuntando directamente al cielo. Todas tenían una altura equivalente a ciento veinticinco pisos, excepto la torre que se ubicaba en el centro de la ciudad de Nueva York, en los Estados Unidos de América, cuya altura equivalía a ciento setenta y cinco pisos. Era una torre tan alta, que no se podían ver los últimos pisos, aunque el cielo estuviera despejado de nubes. En ella tenía su Cuartel General el Sr. Hate, presidente, único accionista, dueño y señor de Juguetes Hate.
El Sr. Hate era un hombre inmensamente rico y poderoso. Pero también irascible –tenía tan mal carácter, que incluso a los pájaros se les ponía un nudo en las bolsas vocales que les impedía cantar en su presencia-, prepotente, egocéntrico, y por encima de todos sus defectos –que no eran pocos-, tremendamente egoísta.
Había sido decisión suya que las fachadas de todas sus torres, desde el suelo hasta el último piso, estuvieran revestidas con bloques de mármol negro para que destacaran por encima de los demás edificios. Por ese motivo, y por algunos otros que adelantaremos más adelante, todo el mundo las conocía como las Torres Negras.
También, en el último piso, todas las torres tenían un inmenso cartel luminoso que se podía ver a kilómetros de distancia, cuya iluminación costaba mensualmente una verdadera fortuna, en el que podía leerse lo siguiente:
“Juguetes Hate, la perfección al alcance de los niños”.

Al ser tan alta, la torre donde el Sr. Hate tenía su Cuartel General –le gustaba denominarlo así porque imponía a todos sus empleados una disciplina cien por cien militar-, disponía de una antena especial que detectaba el rumbo de los aviones a distancia y les enviaba una señal de alerta cuando estos se aproximaban demasiado.
Para los pilotos que habían sufrido el desagradable aviso generado por el aparato –las ondas electromagnéticas que emitía les atravesaba la cabeza de parte a parte, provocándoles un espantoso dolor-, volar cerca de aquélla torre significaba un peligro mucho mayor que si se les colaba accidentalmente un ave en cualquiera de los reactores de su avión. Hasta tal punto estaban cansados de ésta situación, que habían rellenado infinidad de formularios denunciando una situación que consideraban muy arriesgada para su seguridad y la seguridad de sus pasajeros. Pero el Sr. Hate disponía de los mejores abogados que el dinero puede comprar, y todas las denuncias habían terminado en el cesto de la basura.
La estructura de todas las torres Hate era exclusivamente empresarial. Disponían de cinco niveles subterráneos, donde estaban instaladas las cadenas de producción, así como los almacenes. Junto a estos, se habilitaban los muelles de carga, con una capacidad más que suficiente para que una flota de aproximadamente doscientos camiones pudiera abastecer con toneladas de juguetes a los principales puntos de venta del país.
En la planta baja, un enorme recibidor daba la bienvenida a los visitantes. Debajo de un desproporcionado mural que representaba los rasgos del Sr. Hate, serio, vigilante y orgulloso –ningún fotógrafo había sido capaz de sonsacarle nunca una sonrisa-, un equipo formado por veinte guardias de seguridad, armados hasta los dientes, informaba y vigilaba al público desde los monitores de televisión instalados en el mostrador. Este, como no podía ser menos, era de mármol negro. El color de los uniformes de los guardias, también.
Tan obsesionado estaba el Sr. Hate con la seguridad –en realidad sentía verdadero pánico a que le robaran cualquier cosa, por pequeña y nimia que fuera-, que había ordenado instalar infinidad de cámaras en todos y cada uno de los rincones de su impresionante edificio. Naturalmente, en su despacho tenía instaladas, como era de suponer, varias terminales con docenas de pantallas de televisión, desde las que podía observar cualquier lugar que se le antojara, incluido hasta el último rincón, ese que por regla general nadie visita nunca y suele estar siempre lleno de telarañas. Era tan fácil como apretar un simple botón.
Sin embargo, el Sr. Hate sentía una predilección especial por controlar a los trabajadores de la cadena de montaje instalada en el sótano número cinco.
Todos los trabajadores, desde el primero al último, eran niños que los agentes de Hate sacaban a la fuerza de los orfanatos, previo pago a los directores de una interesante cantidad de dinero, que conseguía el milagro de callarles la boca para siempre. Cuando algún director daba muestras de sacar a relucir el más mínimo signo de escrúpulos –hecho, por otra parte, que ocurría en poquísimas ocasiones-, los agentes de Hate le aleccionaban, asegurándole que a cada niño se le abriría una cuenta de ahorro con su salario, cuyo total percibiría cuando cumpliera los dieciocho años de edad, momento en el que podría elegir continuar trabajando en la empresa o marcharse a buscar fortuna a otro sitio.
Por supuesto, todo era mentira. Hate no pagaba absolutamente nada a los niños, sino que, por el contrario, les obligaba a trabajar de sol a sol, beneficiándose impunemente del esfuerzo de su trabajo. No obstante, la mayor desgracia que les esperaba a los pobres niños –aparte de trabajar como auténticos esclavos, que no era poca desgracia-, es que nunca más volvían a ver la luz del sol.
Las siguientes plantas contenían, en el orden que se indica –Hate era también muy puntilloso en este aspecto-, los siguientes departamentos: tiendas repletas de juguetes, clasificadas por características y edad; oficinas, donde cientos –por no decir miles- de administrativos se ocupaban del papeleo y la contabilidad, cuyos registros controlaba personalmente el Sr. Hate todos los días, y pobre del contable que errara un solo apunte; departamentos de marketing, donde los mejores especialistas del mercado se encargaban de publicitar y promocionar los juguetes antes de que salieran a la venta; equipos de investigación y desarrollo, el trabajo de cuyo personal consistía en diseñar y probar nuevos juguetes antes de ponerlos a la venta, en cuya plantilla figuraban los mejores inventores del mundo.
Las últimas plantas eran de uso exclusivo del Sr. Hate y estaban restringidas a todo el mundo, excepto a su personal de confianza, entre los que se encontraba el Sr. Slut. Slut era un personaje de corta estatura, rastrero como un zorro, que tenía un cuello tan delgado y largo, que todo el personal se refería a él a sus espaldas con el apelativo de Cuellopato. En las plantas inmediatamente inferiores a su despacho, el Sr. Hate había instalado un zoo con animales exclusivos, entre los que cabía destacar las especies más raras y peligrosas de arañas, serpientes e insectos venenosos; un acuario con toda clase de animales marinos, incluidos un buen número de tiburones de diferentes especies y agresividad, a los que idolatraba por considerarlos tan ávidos y poderosos como él; un gimnasio, con sauna, jacuzzi y piscina, así como un pequeño observatorio astronómico, donde solía pasar muchas horas por la noche observando las estrellas, soñando que algún día sus juguetes conquistarían el Universo.
Por último, en lo más alto del edificio, es decir, en la azotea, el Sr. Hate había mandado construir un helipuerto de uso exclusivo, naturalmente, que utilizaba todos los días para desplazarse en helicóptero de casa al trabajo y del trabajo a casa, porque detestaba el tráfico rodado, y sobre todo mezclarse con la gente, a la que consideraba patéticamente inferior, y por supuesto, indigna de su compañía.
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Aquélla mañana, el Sr. Hate estaba de peor humor que de costumbre, lo cuál, por otra parte, no era un hecho inhabitual en él. En el buzón de su casa había aparecido un curioso periódico, hecho que se podía considerar poco menos que prodigioso, si se tiene en cuenta que la rejilla del buzón estaba situada en la pared de la garita de los guardias y estos juraban y perjuraban que no habían abandonado su puesto ni un minuto, ni tampoco se habían dormido. El periódico estaba doblado por la mitad, precintado con una cinta roja de la que colgaba un pedazo de muérdago y una campanilla dorada.
En la primera página podía leerse el nombre del periódico -“La Voz de la Navidad”-, y en portada aparecía una foto de cuerpo entero y a todo color de Santa Claus.
Resultaba un hecho indiscutible que el Sr. Hate sentía verdadero odio hacia aquél simpático personaje, al que consideraba como su más directo y peligroso competidor. De manera que no era raro que su cara fuera adquiriendo, al verlo, todas las tonalidades posibles del color rojo, desde el pálido al bermellón.
Debajo de la fotografía, un titular en grandes letras negras decía:
“AVISO ESPECIAL A TODOS LOS NIÑOS”

A continuación, y en cuidadas letras de estilo gótico –un tipo de letra muy trabajada que se utilizaba mucho antiguamente-, se podía leer un pequeño texto, que el Sr. Hate consideró, despectivamente, como la perorata sin sentido –al menos desde el punto de vista comercial- de un viejo loco y pasado de moda:
“Queridos niños, mis mejores deseos desde el Polo Norte. Con la Navidad a la vuelta de la esquina, os recuerdo que habéis de ser buenos, obedecer a vuestros padres y estudiar mucho. También quiero deciros que éste año mis duendes ayudantes se han esmerado tanto, que va a ser difícil que ningún niño se quede sin sus juguetes. De manera que ánimo, a ser buenos chicos y yo personalmente me encargaré de que todos vuestros deseos se hagan realidad muy pronto”.

-¡Qué desfachatez!, –exclamó el Sr. Hate rojo de ira, tirando el periódico al cubo de la basura. ¡Enviarme esto a mí, al mayor fabricante de juguetes del mundo!. ¡Qué digo, de la galaxia, y aún así me quedo corto!. ¡Si ese vejete quiere guerra, guerra tendrá!.
Camino de su despacho, su humor era tan ácido, que el piloto del helicóptero no se atrevía a abrir la boca por temor a que saltaran chispas que provocaran un incendio y estallaran en el aire. Conocía lo suficiente al Sr. Hate como para saber que en momentos así cualquier cosa era posible.
Mientras tanto éste, que ni siquiera se había abrochado el cinturón, despreciando con su actitud una norma básica de seguridad, no dejaba de darle vueltas al asunto del periódico, estrujándose el cerebro, una y otra vez, buscando la manera más adecuada de desembarazarse para siempre de Santa Claus.
Para él, cuyo poder le hacía sentirse poco más o menos igual a Dios, cualquier cosa era válida para conseguir sus objetivos: desde desviar el rumbo de un satélite militar y hacer que bombardeara el Polo Norte, hasta acelerar el efecto invernadero y esperar a que Santa se ahogara cuando se derritiera el hielo de los casquetes polares.
Pero no. Ninguna de esas acciones le terminaba de convencer, más que nada por los inconvenientes que presentaban.
Una explosión en el Polo Norte sería inmediatamente detectada por los Gobiernos de todo el mundo, que mandarían investigar tan inusual acontecimiento. Los investigadores descubrirían el origen de la explosión, y tarde o temprano terminarían encontrando pruebas que le inculparan.
Por otra parte, acelerar el efecto invernadero, podía traer inundaciones capaces de cambiar el aspecto del planeta, corriendo también el riesgo de que las aguas se tragaran todas sus empresas, dejándole en la más horrorosa de las miserias.
Por lo tanto, descartó aquéllas dos alternativas, maldiciéndose a sí mismo porque no era capaz de encontrar una solución que le satisficiera. Hasta tal punto la ira y la frustración se evidenciaban en los rasgos de su cara –las mandíbulas apretadas y los ojos fijos, semejantes a los ojos de los toros cuando están a punto de envestir el capote del torero-, que el piloto no se atrevió a decirle que ya habían aterrizado.
Providencialmente, la suerte estuvo de parte del pobre piloto, pues cuando estaba a punto de tomar una determinación –llevaban varios minutos parados, y le gustara o no, tendría que decírselo tarde o temprano-, la puerta del helicóptero se abrió repentinamente:
-Buenos días, Sr. Hate. ¿Ha descansado bien?.
A pesar de la repulsión que sentía hacia la persona de Cuellopato Slut, el piloto no pudo por menos que estarle agradecido en ésta ocasión. Hate, como de costumbre, le trataba con un absoluto desprecio a pesar de las palabras de afecto y las reverencias con que éste le obsequiaba durante todo el tiempo que permanecía a su lado.

- ¡Déjate de zarandajas y localízame inmediatamente a Caracortada Jackson!.
3
A Caracortada Jackson le disgustaban muchísimas cosas, pero por encima de todas, le ponía verdaderamente furioso que le distrajeran cuando estaba jugando una partida de billar. La llamada telefónica, inoportuna como pocas, le sobresaltó cuando se disponía a golpear la bola, haciéndole fallar el tiro y rasgar la delicada tela verde del tapete. Furioso, lanzó el teléfono móvil contra la pared, observando impertérrito cómo éste se desintegraba en mil pedazos que quedaron esparcidos por el suelo sin orden y concierto.
El dueño del local –un gigante de piel negra, dos metros de estatura y unos músculos de acero, templados durante muchos años en la recolección de la caña de azúcar-, le miró con cara de pocos amigos, agarrando una cachiporra que tenía guardada debajo del mostrador para casos de emergencia. No era la primera vez que tenía que emplearla en la cabeza de Caracortada y sus compinches, aunque esperaba no tener que hacerlo en ésta ocasión.
Las peleas no eran buenas para el negocio, porque la gente salía herida, la policía cerraba el local y los ingresos se evaporaban tan rápido como el humo del tabaco al abrirse una ventana.
Además, Caracortada Jackson no era un hombre de fiar. Los que le conocían, aseguraban –algunos hasta lo juraban solemnemente sobre la Biblia-, que había vendido su alma al Diablo y que por eso éste se había quedado para siempre con su corazón.
Martín –así se llamaba el dueño del local, y era originario de Puerto Rico-, era un buen cristiano, aunque sobre su conciencia pesaban algunos pecadillos por los que algún día tendría que echar cuentas con Dios, y creía a pies juntillas todo lo que se decía.
Incluso aquéllas historias donde se contaba que había sido mercenario en Africa, lugar donde había cometido tantas maldades, que numerosos brujos tribales le habían maldecido para siempre con terroríficos sortilegios. También se decía que había ganado una auténtica fortuna durante su vida de aventuras en el Mar de China, donde todavía se le recordaba como un pirata feroz y despiadado. Cierto o no, de lo que sí estaba seguro Martín, era que Caracortada Jackson siempre llevaba dinero en los bolsillos, y que en ocasiones –sólo en ocasiones, pues la generosidad no formaba parte de sus escasas cualidades-, se permitía invitar a los clientes a una ronda.
Cuando sonó el teléfono del establecimiento –estaba situado en un rincón, al principio de la barra-, Martín lo cogió, sin soltar la cachiporra; y por supuesto, sin dejar de vigilar a Caracortada, de cuya boca abierta salían todo tipo de exabruptos y palabrotas, que habrían hecho palidecer de vergüenza a un santo.
-Sí, está aquí, -contestó, cuando al otro lado de la línea le preguntaron por Caracortada Jackson.
-Caracortada, es para ti, -dijo, un segundo después, ofreciéndole el auricular.
Caracortada Jackson lo cogió de mala manera, como era su costumbre, y con voz fuerte y desagradable, se le oyó decir:
-Caracortada al aparato.
Un minuto después colgó el auricular, depositándolo con un golpe seco que hizo moverse los vasos que había encima de la barra, haciendo caer algunos. En su feo rostro, lleno de cicatrices de múltiples tamaños y color –por eso le llamaban Caracortada-, apareció lo que parecía una sonrisa. Luego, dirigiéndose a sus hombres, que le miraban expectantes, dijo:
Muchachos, ¡tenemos trabajo!.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Aroa y el Genio de los Libros: Final

Final

-Supongo, señorita Aroa, que habrá puesto la suficiente atención como para explicar a todas sus compañeras de clase, cuál es la función de la Literatura y cuáles son sus causas y efectos, -dijo la señorita Gutiérrez, mientras sus ojos grises la observaban con suspicacia detrás del grueso cristal de sus horribles gafas.

Apenas tardó Aroa unas décimas de segundo en contestar, poniéndose tan rápido de pie, que parecía que había sido catapultada por un resorte:

-La función más generalizada de la Literatura, en mi modesta opinión, -dijo, sin apenas sorprenderse por la fluidez con que las palabras surgían de su garganta-, radica en una simple y hermosa cuestión de comunicación. Aunque no sabemos en qué fecha exacta de la Historia el hombre sintió la necesidad de comunicarse con los demás, teniendo conciencia de ello, sí sabemos, sin embargo, que a partir de símbolos, señales y pinturas, hizo realidad el lenguaje, adquiriendo la capacidad de expresarse que, dicho sea de paso, lo diferenciaba de los animales, haciéndole acceder a un nivel superior. Expresar sus deseos, sus sentimientos y su vida, pasó a ser parte esencial de su ser. Por eso, pienso también que el descubrimiento más importante de la Humanidad –aparte del fuego y la rueda-, fue el lenguaje. Y a partir de ahí, la escritura...

Apenas terminó de exponer sus opiniones a la pregunta formulada, Aroa fue testigo de algo que a partir de entonces consideró como un milagro escolar: la señorita Gutiérrez estaba sonriendo. Y en el fondo de sus ojos grises, gélidos como un pedazo de hielo hasta entonces, advirtió algo tan hermoso y tierno, que la trajo a la mente extraños recuerdos que apenas conseguía situar correctamente en aquellos precisos momentos.

-Por un momento temí que te hubieras quedado dormida otra vez, -dijo la señorita Gutiérrez, aunque no había severidad en su voz ni acusación alguna tampoco. Te felicito. Ha sido una exposición excelente. Creo que ni yo misma lo hubiera expresado mejor.

Por una vez, también, Matildita no sonreía, ni alzaba la cabeza con aires de manifiesta superioridad.

Cuando la clase terminó –se le había pasado volando, sin apenas enterarse-, murmuró para sus adentros, mientras caminaba por la calle acompañada de su abuelo:
- Hoy es mi cumpleaños. Tal vez alguien tenga la feliz idea de regalarme un bonito libro.

martes, 1 de septiembre de 2009

Capítulo 5: El Gran Concurso de Literatura

El Gran Concurso de Literatura

El anuncio de la apertura del Gran Concurso de Literatura había causado tal expectación entre los numerosos invitados a participar, que incluso Aroa se encontraba presa de una gran excitación, deseando ponerse enseguida manos a la obra y escribir un bonito cuento con el que ganar el premio, aunque no supiera todavía en qué podía consistir éste y si efectivamente existía dicho premio. Nunca hasta entonces había participado en acontecimientos de similares características –si exceptuamos las aburridas redacciones y los trabajos obligatorios que la mandaban en el colegio, un día sí y otro también-, y aquélla inesperada novedad le pareció, en principio, algo decididamente inusual, pero que podía llegar a ser muy divertido. Aunque la Reina Inspiración se había retirado prudentemente a sus aposentos después de la apertura del Gran Concurso –no era en modo alguno recomendable que permaneciera entre los concursantes y pudiera dejar escapar alguna sugerencia que supusiera una ventaja para unos y una desventaja para otros-, la providencia había querido que el Genio de los Libros estuviera cerca y de vez en cuando pudiera hacer alguna puntualización con respecto a algunas cuestiones que ella no tenía lo suficientemente claras. Como nunca en su vida había participado en un concurso, fuera éste de la índole que fuera, era natural que tuviera algunas dudas puntuales, aunque, quizás, la que más la mortificaba en un principio fuera la espinosa cuestión de adivinar por dónde comenzar a escribir. Y en tal sentido, tenía la sensación de que las ideas parecían haber hecho las maletas y haberse marchado de vacaciones al último rincón del planeta, donde ella no pudiera encontrarlas.

Precisamente iba a comentárselo al Genio de los Libros cuando éste, seguramente motivado por la carita de aflicción que puso Aroa cuando le miró, la susurró al oído:

-A lo mejor te ayudaría bastante comenzar buscando un título. De esa manera, puedes continuar inventándote lo demás, utilizándolo como punto de referencia para el desarrollo de la historia que desees escribir.
-Gracias, parece una buena idea, -contestó Aroa, devanándose los sesos, literalmente hablando, buscando un título apropiado que la sugiriese una historia interesante, capaz de sobresalir de todas las demás y hacerse con el premio que, suponía, habría de entregarle al ganador la Reina Inspiración.

Mientras pensaba, miró con curiosidad a su alrededor. Algunos concursantes estaban tan concentrados escribiendo sobre el papel, que Aroa tuvo la impresión de estar viendo estatuas similares a las que había visto a lo largo de las diferentes plantas del palacio-zigurat de la Reina Inspiración. Otros, sin embargo, conversaban tranquilamente entre ellos, intercambiando ideas y opiniones. Tan concentrada estaba pensando sobre el particular, que no se dio cuenta de que Peter Pan aterrizaba por segunda vez a su lado.

-Sigo sin encontrar a Wendy, -dijo, sobresaltándola.

Después, adoptando una expresión ceñuda y meditabunda, añadió antes de alejarse volando otra vez:

-¿Tendrá el maldito capitán Garfio algo que ver con su inexplicable desaparición?.

Aroa no conocía la historia de Peter Pan ni sabía, en consecuencia, quiénes eran Wendy, los Niños Perdidos y el capitán Garfio. Pero como el Genio de los Libros parecía tener todavía el poder de leerla el pensamiento, no tardó mucho en enterarse de toda la historia.

-Todo se debe a la maravillosa imaginación del escritor escocés James W.Barrie, nacido en 1860. La acción se desarrolla en el fantástico País de Nunca Jamás y Peter Pan representa, en mi modesta opinión, al niño que todos llevamos dentro y que prácticamente olvidamos cuando crecemos, aunque de vez en cuando se despierte en nuestro interior y nos pregunte: “¿acaso te has olvidado ya de lo divertido que es jugar a las canicas?”.
-¡Oh!, -exclamó Aroa, simplemente, preocupada porque todavía no había encontrado un título que la agradara lo suficiente como para ponerse a escribir y aquél imprevisto la ponía nerviosa.
-La vida de Barrie –continuó explicando el Genio de los Libros-, no fue tan original y divertida como las aventuras de sus entrañables personajes. Siempre le afectó mucho la muerte de su hermano cuando apenas tenía seis años de edad. En 1894 se casó con la actriz Mary Ansell, pero no tuvieron hijos y hay quien asegura por ahí que el matrimonio no fue muy afortunado. Unos años más tarde, en 1897, conoció a Sylvia Llewellyn y a sus hijos. Fue basándose en las historias que les contaba a estos, como nació el personaje de Peter Pan, el niño que se negó a crecer. De hecho, en Psicología, existe un síndrome que lleva su nombre: síndrome de Peter Pan. Como te decía, por aquélla época, Barrie tenía cuarenta y cuatro años y el libro se publicó en 1906. Fíjate que la historia resultó tan popular, que hubo una primera adaptación cinematográfica en el año 1924. Me refiero, por supuesto, a la versión rodada por H.Brenon, aunque he de reconocer que la más popular es la versión animada de Disney de 1953.

Aroa asintió con la cabeza, pensativa. Cerca de la mesa donde ella se encontraba sentada, observó cómo Julio Verne le comentaba en alto al capitán Nemo:

-¡Albricias, Nemo!. Apenas fallé una treintena de kilómetros cuando realicé los cálculos para situar el lugar de aterrizaje de mi módulo lunar.
-Bueno, maestro. Un fallo lo tiene cualquiera, -contestó éste, cambiándose la escafandra de mano.
-Si, pero es un fallo imperdonable para un miembro del Club de la Prensa Científica al que me honro de pertenecer. ¿Qué pensarán mis colegas de mí?.
-No lo sé, -contestó el capitán Nemo, intentando en vano consolarlo. Pero sí que me consta que los hombres del siglo XX le consideran un genio.
-¡Tonterías, Nemo!, -denegó Julio Verne. ¡El estudio, hombre!. ¡El estudio y la experiencia!. ¡Esa es la clave de todo!. Aunque he de reconocer, por más que esté feo el decirlo, que acerté plenamente cuando elegí Florida como lugar de lanzamiento y el océano Pacífico como lugar de regreso y amerizaje.
-Siempre fue un hombre excesivamente escrupuloso, -apuntó el Genio de los Libros, sentándose junto a Aroa.
-¿Todos los escritores son tan escrupulosos como él?, -preguntó Aroa, que todavía no acababa de encontrar un título adecuado para su historia, por más y más vueltas que le daba al asunto en el interior de su cabeza y su ánimo comenzaba a balancearse peligrosamente en el columpio de la desesperación.
-Si partimos de la base de que cada persona es un mundo, -contestó el Genio de los Libros-, no estaría de más suponer que en cada mundo uno se comporte de manera diferente. Es una sencilla cuestión de método: cada persona tiene que amoldarse a sus propias capacidades. Si Julio Verne no hubiera sido tan escrupuloso para consigo mismo y sus novelas, posiblemente no hubiera sido leído y recordado por astronautas de la talla de Yuri Gagarin, tripulante del módulo lunar Lunik III y héroe de la Unión Soviética, ni se hubiera bautizado un accidente geográfico con su nombre.
-¿Una parte de la Luna lleva su nombre?, -preguntó Aroa, impresionada.
-Sí, -contestó el Genio de los Libros. Es un accidente geográfico que se encuentra en la cara oculta de la Luna y se conoce como Montaña Verne.
-¡Claro!, -exclamó Aroa, repentinamente, mientras una sonrisa iluminaba su cara. ¡Ya lo tengo!.
-¿Qué es lo que tienes?, -preguntó, sorprendido aunque contento, el Genio de los Libros.
-¡Pues qué va a ser!, -dijo ella, cogiendo el bolígrafo con la velocidad del rayo. Tengo una ligera idea de lo que quiero escribir.

El Genio de los Libros no dijo nada, conocedor de lo delicado que puede llegar a ser molestar a una persona cuando las escurridizas Musas han decidido acompañarla en su pensamiento y se dedicó, en completo silencio, a observarla trabajar.

Algunas de las reacciones le llamaron poderosamente la atención. Como por ejemplo frotarse despacio la cara con la yema del dedo anular o dar pequeños golpecitos sobre la mesa con la punta del bolígrafo, murmurando para sí cuando una palabra se la olvidaba. Le resultaba divertido, también, ese rebelde mechón de cabello que la caía sobre la ceja derecha cada vez que agachaba la cabeza y cómo soplaba hacia arriba con los labios para devolverlo a su lugar original. Mantenía las piernas cruzadas, como si estuviera sentada sobre la silla de un columpio y a veces se rascaba la pantorrilla, mirando nerviosa a su alrededor. No hacía falta ser un adivino –aunque él tenía la capacidad de poder leer los pensamientos, pues al fin y al cabo era un genio-, de saber lo que estaba discurriendo por la mente de su joven amiga en aquellos precisos e importantes momentos. Se había tomado el concurso con tanta ilusión, había que reconocerlo, que su único deseo era ganar el premio y demostrarse a sí misma que si se lo proponía, era capaz de cualquier cosa. Y para que no se le olvidara, repetía constantemente una frase que su madre la recordaba a menudo, sobre todo cuando tenía que estudiar: ¡querer es poder!.

Los demás concursantes, veteranos escritores que habían cosechado toda clase de éxitos y fracasos a lo largo de su vida –no dejaba de ser irónico que muchos de ellos obtuvieran la fama y el reconocimiento de los demás después de muertos-, permanecían atentos a sus asuntos, comportándose de muy diversas maneras.

Julio Verne, mesándose nervioso la blanca y poblada barba, continuaba discutiendo con el capitán Nemo, mortificado por su error de cálculo en el aterrizaje de su módulo lunar. Lewis Carroll, solitario en un rincón, pensaba en la posibilidad de escribir una tercera parte –la segunda se titulaba A través del espejo y había sido un gran éxito- donde la pequeña Alicia continuara sus maravillosas aventuras, encandilando con su gracia a todo aquél que tuviera el enorme placer de conocerla. Por supuesto, si quería que la obra fuera inédita y original, debería inventar unos personajes completamente diferentes a los anteriores y hasta es posible que un mundo nuevo por descubrir, siguiendo las pautas marcadas por el nonsense o humor absurdo del que había sido inventor. Al menor era eso lo que Aroa le escuchaba comentar, hablando consigo mismo sin que nada ni nadie le perturbara.

William Shakespeare, que apenas levantaba la cabeza de la mesa donde estaba sentado, escribía con tanta rapidez y seguridad, que Aroa tuvo la certera convicción de que por la mente del inmortal dramaturgo bullía una fuente inagotable de ideas, que ya quisiera ella para sí misma. Cerca de él, Hamlet paseaba de un lado para otro –si el suelo hubiera sido arena de playa, Aroa estaba segura de que a esas alturas sus pies habrían labrado un profundo surco-, sin dejar de susurrarle a la calavera, cuyas mandíbulas, ligeramente abiertas, parecían querer protestar ante los continuos monólogos a los que la sometía el inquieto joven.

Daniel Defoe, bastante más apartado de los demás concursantes, escuchaba pacientemente las recriminaciones de Robinson Crusoe relacionadas con su larga permanencia en la isla desierta, mientras Jonathan Swift interrogaba a Gulliver, ofreciéndole la posibilidad de hacerle vivir nuevas e interesantes aventuras.

Entre unos y otros, le fueron sugiriendo montones de ideas, muchas de ellas novedosas, aunque ella ya tuviera claro el tema sobre el que quería escribir: narraría, con todo tipo de detalles, las impresiones que había tenido durante su visita al Mundo de Literaria, teniendo buen cuidado de ser lo más objetiva posible y no herir la susceptibilidad de nadie.

Manos a la obra, no se percató, en absoluto, de cómo el Genio de los Libros curioseaba, mirando por encima del hombro lo que escribían los demás escritores ni tampoco la cara de satisfacción que puso cuando se acercó otra vez hasta donde estaba ella, observando con profundo interés su manera de crear; viendo como, palabra tras palabra, se iban formando oraciones consecuentes que comenzaban a darle un sentido determinado a la historia que deseaba contar.

Siendo el Genio de los Libros, se sentía como un padre asistiendo al nacimiento de un nuevo hijo. En este caso, un hijo muy especial, como se enteraría Aroa posteriormente.

Por otra parte, el tiempo, algo tan confusamente relativo y difícil de medir, había pasado tan rápido, que apenas Aroa puso la palabra fin como colofón a su historia, escuchó la voz dulce y agradable de la Reina Inspiración, que decía:

-Damas y caballeros, cumplido el plazo establecido por la normativa del Gran Concurso Literario, les ruego entreguen los originales a los ujieres, que pasarán inmediatamente por sus mesas a recogerlos.
-¡Caray, cómo pasa el tiempo!, -murmuró Aroa, al tiempo que le entregaba su manuscrito al hujier en cuestión, quien lo recogió, adoptando una pose tan seria y tiesa, que por un momento Aroa tuvo la sensación de encontrarse frente a un poste telegráfico.

Uno a uno, los ujieres reales –serios y circunspectos en sus vistosos uniformes de época-, fueron recogiendo los manuscritos, depositándolos acto seguido en una mesa presidida por la Reina Inspiración. Junto a la mesa, entre ésta y el Genio de los Libros, que también formaba parte del jurado, había un curioso artefacto, desconocido por completo para Aroa. Tenía la forma, en su opinión, de una incubadora muy similar a las que se utilizan con los recién nacidos en sus primeras horas de vida, con la única diferencia aparente de que el material con el que estaba fabricado no permitía ver lo que había en el interior.

Disponía de una abertura en la parte frontal que permitía la introducción de los manuscritos. Esta labor la llevaba a cabo con extremada prudencia el que, a juzgar por los galones dorados de la bocamanga de su chaqueta, parecía ser el jefe de todos los ujieres.

Cuando el último de los manuscritos hubo desaparecido en el interior de la máquina, el heraldo real, dando un sonoro golpe en el suelo con su bastón, se dirigió a todos los presentes, diciendo:

-Estimados amigos y concursantes, tengo el grato placer de anunciar, en nombre de nuestra ilustre Reina Inspiración, que en breves momentos La Madre fallará el nombre del ganador del Gran Concurso Literario en el que todos ustedes han tenido el privilegio y el deseo explícito de participar.

Dichas estas palabras, el murmullo general que había sido la nota determinante hasta entonces, se transfiguró en un silencio total, solo roto, ocasionalmente, por la voz grave del capitán Nemo, que le susurraba al oído a Julio Verne:

-Tranquilo, maestro. La Madre siempre ha sido justa e imparcial.

Como era la primera vez que visitaba el Mundo de Literaria y participaba en el Gran Concurso, Aroa no sabía muy bien quién era exactamente La Madre. Imaginaba –de eso hasta un tonto se hubiera dado cuenta, sin necesidad de pensar mucho- que se referían al artefacto en el que se habían depositado todos los manuscritos. Pero cuando más pensativa estaba meditando sobre el tema, una voz en su cabeza –la voz de la Reina Inspiración-, la dijo, a modo de explicación:

-La Madre, lógicamente, es la Señora Literatura, una criatura excepcional, tan amante de todo lo escrito como una madre de carne y hueso con sus hijos. Es por eso que toda obra que ve la luz en la imprenta, nace y se desarrolla para el mundo.

Aroa se entusiasmó. Pensó, ilusionada, que si su obra resultaba ganadora y era impresa, sería todo un orgullo para ella, que había sido su creadora y por lo tanto, su madre. Por supuesto, la encantaría saber que tendría vida propia; que su obra descansaría, soñando dulcemente, en las acogedoras baldas de multitud de librerías; que viajaría en tren, en barco o en avión, acompañando a la gente, haciéndoles su desplazamiento más ameno y agradable; que vería el sol en las playas, tostándose feliz junto a su propietario y que recibiría entre sus hojas la visita de alguna flor, de algún trébol de cuatro hojas, símbolo de la buena suerte o de cualquier otro recuerdo entrañable, capaz de dejar huella en los corazones de las personas a las que habría de acompañar toda la vida.

-Sí, -se dijo para sí misma, apenas con un hilo de voz: ¡qué bonito es escribir!. Que todo el mundo se ría con tus ocurrencias o llore con tus penas. Dar vida a personajes, que a su vez vivan una existencia propia, siendo capaces de hacérsela vivir también al lector...

Un nuevo golpe en el suelo producido por el heraldo real, la sacó momentáneamente de su ensoñación. Puesta en pie, la Reina Inspiración miró con expresión neutra a todos los presentes. A su lado, de pie también, el Genio de los Libros sostenía un pequeño papel de pergamino en las manos que, a una indicación de ésta, le entregó solícitamente. El papel, una vez en las manos de la Reina Inspiración, pareció brillar con una luz propia e independiente, como si se hubiera visto envuelto, de repente, en una especie de fantástica combustión espontánea. Al trasluz, Aroa comprobó que había un nombre escrito en letras negras y rezó con fervor para que fuera el suyo. Pensó que pocas veces en su vida se había encontrado tan nerviosa esperando algo –ni siquiera había conseguido este efecto la espera de los resultados de los exámenes finales del colegio-, y cruzó, supersticiosa, los dedos de una mano, que mantenía oculta detrás de la espalda.

A su lado alguien tosió, como hacía ella en ocasiones cuando quería llamar la atención de otra persona y al darse la vuelta, se encontró con el rostro sonriente de James M.Barrie, que la dedicó un animoso guiño, tal y como solía hacer muchas veces el Genio de los Libros cuando deseaba darla ánimos.

-Mis queridos y apreciados amigos, -dijo la Reina Inspiración, llegados a este punto: tengo el grato placer de anunciar que el ganador del Gran Concurso Literario, en su convocatoria correspondiente al año 2001, es...

El silencio ahora era total. Tan espeso, en opinión de Aroa, como un tazón de chocolate al que todavía no se le ha mojado ningún bizcocho. De alguna manera, le recordó la ceremonia de entrega de los Oscars cinematográficos en los Estados Unidos, cuando el presentador o la presentadora llegan a la fase final en la que pronuncian la frase mágica and the winner is...[1], mientras todos los invitados, engalanados con sus mejores trajes, contienen la respiración durante unos segundos interminables, soñando con ser los elegidos.

-...la señorita...
-¡Ay, Dios mío!, -exclamó Aroa, que comenzaba a sentir un repentino y extraño temblor en las piernas, como si de repente se hubiera quedado sin fuerzas para mantenerse de pie.
-...Aroa, -terminó de decir la Reina Inspiración, mostrando una sonrisa de sincera satisfacción en su cara.

A punto de desmayarse de la emoción, Aroa sintió que sus mejillas se encendían como hogueras en la noche de San Juan, mientras la lengua se le pegaba al paladar, tal y como un sello lo hace con el sobre que ha de depositarse en el buzón de correos para ser clasificado y posteriormente enviado a destino.

Incapaz, siquiera, de moverse del sitio, recibió, sin terminar de creérselo, las manifestaciones de congratulación de todo el mundo, incluida la del propio Hamlet que, por una vez en su vida, varió el monólogo, diciéndola con cortés solidaridad:

-Recuerda que cuando se es, es que se es.
-Felicitations, ma cherie [2], -dijo Julio Verne en francés, su idioma natal, estrechándola la mano, con un apretón tan fuerte, que por poco le rompe los huesos de la suya.
-Supongo que aún hay esperanza para la Humanidad, -adujo el capitán Nemo, inclinando respetuosamente la cabeza, aunque sin perder por un momento su extremada severidad.
-El zar se sentirá orgulloso cuando le haga llegar la noticia, -fue el comentario de Miguel Strogoff, que se cuadró militarmente ante ella, haciendo chocar sonoramente los tacones de sus lustrosas botas de montar.
-Congratulations, my charming girl [3], -saludó William Shakespeare, haciendo una graciosa reverencia, al estilo de la época de la reina María Tudor de Inglaterra.

Y así, uno después de otro, fueron todos acercándose hasta ella, felicitándola efusiva y deportivamente por su triunfo. Cuando el último de ellos lo hizo –la casualidad quiso que fuera Gulliver, quien la aseguró que todo el mundo en Lilliputh conocería también la noticia-, se encontró con que era escoltada y prácticamente llevada en volandas por dos ujieres, los cuales la dejaron a escasos centímetros de la mesa donde se encontraban la Reina Inspiración y el Genio de los Libros.

El abrazo que recibió por parte de la Reina Inspiración fue tan personal y entrañable, que por un momento Aroa pensó que estaba en casa y era su madre quien la colmaba de afectos y atenciones, como havía siempre, siendo, como era, hija única.

-Es una gran verdad que en el Mundo de Literaria el dinero no tiene importancia, así como ninguna razón de ser, -dijo, entonces, la Reina Inspiración, mirándola fijamente a los ojos-, por lo tanto, no puedo ofrecerte ningún premio en metálico...

Como no era una persona egoísta, Aroa apenas le concedió importancia a aquella cuestión que nunca la había preocupado, si exceptuamos el hecho –merecido, según ella-, de pedir su pequeña asignación todos los domingos.

-...pero sí es de justicia, sin embargo, -continuó diciendo la Reina Inspiración-, que como justa ganadora del concurso, recibas un premio a tu esfuerzo y labor. No obstante, antes de que nuestro común amigo, el Genio de los Libros, te haga entrega de dicho premio, sería una cortesía por tu parte que dijeras unas palabras, explicando en qué consiste tu obra y cuál es el mensaje que deseas transmitir.
-Pues mi obra..., -titubeó Aroa, enrojeciendo, enfrentándose temerosa a la multitud, que la observaba con curiosidad, esperando que pronunciara un pequeño discurso, como era tradición.

Nunca hasta entonces se había sentido tan pequeña como en aquélla ocasión. Bien es verdad que se sentía orgullosa de haber ganado el concurso y agradecida por el reconocimiento final a su labor. Pero una cosa era escribir tranquilamente, amparada por el anonimato, y otra muy diferente tener que hablar en público, sobre todo si eres una persona vergonzosa y poco experimentada en pronunciar discursos.

-Tarde o temprano tendrás que enfrentarte a la realidad de la vida, -la dijo al oído la Reina Inspiración-, y eso significa, necesaria y evolutivamente hablando, tener que romper moldes. Y el hacerlo requiere tener confianza en uno mismo y ser muy, muy valiente...
-¡Qué fácil es decirlo!, -pensó Aroa.
-Animo, -dijo entonces el Genio de los Libros. Ya verás como lo vas a hacer muy bien.

Como sabía que tenía que tomar una decisión y debía darse prisa en hacerlo, optó por tirarse al ruedo, como solía decir muchas veces su abuelo. De manera que, respirando profundamente –como hacía en las clases de natación antes de sumergirse bajo el agua-, miró a todos y dijo, intentando controlar en lo posible el tono de su voz:

-Pues en mi obra hablo un poco de aventuras. De lo bonito que es viajar y conocer mundo, y también de lo difícil que puede resultar salir de tu ambiente si no tienes un amigo cerca, que te asesore y te eche una mano cuando lo necesites. Gracias.

Fueron unas palabras pronunciadas con tal claridad y en absoluto premeditadas, que incluso ella se sorprendió cuando se escuchó hablar a sí misma. Pero como la gente permanecía quieta en el sitio, sin parpadear ni decir absolutamente nada, pensó, preocupada, que quizá había hecho algo mal. Sin embargo, cuando miró a la Reina Inspiración en busca de consuelo, se encontró con una sonrisa tan deslumbrante, que supo inmediatamente, por instinto, que no tenía por qué preocuparse. Ella fue la primera en aplaudir. Y apenas una milésima de segundo después de hacerlo, se unió un espectacular coro de aplausos, cuya intensidad fue creciendo gradualmente, hasta hacerse ensordecedor.

Aroa, emocionada, no sabía qué decir, excepto muchas gracias cuando alguien se acercaba a ella y volvía a estrechar su mano por segunda vez.

-¡Atención!, -dijo el heraldo real, golpeando con fuerza en el suelo con su bastón, para reclamar la atención de todos. La Reina Inspiración va a proceder, como de costumbre, a hacer entrega del premio.
-Excelente.
-Bravo.
-Muy bien, -dijeron al unísono, cada uno en su lengua vernácula, Julio Verne, Jonathan Swith y William Shakespeare.

Aroa, emocionada como pocas veces en su vida, esperaba, intrigada, saber cuál sería su premio. Algo interesante, sin duda, pensó, observando la expectación con que todos habían acogido las palabras del heraldo real.

-Tu nombre, así como el nombre de tu obra, -dijo entonces la Reina Inspiración, enseñándola un grueso volumen con tapas de oro-, quedarán para siempre grabados en el Libro de Honor de Literaria y serán una eterna referencia para todo el mundo, que podrá acceder a él y saber cosas de la persona que lo escribió.

Y en efecto, abierto el libro por la página en cuestión, Aroa pudo ver su nombre grabado en hermosas letras de oro, así como el título de su obra, cuya forma y tamaño cambiaban constantemente por causa y efecto de una sorprendente animación:
Aroa B.G.
Aroa y el Genio de los Libros
Finalista 2001
[1] Inglés: y el ganador es...
[2] Francés: Felicidades, querida.
[3] Inglés: Felicitaciones, mi encantadora señorita.

domingo, 30 de agosto de 2009

Capítulo 4: Aroa y la Reina Inspiración

Aroa y la Reina Inspiración

En contra de lo que Aroa esperaba, el medio de transporte utilizado en ésta ocasión para viajar hasta el Palacio de la Reina Inspiración, situado no demasiado lejos, aunque tampoco demasiado cerca del Centro Gutemberg de Impresión, Elaboración y Publicación de Pensamientos, no fueron las burbujas que la habían llevado hasta aquél fantástico mundo, sino unos formidables caballos alados, parientes –según las oportunas explicaciones del Genio de los Libros-, de aquél otro soberbio caballo mitológico de nombre Pegaso, que fuera compañero de aventuras del héroe Perseo, aquél que, si hemos de hacer caso a los cronistas de la Grecia clásica, rescatara a la encantadora princesa Andrómeda de las garras de Kraken, el más terrorífico y monstruoso de los Titanes, confinado por Zeus –el Padre de los Dioses-, en una monumental prisión submarina.
- ¿Te había dicho alguna vez que en el Mundo de Literaria cualquier cosa es posible?, -gritó el Genio de los Libros, mientras volaban contra el viento por debajo de las nubes y Aroa se aferraba con fuerza a las bridas de su caballo, literalmente muerta de miedo.

En contra de lo que mucha gente piensa acerca de las ventajas y el placer que suponen los viajes aéreos, Aroa era una persona que siempre había sentido auténtico pánico a volar. Es muy posible que aquella aversión a las alturas la hubiera heredado, entre otras muchas cosas –según decía la gente, aunque también es verdad que pensaba que muchas veces la gente habla solo porque tienen lengua- de su madre, que prefería cualquier medio de transporte antes que el avión.

Aunque el viento le daba en la cara, alborotándole el cabello que tan cuidadosamente su madre peinaba todos los días por la mañana temprano, Aroa no sentía ni la más ligera sensación de frío en el cuerpo. De vez en cuando se atrevía a abrir los ojos y mirar lo que había debajo de donde ellos volaban. Pero lo hacían tan alto, en su opinión –también es cierto que subirse en una silla y mirar hacia abajo la parecía ya de por sí demasiado alto-, que inmediatamente los volvía a cerrar, aferrándose con más fuerza aún, si cabe, a las bridas del caballo, rezando con fervor para no caerse.

-Es una verdadera lástima que no mires hacia abajo y puedas apreciar el maravilloso paisaje que se extiende ante nosotros, -oyó comentar al Genio de los Libros. Pero como comprendo que el miedo es libre y no hay por qué avergonzarse de ello, te voy a describir, lo más detalladamente posible, los lugares por los que estamos pasando. “De pequeños principios resultan grandes fines”, solía decir mi buen amigo Alejandro Magno, que fue alumno de Aristóteles, uno de los filósofos más grandes de la Antigüedad. De manera que, aunque no puedas verlo con los ojos, sí puedes abrir las puertas de tu imaginación y pensar en un mundo donde los ríos son de tinta de múltiples y hermosos colores; en un mundo donde no hay montañas escarpadas con aterradores e insuperables precipicios cubiertos eternamente de hielo y nieve, sino colinas de suave pendiente y agradable césped donde retozar, meditar, leer y escribir bajo un sol esplendoroso cuya temperatura se mantiene siempre constante porque no existe otra estación aparte de la primavera; un mundo cuyo corazón –en la Tierra es el núcleo, la parte central del planeta-, es la Cultura y donde todos los sueños tienen unas artesanas guardas con titulares de oro; un mundo donde impera el orden, pero no la injusticia; un mundo donde todos los ciudadanos son importantes por el sencillo hecho de serlo y donde no existen diferencias ni rivalidades ni imposiciones ni violencias; un mundo, en definitiva, mi querida amiga, con ciudades impolutas y gente feliz.
-¿Feliz incluso si tienen que volar?, -preguntó Aroa, sin atreverse a abrir los ojos, siquiera después de todo lo descrito por el Genio de los Libros.
-El que no te guste algo, no quiere decir que tengas que sentirte necesariamente diferente o desdichada, -dijo el Genio de los Libros, añadiendo acto seguido: mira, ya estamos llegando.

Aroa abrió entonces los ojos, en un acto reflejo, dándose cuenta de que los caballos hacía rato que no volaban –lo supo sobre todo porque desde hacía unos minutos no sentía el viento en la cara-, sino que andaban al trote por un camino empedrado cuyas baldosas, repletas de letras de diferentes tamaños y colores, formaban frases que iban cambiando a medida que ellos avanzaban. Así, por ejemplo, Aroa pudo leer, entre otras, las siguientes:

-Lo que tenemos que aprender lo aprendemos haciéndolo.
-La esperanza es el sueño de un hombre despierto.
-Vivir sin amigos no es vivir.
-Aquél que todo lo aplaza no dejará nada concluido ni perfecto.
-Son frases que dijeron hace milenios hombres sabios como Aristóteles, Cicerón y Demócrates, -explicó el Genio de los Libros, mientras Aroa descubría al frente las excelencias del Palacio de la Reina Inspiración –que tenía una forma bastante extraña, en su opinión-, y también los impresionantes jardines aledaños, donde se podían admirar muchas flores de variados tamaños, formas y colores.
-Son flores de papel, -especificó el Genio de los Libros-, hechas a mano siguiendo los métodos tradicionales de la papiroflexia.
-¿Papiro qué?, -exclamó Aroa, a quien aquélla palabra, sin saber muy bien por qué, se le antojaba poco menos que impronunciable.
-Papiroflexia, -repitió el Genio de los Libros, explicando acto seguido: se puede definir con ésta palabra la acción o efecto de doblar el papiro o papel y darle forma a nuestro gusto o conveniencia.
-¡Ah, bueno!, -dijo Aroa, mirando con cierto temor las enormes puertas del castillo, donde dos fornidos soldados con alabardas de madera en la mano y espadas del mismo material colgadas al cinto, montaban guardia.
-Es una invitada personal de la Reina Inspiración, -dijo el Genio de los Libros, a modo de explicación.
-¡Está bien!. ¡Que pase!, -dijo uno de los soldados, apartándose a un lado.
-¡Alto ahí!, -dijo el otro, poniéndose en medio una vez que Aroa y el Genio de los Libros comenzaron a dar los primeros pasos hacia el interior.
-¿Qué ocurre ahora?, -cuchicheó Aroa.
-No está bien entrar sin presentarse adecuadamente, -dijo el mismo soldado, sin moverse del sitio.
-Caballeros, tengo el enorme placer de presentarles a la señorita Aroa, -dijo el Genio de los Libros, señalándola y haciendo una graciosa reverencia.
-Bien, bien, -dijeron ambos soldados al unísono, cantando a continuación:

Somos los Guardianes de Palacio,
Entra por tu voluntad y camina despacio.

-Es el ritual de rigor, -explicó uno de los soldados cuando pasaron por su lado.
-Te habrás dado cuenta de que éste no es un palacio corriente, -comentó el Genio de los Libros mientras atravesaban una larga galería, en cuyas paredes cuadros de variada temática ofrecían al visitante una deliciosa visión del Arte.
-Pues ahora que lo dices..., -dijo Aroa, mirando los cuadros con interés, recordando una ocasión en la que la dirección del colegio donde estudiaba las llevó a todas a visitar el Museo del Prado.
-Es una réplica perfecta, -continuó explicando el Genio de los Libros-, de los zigurats que se levantaban en la antigua Babilonia. Los zigurats eran torres con forma de pirámide escalonada que formaban parte de los templos caldeos, asirios y babilónicos. Su nombre proviene de la palabra asiriobabilonia zaqasu, que significa, mas o menos, estar elevado. Los cuadros, como podrás suponer, son también réplicas exactas de las obras de los grandes maestros de la pintura, de todas las épocas y lugares y sus temáticas obedecen a diferentes estilos y corrientes artísticas. Los que ves a tu derecha, corresponden al estilo denominado expresionista, que es aquél que no considera el objeto a pintar como fuente de imitación, propiamente hablando, sino que pretende ir más allá de lo que se ve a simple vista. Todos estos fueron pintados por Kandinsky, Paul Klee, Kokoschka y Beckman. Estos otros, los de la izquierda, son de carácter impresionista; es decir, del tipo de escuela que reproduce la naturaleza basándose sobre todo en la impresión interior que nos produce en realidad. Estos cuadros fueron realizados por Monet, Renoir, Sisley, Pissarro, Cézanne e incluso allí, al fondo, tienes uno que corresponde a la etapa joven de Pablo Picasso.
-Qué interesante, -dijo Aroa, escuchando con atención las explicaciones del Genio de los Libros, deteniéndose frente a un cuadro en particular, en cuyo pie una chapita dorada decía:

Vincent van Gogh
Groot Zundert, 1853-Auvers sur Oise, 1890)
“Autorretrato”


-Parece muy serio, ¿no crees?, -comentó Aroa.
-En cierto modo, supongo que tenía motivos más que suficientes para estarlo, -contestó el Genio de los Libros. Hacia el final de su vida, sufrió un ataque de locura que le llevó al suicidio. Fíjate que sus cuadros valen hoy una auténtica fortuna y sin embargo, cuando estaba vivo, no consiguió vender ninguno. Solía decir que cuando tenía ganas de rezar se asomaba a la ventana y miraba las estrellas. Entre sus obras más importantes, destacan Los Girasoles, El puente de l’Anglois, La Arlesiana, Alrededores de Auvers y Terraza del café de Arlés.
-¿De quién son aquéllas estatuas tan impresionantes?, -preguntó Aroa, impresionada, cuando entraron en una sala circular donde docenas de estatuas de mármol, de tamaño natural, parecían custodiar los aledaños de cuatro tramos de escaleras que ascendían hacia lo alto.
-Pertenecen a hombres muy inteligentes, cuyos descubrimientos en Física y Matemáticas marcaron un hito en la historia de la Humanidad, -dijo el Genio de los Libros. Este de aquí es Arquímedes, matemático y físico griego, nacido en Siracusa, que descubrió el principio que lleva su nombre. Precisamente aquél que dice que “todo cuerpo sumergido en un líquido pierde parte de su peso, igual al del volumen de agua desalojado”.
-Sí, creo que he oído hablar de él en las clases de Física, -dijo Aroa. ¿Quién es aquél otro?, -preguntó a continuación, señalando hacia una estatua que representaba a un hombre con peluca, chaqueta larga con grandes bolsillos a los lados y una especie de medias o polainas, muy parecidas a las que usan los toreros, que le llegaban prácticamente hasta las rodillas.
-Oh, se trata nada más y nada menos que del bueno de sir Isaac Newton, que fue un matemático, físico, astrónomo y filósofo inglés nacido en 1642 en Woolsthorpe, Inglaterra.
-Sí, también he oído hablar de él, -comentó Aroa, quien haciendo memoria, dijo: ¿no fue el que formuló las tres leyes fundamentales de la dinámica?.
-En efecto, mi querida amiga, así es -dijo el Genio de los Libros, sonriendo satisfecho.
-¿Sabes?. Lo recuerdo muy bien porque me costó mucho trabajo aprenderme los tres enunciados, que luego tuve que describir en una pregunta de examen. ¡Y vaya examen!.
-¿Has oído hablar de Pitágoras?, -preguntó entonces el Genio de los Libros, poniendo a prueba sus conocimientos.
-Pues claro, -respondió Aroa, divertida. ¿Acaso crees que no estudio?.
-Entonces supongo que sabrás que fue precisamente él quien demostró que “en un triángulo rectángulo...
-...la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”, -completó Aroa el enunciado del teorema, cantándolo alegremente.
-Sobresaliente.

En la planta siguiente –la segunda, si guardamos un conveniente orden-, también descubrieron numerosas estaturas que, a tamaño natural y rasgos físicos perfectamente cincelados en la inmortalidad del mármol, representaban a hombres que habían dedicado su vida a la exploración y cuyo recuerdo había quedado grabado para siempre en la memoria histórica de la Humanidad, por la importancia que para ésta tuvieron sus descubrimientos.

-Este de aquí es Cristóbal Colón, -explicó el Genio de los Libros-, cuyos orígenes aún continúan siendo un enigma para los historiadores. Descubrió el Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492 y demostró la esfericidad de la Tierra, echando a pique multitud de teorías falsas. Ese otro, de poblada barba y gesto sombrío debajo del sombrero de ala ancha, es Juan Sebastián Elcano, natural de Guetaria, Guipúzcoa, y la primera persona en dar la vuelta al mundo. Lo hizo capitaneando la nao Victoria y tardó aproximadamente tres años en ir a las islas Molucas, a través del Pacífico, volviendo por el Indico y el Atlántico. Corría el año de 1522 y cuando regresó a España fue recibido por el rey Carlos V en Valladolid. Fue precisamente éste quien le hizo entrega del escudo que puedes ver a sus pies.

Aroa dirigió la mirada hacia los pies de la estatua, donde pudo observar con todo detalle un escudo en el que se representaba un globo terráqueo y una curiosa leyenda en latín:

-Primum circundedisti me..., -leyó Aroa.
-Que quiere decir “fuiste el primero que me rodeaste”, -tradujo el Genio de los Libros. Aquél de allí, ese que tiene el rostro fiero y lleva un caco con plumas en la cabeza y un peto de metal en el pecho, es Vasco Núñez de Balboa, a quien se atribuye el descubrimiento del océano Pacífico en la fecha aproximada del 29 de septiembre de 1513, así como también el descubrimiento del istmo de Panamá.
-¿Qué es un istmo?, -preguntó Aroa, que aunque la palabra no le era en absoluto desconocida, no lograba rescatarla satisfactoriamente del interior de sus recuerdos.
-El istmo se puede definir como aquella porción de tierra que une dos continentes o una península con un continente, -explicó el Genio de los Libros.
-¿Quién es ese otro?, -preguntó Aroa, señalando hacia un personaje, de rostro menos severo que el anterior, el cuál portaba un mapa en una mano y un compás en la otra.
-Se trata de Juan de la Cosa, -contestó el Genio de los Libros-, y fue la persona que hizo el primer mapa del Nuevo Mundo, allá por el año de 1500. Los caballeros que están a su lado son Francisco de Orellana, que navegó el río Amazonas en busca de Eldorado –según la leyenda Eldorado era una ciudad perdida en la jungla donde había oro a raudales, que avivó la codicia de los conquistadores, perdiendo muchos de ellos la vida buscándola-, y Rodrigo de Triana, el marinero que alertó a Colón, y de hecho, el primero en divisar tierra, encaramado como estaba en el mástil de vigía de la Pinta, una de las tres carabelas que llevó Colón en su viaje a América. Las otras dos fueron la Niña y la Santa María.
-¿Y aquél otro?, -preguntó Aroa, señalando a un no menos adusto personaje que se hallaba situado al lado de uno de los tramos de escalera. Precisamente en el tramo de escalera hacia el que se dirigían para continuar su excursión hacia arriba.
-Es Ponce de León. Descubrió la Florida mientras buscaba la Fuente de la Eterna Juventud, guiada su imaginación por una leyenda que le había sido referida por una indígena. Estos de aquí –continuó con las presentaciones el Genio de los Libros-, son también exploradores, aunque de épocas más recientes. Déjame hablarte de James Cook, Roald Amundsen, Richard E.Byrd y David Livingstone. El capitán James Cook fue un navegante inglés, nacido en Marton in Cleveland en 1728. Descubrió las costas de Australia, Nueva Zelanda y Nueva Caledonia, así como varios grupos de islas del océano Pacífico. Fue autor del libro Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo. Murió asesinado en las islas Sándwich en 1779, por un grupo de indígenas furiosos.
-¡Caray!, -exclamó Aroa asustada, preguntándose qué haría para enfurecer tanto a los nativos.
-El que está a su lado, es el doctor David Livingstone, explorador y misionero inglés, nacido en Blantyre en 1813. Sus exploraciones se refieren al ámbito del continente africano, donde exploró la región de Kalahari, descubriendo el lago de Ngami. Entre 1851 y 1853 descubrió y exploró el río Zambeze, descubriendo las cataratas Victoria en 1855. Diez años más tarde trató de encontrar, aunque sin éxito, los orígenes del río Nilo.
-¿Quiénes son estos, que parecen esquimales?, -preguntó Aroa, señalando a dos personajes –uno de ellos en el estribo de un trineo de perros-, que vestían gruesas ropas de abrigo.
-Son Roald Amundsen y el almirante Richard E.Byrd, -dijo el Genio de los Libros, comentando segundos después: Roald Amundsen fue un explorador noruego nacido en Borge en 1872. Fue el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, en el año 1911. Desapareció en el Polo Norte en 1928, cuando a bordo de un hidroavión buscaba el dirigible Italia de Nobile. El almirante Richard E.Byrd fue un marino y explorador estadounidense nacido en Winchester en 1888. Se le encuadra dentro de la categoría de grandes exploradores por sus expediciones al Antártico.
-Desde luego, -dijo Aroa, estremeciéndose repentinamente como si hubiera sido alcanzada de lleno por una corriente de aire helado-, no me gustaría nada viajar a sitios tan fríos e inhóspitos.
-Mira siempre el lado positivo del asunto, -argumentó el Genio de los Libros: gracias a ellos, la humanidad sabe algo más del planeta en el que vive.

Después, echando a andar hacia las escaleras de mármol que ascendían a las siguientes plantas, añadió:

-Ven, sígueme. Todavía tengo que presentarte a mucha gente, antes de que conozcas personalmente a la Reina Inspiración.

La tercera planta, dedicada a los grandes genios de la Música, apenas se diferenciaba de las anteriores, salvo por el detalle, quizás, de que las estatuas de los músicos se encontraban situadas en el centro de la estancia, formando, por su posición –en opinión de Aroa-, algo semejante a una fantástica orquesta de mármol.

Tal vez de todas ellas, destacaba la figura menuda de un hombre joven sentado al piano:

-Tengo el honor de presentarte a Wolfgang Amadeus Mozart, al que considero el mayor genio musical de todos los tiempos, -dijo el Genio de los Libros, cuando se acercaron a escasos centímetros de la estatua del pianista.
-¿Por qué llevaban peluca?, -preguntó Aroa, tremendamente curiosa.
-Bueno, -contestó el Genio de los Libros-, supongo que porque las modas no son exclusivas de una época o nación en particular. Si mal no recuerdo, los egipcios solían utilizar también pelucas y maquillaje desde hace la nada despreciable cantidad de 3000 años. En Francia, por ejemplo, la peluca de rizos que llegaba hasta la cintura fue introducida por el Rey Sol, es decir, Luis XIV, y se convirtió en un signo de autoridad.
-Qué curioso, -exclamó Aroa, volviendo a centrar su atención otra vez sobre la figura del pianista.
-Como te iba diciendo, Mozart era de nacionalidad austríaca. Nació en Salzburgo en 1756 y con apenas cuatro años de edad, ya demostró unas actitudes innatas para la música, por lo que fue enseguida considerado un niño prodigio. Leopold, su padre, también era músico y posiblemente gracias a él, el joven Wolfgang Amadeus se dio a conocer como concertista de piano y violín, viajando por toda Europa. Aunque sólo tenía treinta y cinco años cuando murió, su creatividad musical fue tan intensa, que de todo aquello cuanto compuso, destacan, a fe mía, numerosas óperas como Las bodas de Fígaro, Don Giovanni o La flauta mágica; 41 sinfonías y 27 conciertos para piano; numerosas cantatas religiosas, misas, el ofertorio Ave Verum –la parte de la misa donde el sacerdote ofrece a Dios la hostia y el vino del cáliz antes de consagrarlo-, así como el inolvidable Réquiem.
-Se puede decir que no perdió el tiempo, -dijo Aroa, sinceramente maravillada ante tanta actividad creativa, aunque continuaba pensando que aquél tipo de música jamás estaría entre sus preferidas ni haría que desplazara a Enrique Iglesias de su corazón.
-Ya sé lo que estás pensando, -dijo el Genio de los Libros, sonriendo. Te aseguro que cualquiera de ellos fue en su época lo que tus cantantes favoritos representan en la actualidad en la tuya. Fíjate, si no, en aquél de allí.
-¿Aquél que tiene el pelo tan largo y alborotado, que parece la pelambrera de un león?, -preguntó Aroa, mirando hacia donde le había indicado previamente el Genio de los Libros.
-Sí, en efecto, -contestó éste, divertido por semejante comparación. Es, nada más y nada menos, que Ludwig van Beethoven, compositor alemán nacido en Bonn en 1770. No se puede decir que tuviera una vida cómoda y fácil. Padeció siempre muchos problemas; problemas de índole económica, amorosa y física. Ludwig era sordo...
-¿Cómo pudo entonces componer música siendo sordo?, -preguntó Aroa, bastante desconcertada.
-¿Por qué las personas invidentes, por ponerte un ejemplo, desarrollan hasta límites insospechados otros sentidos, como el tacto?, -exclamó el Genio de los Libros. Yo pienso que era tal su afán de superar la adversidad, que la música nacía en su mente y fluía a través de las yemas de sus dedos. Y lo hacía de manera magistral. A las pruebas me remito, con sus 9 sinfonías; las 32 sonatas para piano; los 17 cuartetos; los 5 conciertos para piano; un concierto para violín; la ópera Fidelio; la Misa Solemnis o el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos.
-¡Caray!, -exclamó Aroa, sacudiendo las manos como si se hubiera quemado los dedos frente a tan febril actividad.
-A su lado está otro genial compositor alemán, -continuó explicando el Genio de los Libros: Johann Sebastián Bach, nacido en Eisenach en 1685. Abarcó todos los géneros musicales y dio una forma definitiva a la fuga.
-¿La fuga?, -preguntó Aroa, pensando por un momento que quizás Johann Sebastián Bach se había escapado de prisión.
-La fuga consiste en una composición musical o en parte de ella, que gira alrededor de un tema y su contrapunto, repetidos por diferentes tonos, -explicó el Genio de los Libros. Su obra, como la de los demás, es también bastante extensa: 190 cantatas religiosas; las llamadas Pasiones, una según San Mateo, otra según San Juan y otra según San Lucas; la monumental misa en sí menor; los oratorios, Navidad y Pascua o los 6 conciertos de Brandeburgo. A su lado, aunque posteriores a él, se encuentran Piotr Ilich Tchaikovski, compositor ruso nacido en Votkins en 1840 y el compositor francés Claude Debussy, nacido en Saint-Germain-en-Laye en 1884. Del primero son de destacar sus óperas, como Eugenio Oneguin o La dama del pique; sus 6 sinfonías, incluida la llamada Patética, compuesta poco antes de morir; los tres conciertos para piano, así como los ballets El lago de los cisnes, La bella durmiente del bosque y Cascanueces. A Claude Debussy, compositor de ritmos imprevistos y de orquestación expresiva, llena de matices, se le puede engrosar en las filas de los impresionistas. ¿Te acuerdas de lo que hablamos acerca de los cuadros de algunos pintores y el género al que pertenecían?.
-Pues claro, -dijo Aroa, pensando que era una niña pero no por ello olvidadiza.
-Bien, -continuó el Genio de los Libros. De sus obras destacan los Nocturnos para orquesta; los poemas sinfónicos, como Preludio a la siesta de un fauno o El mar; la música de escena para El martirio de San Sebastián y la ópera Pelleas y Melisandra. Contemporáneos de éste, más o menos, fueron también aquellos tres geniales músicos españoles que ves allí, al fondo: Enrique Granados, Isaac Albéniz y Manuel de Falla. Enrique Granados, pianista y compositor nacido en Lérida en 1876. Está considerado, junto con Isaac Albéniz, el creador de la música contemporánea española. Entre su legado a la posteridad, destacan: las obras para piano, como Goyescas, Danzas españolas; música de cámara y las óperas María del Carmen y Goyescas. Esta ópera, Goyescas, se estrenó en 1916 en el Metropolitan Opera de Nueva York. Enrique Granados murió en el viaje de regreso, cuando el barco en el que viajaba –el vapor inglés Sussex-, fue torpedeado en el Canal de la Mancha por un submarino alemán. De Isaac Albéniz, puedo decirte que nació en Camprodón en 1860 y entre sus magníficas composiciones, destacan la zarzuela San Antonio de la Florida; la ópera Pepita Jiménez y su obra pianística: Cantos de España, Recuerdos de viaje e Iberia, una suite de doce piezas.
-¿Qué es una suite?, -preguntó Aroa, animándose cada vez más a medida que se desarrollaban las explicaciones del Genio de los Libros; explicaciones, por otra parte, que la parecían cada vez más interesantes.
-Una suite es una obra musical que se compone de una serie de piezas parecidas, las cuales forman entre sí un conjunto, -explicó encantado el Genio de los Libros, añadiendo acto seguido: por último tenemos a Manuel de Falla, compositor nacido en Cádiz en 1876. De joven estudió en Cádiz y en Madrid, ganando, en 1905, el concurso de la Academia de San Fernando con la ópera La vida breve. Más tarde, en 1907, se trasladó a París, donde permaneció hasta 1914, fecha en la que comenzó la primera de las grandes guerras mundiales del siglo XX. Allí conoció a otros autores, de los que ya hemos hablado, como Isaac Albéniz y Claude Debussy, así como también a Paul Lukas y Maurice Ravel. A esa época pertenecen Cuatro piezas españolas, Tres canciones y Siete canciones populares españolas. Cuando regresó a Madrid, compuso El amor brujo, El sombrero de tres picos y Noches en los jardines de España. Conoció a Federico García Lorca, un gran poeta español, con el que organizó en Granada, en 1922, el Festival de cante jondo. En 1939, fecha en la que comenzó la segunda de las guerras mundiales, se trasladó a Argentina. Allí comenzó La Atlántida, obra que no pudo terminar y que fue concluida por su discípulo Ernesto Halffter y estrenada en 1961.
-¿Por qué no la pudo terminar él?, -preguntó Aroa.
-Porque murió antes de poder hacerlo, -contestó el Genio de los Libros. De ahí la importancia que tiene aprovechar bien el tiempo. De vivir cada día con intensidad, como si fuera el último. Y sobre todo, de vivir aprendiendo y poniendo en práctica todo aquella cuanto hemos aprendido.

Los personajes de la cuarta planta estaban representados por las estatuas de algunos inventores, cuya contribución al progreso de la Humanidad les había otorgado un sitio de honor en la memoria colectiva del mundo.

-Alessandro Volta, -dijo, refiriéndose a uno cuya vestimenta le resultaba familiar a Aroa, por haberla observado previamente en otros personajes, como Isaac Newton. Fue un físico italiano nacido en Como en 1745. Se le deben varios inventos, entre los cuales destaca, sin duda, la pila eléctrica. Junto a él se encuentra Thomas Alva Edison, físico e inventor norteamericano nacido en Ohio en 1847. Entre sus descubrimientos, podemos citar la lámpara de incandescencia, el perfeccionamiento del gramófono y el micrófono, así como la construcción del primer ferrocarril eléctrico. También se le atribuye el descubrimiento del denominado “efecto Edison” o termoiónico.
-¿El “efecto Edison”?, -exclamó Aroa, esperando la oportuna explicación del Genio de los Libros.
-Oh, sí, -no tardó éste en explicar: se trata de un fenómeno de conducción eléctrica, que se produce cuando se transportan electrones desde un filamento incandescente a un electrodo. Este de aquí –continuó con la presentación de los demás personajes-, es Enrico Fermi, físico italiano nacido en Roma en 1901. Dirigió la construcción del primer reactor nuclear y obtuvo la primera reacción en cadena. Fue Premio Nobel de Física en 1938. A su lado se encuentra Isaac Peral, marino e inventor español nacido en Cartagena en 1851. Continuó los estudios de Monturiol sobre la navegación submarina y diseñó un submarino propulsado por un motor eléctrico, cuya maqueta se puede encontrar en el Museo Naval de Madrid.
-¿Quiénes son aquellos dos que se parecen tanto?, -preguntó Aroa, señalando hacia dos personajes de rasgos físicos bastante parecidos, que permanecían a ambos lados de un curioso aparato, cuyas formas la recordaron las alas delta utilizadas por algunos locos –como ella los consideraba, seguramente por su propia aversión a volar-, en los vuelos sin motor.
-¡Ah, sí!, -respondió el Genio de los Libros. Se trata de los hermanos Orville y Wilbur Wright, a quienes se atribuye la invención del aeroplano. Cerca de ellos, apenas a unos pasos más atrás, se encuentra William Henry Fox Talbot, físico británico nacido en Lacock Abbey en 1800. Descubrió el proceso para impresionar papel como negativo fotográfico; proceso, permíteme que te lo diga, que es considerado como el origen de la fotografía moderna.
-¡Anda!, -exclamó Aroa, observando al personaje en cuestión, cuya poblada barba le recordó a un intelectual de los muchos que ella había tenido oportunidad de ver en la televisión y de cuyas conferencias o exposiciones apenas entendía nada debido al complicado tecnicismo de su lenguaje.
-Por último, -continuó hablando el Genio de los Libros-, tengo el enorme placer de presentarte al que es, posiblemente, el físico más grande del siglo XX: Albert Einstein...
-¡A ese le conozco yo!, -exclamó Aroa, completamente alborozada, mirando la figura de cabellos alborotados, como si hubieran recibido una descarga eléctrica de muchos voltios, que representaba al personaje en cuestión. ¿No fue el que inventó la ecuación de la energía?. Aquella que dice que la energía es igual a la masa por la aceleración al cuadrado...
-Eso es, -dijo el Genio de los Libros, satisfecho, agregando acto seguido: la fórmula de la cuál se halla, justamente, representada a sus pies.

Como pudo comprobar Aroa, el Genio de los Libros tenía razón. A los pies de la estatua y grabada en una plaquita de metal, podía leerse la siguiente ecuación:

E = mc2

- Sentó también las bases de la Teoría de la Relatividad y fue Premio Nobel de Física en 1923. El día 4 de marzo de dicho año, el rey Alfonso XIII le hizo entrega del título de académico, en el transcurso de una solemne ceremonia celebrada en la Real Academia de Ciencias de Madrid. Junto a él se encuentra Ernest Rutherford, considerado como el padre del átomo. Fue Premio Nobel de Física un año antes que Einstein, en 1922.

Terminada de visitar esa planta, llegaron por fin a la última de las plantas, por supuesto de carácter circular también, como todas las anteriores, donde alrededor de una mujer de gran belleza y exquisita elegancia –que de diseño Aroa entendía bastante y no era la primera vez que afirmaba convencida que de mayor quería dedicarse a ello-, se arremolinaban una serie de variopintos y curiosos personajes. Antes incluso de que el Genio de los Libros se lo dijera, Aroa ya sabía que se trataba de la Reina Inspiración. No por la corona que llevaba puesta en la cabeza y que despedía mil reflejos cuando la luz de las lámparas incidía sobre ella, y que era todo un símbolo inequívoco de su rango y categoría, sino, quizás, por ese porte de regia autoridad que emanaba de su persona –semejante, en opinión de Aroa, a aquél otro halo deslumbrador, comparativamente hablando, que corona la cabeza de los santos, y que ella había podido ver en multitud de estampas y postales-, y que la hacía destacar de todo el mundo. Aunque nunca hasta entonces había tenido la oportunidad de ver a un rey o a una reina en persona, Aroa pensaba –a juzgar por las veces en que sí había podido ver alguno en la televisión, sobre todo al rey don Juan Carlos y a la reina doña Sofía-, que eran especiales y nadie como ellos para conocer los prolegómenos de la etiqueta y la elegancia. Sobre este particular, la Reina Inspiración estaba bastante más que bien asesorada –pensó- y el vestido de raso, de color cielo, de larga y extendida cola que se le ceñía a la cintura como un guante a la mano, le pareció, sencillamente, exquisito y sensacional.

Para más detalles, observó que tenía un cabello rubio y largo tan ligero y brillante, que a Aroa se le ocurrió pensar durante un momento que el sol había descendido sobre su cabeza, quedándose allí a vivir para siempre. Sí la sorprendió, no obstante, la familiaridad que en ella despertaban sus ojos grises, de los cuales –aún sin llegar a hacer de momento una identificación positiva en su memoria, cosa que la fastidiaba bastante-, la recordaban constantemente a alguien; posiblemente a alguien muy cercano a ella, tan cercano que no la extrañaría nada que estuviera a punto de pisarlo y no se diera cuenta, como solía decir muy a menudo su abuelo. A punto estaba de comentárselo al Genio de los Libros cuando la Reina Inspiración, acercándose a ella con la mano extendida, dijo con la voz más dulce y encantadora que ella hubiera escuchado en toda su vida:

-Yo soy la Reina e Inspiración me llamo; si quieres conocerme, acércate y coge mi mano.

Aroa así lo hizo, sintiendo que una especie de curiosa sensación de magnetismo había impulsado su mano hasta cerrarse sobre la suave mano de la Reina Inspiración.

-Gracias por tu amabilidad al aceptar mi invitación y sé bienvenida a mi reino, -dijo a continuación, acercando los labios a su oído para después, dirigiéndose a todos los demás, añadir en voz alta y clara: mis queridos y nobles amigos, permitidme reclamar vuestra atención y poder presentaros a una entrañable jovencita llamada Aroa, que ha tenido la gentileza de venir a compartir su tiempo con todos nosotros.
-Somos las Musas y alegres cantamos, y a la persona que pide, ideas le damos, -dijeron tres risueñas mujercitas ataviadas con livianas túnicas de un color blanco inmaculado, mientras danzaban con desenfreno alrededor de ella.
-Su origen es mitológico y eran, además, las compañeras del dios Apolo, -confió la Reina.
-Yo soy la Historia, -dijo después una mujer de amplias, amplísimas caderas y rostro severo surcado, así se lo pareció a Aroa, por mil arrugas.
-Las mil arrugas de la Historia, -volvió a cuchichear la Reina Inspiración al oído de Aroa.
-Y yo el Ensayo, -añadió un estirado caballero, poblado mostacho incluido, colgándose a continuación del brazo de la Historia.

Después, marcándose unos estudiados pasos de baile –Aroa supo que se trataba de un vals porque así se lo dijo la Reina Inspiración-, añadieron al unísono:

-Somos la Historia y el Ensayo, y formamos una linda pareja, como la gallina y el gallo.
-Yo soy la Poesía, -dijo después una esbelta mujer, que tenía el cabello negro azulado peinado con graciosos bucles que le caían en cascada sobre los hombros y sus manos portaban un arpa-, y la rima es mi fuerte; si quieres ganarme, inténtalo y ...¡que tengas suerte!.
-Hola, pequeña. Déjame que te diga que yo soy la Novela y también el Relato; y a veces el cuento, para pasar el rato, -se presentó un curioso personaje cuyo aspecto, túnica plateada ribeteada de lunas y estrellas así como bonete en la cabeza, le pareció a Aroa de lo más curioso y provocativo, y sobre todo sorprendente, pues cambiaba de fisonomía constantemente, tal y como hacen los camaleones con el color de su piel y que según se había comentado en clase de Ciencias Naturales, les servía como camuflaje frente al ataque de los posibles depredadores del mundo animal.
-Bien, ahora que has conocido a algunos de los principales Géneros, -intervino la Reina Inspiración, bueno es que conozcas también a algunos autores cuyas obras son consideradas como auténticas y universales genialidades. ¿Ves a aquél caballero de encopetado traje negro y frente despejada, que conversa con ese joven de cabellos albinos y tez pálida; precisamente aquél que sostiene una calavera en la mano y no deja de repetir constantemente “ser o no ser”?.
-Sí, majestad, -contestó Aroa, pretendiendo ser lo más educada posible para estar a la altura de la ocasión, encantada de encontrarse, como se encontraba, en lo que parecía ser una recepción de gente importante como esas con las que había soñado tan a menudo y en las que siempre había deseado estar cuando fuera mayor y famosa.
-Son William Shakespeare y Hamlet, -dijo la Reina Inspiración, a modo de confidencia. En cierta manera, se puede decir que son padre e hijo. O si lo prefieres, creador y obra. Shakespeare es, posiblemente, el más universal y genial de los autores teatrales de todos los tiempos. Conocido con el sobrenombre de “el Cisne de Avon” –nació en Stratford upon Avon, Inglaterra, en 1564-, en sus obras principales desarrolló con genial maestría temas tan controvertidos y humanos como son la crueldad, el machismo, el amor, la travesura, la dictadura, la duda, los celos y algunos otros. Hamlet pertenece a la duda y representa a ese tipo de personas inquietas y confundidas que siempre tienen una pregunta en los labios: ¿por qué esto?. ¿Por qué lo otro?. ¿Por qué sí?. ¿Por qué no?.
-¡Hola...y adiós!, -dijo en aquél preciso momento un escurridizo personaje, pasando como una exhalación junto a Aroa y la Reina Inspiración.
-¿Quién es ese?, -preguntó Aroa, divertida.
-Oh, se trata tan solo del protagonista de un relato hiperbreve.
-¡Ah, bueno!.
-¿Ves aquél joven que está allí sentado, tan serio, pensativo y melancólico?, -preguntó la Reina Inspiración, señalando al frente con la mano extendida. Es un matemático inglés. Se llama Lewis Carroll y le está escribiendo un cuento a su querida amiga Alicia. En su imaginación se está fraguando un mundo maravilloso, con personajes muy interesantes que ella conocerá a lo largo de sus aventuras.
-Debe de ser una persona muy afortunada la tal Alicia, -dijo Aroa, mientras pensaba que a ella nadie la había escrito nunca nada, aunque su abuelo la sentaba muchas veces en sus rodillas y la contaba infinidad de historias, seguramente inventadas, aunque desde luego muy amenas y divertidas.
-En realidad, Alicia no fue un personaje de ficción, sino una niña de carne y hueso tan real como tú. Tenía aproximadamente tu misma edad cuando conoció a Carroll y su verdadero nombre era Alice Liddell. Junto a él, aunque apenas se conocen, está Charles Perrault, escritor francés nacido en París en 1628. Posiblemente hayas leído alguno de sus cuentos, pues han alimentado la imaginación de casi todos los niños del mundo: El gato con botas, Caperucita roja, Barbazul y Cenicienta.
-Los he leído todos, -dijo Aroa, que no quería que la Reina Inspiración pensase que era una niña sin apenas cultura.
-¿Ves aquél de allí?, -preguntó la Reina Inspiración.
-¿Quién?. ¿El gordito?, -exclamó Aroa, mirando en la dirección indicada.
-Sí, aunque no sea moralmente correcto dirigirse a la gente por su aspecto o defecto físico, -amonestó la Reina Inspiración, pero no había severidad ni enfado en su voz.
-Lo siento mucho, majestad, -se disculpó Aroa, interiormente mortificada al pensar que había cometido una falta grave delante de la Reina, prometiéndose a sí misma no volver a repetirlo nunca en el futuro.
-Se llama Jonathan Swift, y es un escritor nacido en Dublín en 1667. A su lado podemos ver a Gulliver, su personaje principal y el único de todos los presentes que ha tenido el privilegio de estar en el País de Lilliputh.
-¿El País de Lilliputh?, -preguntó Aroa, extrañada, pues jamás en su vida había oído hablar de dicho país ni sabía, por tanto, en qué continente se podía encontrar.
-El País de Lilliputh –explicó pacientemente la Reina Inspiración-, es un país imaginario creado por la fantasía del escritor para situar el lugar donde se desarrollan las aventuras de su personaje. Todos sus habitantes son enanos, de modo que cuando el mar arrastró hasta la costa el frágil madero sobre el que se sostenía a duras penas Gulliver, víctima involuntaria de un naufragio, fue considerado un monstruoso gigante por su estatura.
-Supongo que la gente de Lilliputh se asustaría muchísimo al verlo, -comentó Aroa, curiosa por conocer el final de la historia.
-Al principio sí, -dijo la Reina Inspiración. Pero después se hicieron todos grandes amigos. Junto a él, con el pelo blanco peinado hacia atrás y la barba extensa y prominente, puedes ver a mi querido amigo Julio Verne, novelista francés nacido en Nantes en 1828. Se puede decir, en líneas generales, que fue el creador de la novela científica y geográfica. Su obra literaria es tan extensa, que tardaría mucho en comentártela. Pero puedo asegurarte que fue el creador de maravillosas novelas como 20.000 leguas de viaje submarino; Cinco semanas en globo; Viaje al centro de la Tierra; La vuelta al mundo en 80 días; Miguel Strogoff y De la Tierra a la luna. A su lado puedes ver a algunos de sus personajes más conocidos. Aquél que lleva puesto un traje negro de inmersión y sostiene una escafandra en la mano, es el siniestro capitán Nemo, comandante del submarino Nautilus. Hablando con él, y luciendo un impecable uniforme imperial, se encuentra el capitán Miguel Strogoff, correo del zar de Rusia. Y algo más apartados, el refinado gentleman [1] inglés Willy Fogg y su fiel criado Rigodón. Detrás de ellos puedes ver a Johann Wolfgang von Goethe, escritor alemán nacido en Frankfurt en 1749. Aunque estudió leyes en Leipzig y Estrasburgo, su verdadera vocación fueron, sin duda, las letras. Algunas de sus obras son consideradas universales. De ellas te puedo citar dos de las más conocidas, como son Las cuitas del joven Werther y Fausto. Precisamente ambos están dialogando con él.
-¿Quién es ese extraño señor que anda de puntillas junto a ellos, como intentando no perder detalle alguno de su conversación?, -preguntó Aroa, a quien nunca habían agradado, en absoluto, las personas demasiado curiosas, que se entrometían siempre en los asuntos de los demás.
-¿Te refieres a ese que lleva capa y traje de color rojo y que por su aspecto cualquiera puede pensar que está preparado para la algarabía de unos carnavales?, -preguntó a su vez la Reina Inspiración.
-Sí, en efecto. A él me refiero, -dijo Aroa.
-Se trata de Mefistófeles, -explicó la Reina Inspiración-, y es un personaje con el que debemos de tomar siempre muchas precauciones.
-¿Tan peligroso es?, -preguntó Aroa, que aunque no le gustaba el individuo en cuestión, tampoco veía motivos por los que debiera tener un cuidado especial con él.

La Reina Inspiración sonrió con dulzura, comprendiendo que las dudas de su joven invitada se debían a la inocencia propia de su edad.

-Por supuesto que sí, -dijo. Representa la personificación del Mal y su misión consiste en tentar a los hombres a cambio de la condenación de su alma. De hecho, tentó de tal manera al ingenuo Fausto, que sólo la pureza de corazón de Margarita –es aquélla joven de hermosos cabellos rubios que ves allí sentada, junto a la fuente-, pudo redimirle en el último momento. Creo, si no me falla la memoria, que en nuestros archivos todavía guardamos la copia del contrato original firmado por Fausto y Mefistófeles, en el que el primero se compromete a entregar su alma a cambio de la juventud y el amor de Margarita.
-¡Jolín, qué cosas!, -exclamó Aroa, sin poder reprimirse.
-Ven, -dijo la Reina Inspiración, ofreciéndola otra vez su mano. Todavía te falta conocer a otros autores y personajes.

Dicho y hecho, la Reina Inspiración la condujo hacia un rincón donde un hombre de descuidados y largos cabellos así como barba de semejantes características, con el torso desnudo y los pantalones hechos jirones, se hallaba sentado debajo de una palmera, oteando con interés un horizonte supuestamente imaginario que únicamente él podía ver.

-Su nombre es Robinson Crusoe y nació de la portentosa imaginación del escritor inglés Daniel Defoe, -presentó la Reina Inspiración, añadiendo poco después: Daniel Defoe fue un escritor inglés nacido en Londres en 1660. También escribió obras como Moll Flanders y Diario del año de la peste.
-¿Por qué está tan sucio y desharrapado?, -preguntó Aroa, experimentando cierta sensación de desagrado ante el lamentable aspecto que presentaba el personaje.
-Porque tuvo la desgracia de ser víctima de un naufragio en alta mar y lleva varios años viviendo en una isla desierta, -contestó la Reina Inspiración.
-Pobrecito. Ahora lo entiendo, -dijo Aroa, cuyo buen corazón la hizo compadecerse inmediatamente de la situación del pobre náufrago. ¿Y se quedó para siempre solo en esa isla sin poder hablar con nadie?, -preguntó a continuación, pensando en lo terrible que tenía que ser verse en una situación semejante, abandonado de la mano de Dios.
-Claro que no, -dijo la Reina Inspiración. Allí conoció a un indígena que venía huyendo de los caníbales de una isla vecina, al que bautizó con el nombre de Viernes. Por fortuna para él, un barco que casualmente pasó cerca le recogió, devolviéndole otra vez a la civilización.
-¡Menos mal!, -resopló Aroa, estremeciéndose involuntariamente cuando escuchó la palabra caníbales, pues ese tipo de cosas la daban un miedo terrible.
-Hola, -dijo de improviso un muchacho descalzo y con aspecto de golfillo, acercándose hasta donde estaban ellas.
-Tengo el gusto de presentarte a Huckleberry Finn, -dijo la Reina Inspiración, añadiendo a continuación: no encontrarás a nadie mejor que él para enseñarte los lugares más interesantes que puedan existir a todo lo largo y ancho del río Mississippi.
-Bueno, majestad, -dijo el golfillo, haciendo una graciosa reverencia. Si vuestra excelencia me lo permite, he de añadir que sí existe otra persona que seguramente es mucho mejor que yo.
-¿Quién?, -preguntó Aroa, observándole con interés.
-Mi padre, por supuesto, -contestó el golfillo sonriendo con descaro.
-Es obvio que se refiere al escritor norteamericano Mark Twain, -explicó la Reina Inspiración. Por cierto –añadió un segundo después, echando un vistazo a su alrededor-, no le veo por aquí. Bien, supongo que no tardará mucho en llegar, pues todos los años nos ha honrado con su presencia. Mira, por allí viene Peter Pan. ¡Qué muchacho más incorregible!. ¡Siempre volando!.

En efecto, tal y como había afirmado la Reina Inspiración, un curioso muchacho con pecas en la cara y un traje verde –gorro y pluma incluido, al estilo medieval-, se dirigía volando directamente hacia ellas, los pies juntos y los brazos estirados a modo de alas.

-Estoy buscando a Wendy, -dijo, aterrizando suavemente a su lado.
-Mi querido amigo Peter, ¿he de recordarte tu última promesa?, -exclamó la Reina Inspiración, fingiendo una severidad que Aroa pensó que no tenía en absoluto, pues ya tenía motivos más que suficientes para suponer que todo en ella era dulzura y comprensión.
-Lo olvidé por completo, majestad, -se disculpó Peter, sonrojándose ligeramente.
-Puede que a lo mejor la encuentres en compañía de los Niños Perdidos, -dijo la Reina Inspiración sin darle importancia al asunto, refiriéndose a Wendy.
-¡Claro!. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?, -exclamó Peter Pan, chascando los dedos. Luego, echándose a volar repentinamente, se despidió de ellas, diciendo: ¡hasta la vista!.
- ¡La eterna juventud!, -murmuró la Reina Inspiración, encogiéndose de hombros. Después, dirigiéndose a todos los presentes, añadió con voz clara y concisa: mis queridos amigos, tengo el grato placer de anunciar que desde éste preciso momento y hasta las doce en punto del día de mañana, 26 de marzo, queda abierta la Edición 2001 del Gran Concurso de Literatura, al que todos vosotros estáis invitados a participar.
[1] : caballero.