domingo, 29 de julio de 2012

Un cuento de la Laguna Negra



Dicen las comadres, que por las noches la Luna se mira en ella, coqueta y muy pagada de sí misma, como la madrastra del cuento de Blancanieves, preguntándole quién es la más bella. La Laguna Negra sonríe, pero no obstante, calla. Hay quien puede llegar a pensar que con su silencio otorga, pero yo creo que, en realidad, callando aleja de su entorno al terrorífico fantasma de la vanidad. La Luna suspira entonces, y como todas las noches desde que el mundo es mundo, dándose por vencida, se despoja de su capa de armiño y se sumerge lentamente en el agua. Los lobos, ocultos en lo más impenetrable de los bosques que la circundan, aúllan con insistencia, disponiéndose al cortejo. Más allá, en los roquedales de las cimas más altas de los Picos de Urbión, águilas, buitres y alimoches cabecean inquietos; en su duermevela sueñan, quizás, con esas inalcanzables estrellas que los hombres codician; febril e inútilmente, como se codicia todo aquello imposible; todo aquello que pertenece al Mundo de los Sueños. Búhos y lechuzas, encaramadas en las ramas más altas de los árboles, custodian los senderos forestales que el otoño ha llenado de hojas y recuerdos, mientras ciervos y revecos retozan en silencio en su cuna de helechos, esperando nerviosos un alba que no termina de llegar.
Hacia el centro de la Laguna, allí donde la Luna bracea con la elegancia de una mariposa, las burbujas estallan al contacto con el aire, delatando los suspiros que la soledad provoca en la Ninfa inmortal que habita desde tiempo inmemorial en lo más desconocido de sus profundidades. En el óvalo perfecto, protegido por crómlechs y menhires que una vez fueron orgullosos caballeros condenados por un sortilegio, las riberas reciben el abrazo fantasmal de una niebla cargada de evocaciones del pasado. Los fantasmas afloran a la superficie, arrastrando penosamente unas cadenas injuriosas que nunca debieron cargar. Hay quien a falta de nombre propio, les pone apellido. Realidad o ficción, lo cierto es que en esta hermosa tierra de pinares, todo el mundo conoce el nombre de Alvargonzález.
Hay hombres intrépidos que se acercan al atardecer, en vísperas de la noche de Difuntos, y cuando vuelven a sus hogares, lo hacen con el pelo blanco como la nieve y la mirada perdida en esos fuegos fatuos sobre los que danzan alegremente hadas y duendes, trasgos y diablos.
Por esas fechas, cuando el invierno atrae desde los bosques canadienses al terrible Wéndigo (1) -espíritu inquieto de los vientos, que por aquí los aldeanos conocen por el nombre de Cierzo- la Ninfa de la Laguna cumple años. Pero es un trámite sin importancia, porque su hermosura y lozanía son eternas y nunca sufren alteración. ¿Cómo podrían existir canas y arrugas en quien se baña todos los días en la Fuente de la Eterna Juventud?. Yo lo sé bien. Y como todos los años, voy con el Wéndigo de un lado para otro, sin tener apenas tiempo de descansar. Con él, muero de regreso a los oscuros bosques de Canadá, y la primavera retorna otra vez mi espíritu aquí, a la tierra en la que nací.
Tal vez os preguntéis quién soy yo. Y tal vez os sorprendáis al conocer mi respuesta: tan sólo soy una hoja mecida por el viento.


(1) El Wéndigo es un término acuñado por el escritor Algernon Blackwood, perteneciente a la Golden Dawn quien, en un relato que lleva tal título, lo sitúa, basándose en ancestrales mitos de los indios, en lo más impenetrable de los bosques canadienses. En una recopilación editada por Alianza Editorial, se le incluye dentro de los Mitos de Cthulhu, basados en las terribles historias del escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft.

jueves, 19 de julio de 2012

Frágil como una flor


Una fría mañana de diciembre, cuando aún los naranjos no se habían desprendido de la pajarita de escarcha que les había dejado en prenda la madrugada, una gitana me leyó la mano; o lo que ella, emulando esa gran jarte que tiene su raza, pensaba que podía leerse en una mano que todavía estaba tibia, desprendiendo parte del olor del gel de ducha y el jabón de afeitar, con los que me había aseado unos minutos antes, apenas recién levantado. A ras de suelo de un plomizo amanecer, algunos jirones de niebla evolucionaban al compás de una macabra sinfonía, empecinándose, aún más si cabe, en convertir en impenetrable ese gran misterio ancestral que hacía de la judería, indefinidos siglos después, el queso que atraía irremediablemente a la trampa, a un ratón de lo más glotón, conocido con el nombre de turismo.
Enfrente de la mezquita-catedral, las puertas correderas del Hotel Maimónides, al abrirse y cerrarse al paso de los huéspedes, dibujaban guiñoles epifánicos que reflejaban sobre el húmedo pavimento parte de la variada cromática de los adornos del árbol de Navidad, aunque sus débiles destellos semejaran, en el fondo, cruces de navajas precipitadamente liberadas. Mientras tanto los turistas, avispados seguramente a fuerza de ser timados, se perdían por el bosque de columnas del interior de la antigua joya califal reconvertida en catedral trás la conquista de Córdoba por los ejércitos cristianos, aprovechando su gratuidad antes de las diez de la mañana, hora en que la visita quedaba supeditada al pago excesivo de una entrada.
La gitana no lo dijo, evidentemente, pero cuando secuestró mi mano entre las suyas, fue comi si hubiera pronunciado el mitico tópico asociado a todo acaparador de lo ajeno: manos arriba, esto es un atraco.
Por otra parte, bien es cierto que -y en esto, no puedo por menos que pensar en ese temor atávico frente a semejante raza trashumante- que de nada sirven las protestas cuando un gitano ve la posibilidad de hacer negocio, siquiera sea engañando incautos, arte, como digo, en el que nos llevan milenios de ventaja.
Para bien o para mal, y una vez mi mano izquierda -esa que dicen las malas lenguas que Dios no tiene- retenida entre las suyas como rehén a punto de ser ejecutado, su parrafada mística, inspirada según ella por la información astral contenida en esa conjunción de líneas en la que yo nunca había visto otra cosa que encrucijadas y senderos que no conducen a ninguna parte, me trajo a la memoria pensamientos muy alejados de ese brillante camino de éxitos que, en su infalible opinión de pitonisa, me esperaban detrás de la esquina. Éxitos relacionados con la fortuna; con la suerte; con el amor; con ese golpe de estado personal, que me haría ser socio honorario del exclusivo Club de los Brillantes...
Su aliento, cálido y alitoso, formaba caprichosas cabezas de hidra, a cual más burlona y amenazadora, semejantes a las terribles bestias que ilustran los capiteles de un arte que hasta el siglo pasaba se denominaba bizantino, y que ahora todo el mundo conoce por románico.
Alea jacta est (1), me dije, recordando la famosa tirada de dados de César, frente a las turbulentas aguas del río Rubicón.
Intenté zafarme de las aceitunadas manos de la gitana, haciendo caso omiso a sus augurios de fortuna que, en el fondo, nada significaban para mí, no obstante pensando en algo tan sencilloo y a la vez tan complicado como la amistad. Algo con lo que había soñado toda mi vida y, paradójicamente, nunca había terminado de encontrar.
[continúa]


(1) La suerte está echada.

lunes, 4 de junio de 2012

El Abuelo y el Capricho: el Lago de los Cisnes



'Frente al ancho crepúsculo de invierno
mi corazón soñaba.
¿Quién pudiera entender los manantiales,
el secreto del agua
recién nacida, ese cantar oculto
a todas las miradas
del espíritu, dulce melodía
más allá de las almas...?' (1)

El Abuelo siempre decía que la verdadera Magia estaba en el estanque, lugar al que generalmente se refería como el Lago de los Cisnes, seguramente motivado por la gran pasión que sentía por la música clásica, y en especial por la obra de un compositor de origen ruso, cuyo nombre siempre me había sonado igual que un trabalenguas chino: Tchaikovsky. Era su lugar preferido del parque, y por añadidura, aquél en el que más tiempo pasábamos. Ponía como pretexto, que la Exedra y los Laberintos, incluido el más grande de todos, eran tretas que había inventado el Diablo para que en los siglos venideros algunos doctores avispados se ganaran la vida haciendo ver a las personas que todo en su vida era una sucesión caótica de situaciones sin salida y deseos insatisfechos, motivados por un intento contra natura, de desentenderse del más terrible de los laberintos: aquél en el que reinaba una bestia cruel, llamada Sociedad, a la que había que rendir, imprescindiblemente para ser feliz, el obligado tributo de la mansedumbre.
Siempre había sido un hombre solitario. En la familia, pensábamos que esa soledad, en la que parecía sentirse como pez en el agua, era uno de los daños colaterales -el tío Alberto lo llamaba dolor de trincheras- heredado, no cabe duda, de una juventud herida en la inmundicia de la intolerancia. Nunca nos lo dijo, pero todos pensábamos que el abuelo salvó su vida, pero dejó su alma en la Guerra Civil.
Algún tiempo más tarde, nos enteramos de que había peleado aquí, cuando estos jardines fueron utilizados como Cuartel General por el ejército republicano. Aún existían algunos búnqueres, pero las puertas de acceso a su interior permanecían cerradas a cal y canto. De cualquier forma, el abuelo siempre procuraba alejarse lo más posible de ellos, y no eran pocas las ocasiones en las que nos llevaba al estanque, dando un formidable rodeo, frente al que de poco, o mejor dicho, de nada servían nuestras protestas.
[continúa]

(1) Federico García Lorca: 'Antología Poética', Ediciones Orbis, S.A., 1997, página 18.

lunes, 28 de mayo de 2012

El abuelo y el Capricho. Primera Parte


'Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas...' (1)

Enterramos al abuelo una gélida mañana de invierno, apenas comenzado un nuevo año sobre el que se cernía, como una maldición apocalíptica, el ángel sombrío de la Crisis. El año anterior, otro ángel -algunos piensan, y yo también, que el de Occidente- había hecho sonar las trompetas de alarma, ante el desplome del voraz dragón inmobiliario. Pero la gente, acomodada en ese espejismo denominado bienestar, no se quiso dar cuenta; o no nos quisimos dar cuenta, mejor dicho, pensando que el tema no iba con nosotros; o fue, tal vez que cuando nos arrojaron la verdad a la cara, nos dimos cuenta finalmente y nada pudimos hacer para que el dragón terminara de engullirnos. San Jorge y San Miguel se daban de cabezazos en el cielo, imaginando remiendos que no hacían, sino, enfurecer aún más a la terrible bestia. Es posible que Dios durmiera intranquilo, allá, en ese punto equidistante y por supuesto indeterminado, entre el Alfa y el Omega acosado por la peor de sus pesadillas; una pesadilla que ya le había traído de cabeza siete siglos atrás, cuando los más fieles de sus milites se dejaron tentar por el eterno enemigo, dando con sus huesos en unas hogueras cuyas brasas no parecían querer enfriarse jamás. El Enemigo, por supuesto y síempre según el abuelo, era la Serpiente. Una serpiente, mucho más astuta y peligrosa, que en la actualidad había cambiado su nombre por el de Banca.
El abuelo lo sabía, no en vano, como cada pasada generación de españoles, había vivido una guerra. Había burlado al destino, sí, pero sabía que tan sólo se trataba de una tregua y como todas las treguas, estaba tocando a su fin. Nunca dijo nada. A fin de cuentas, se trataba del pacto inviolable entre un caballero y una dama. Algo me pareció escucharle al respecto, entre susurros entrecortados y un adiós que se perdió con el último estertor. Qué gran verdad es esa de que no hay mayor lucidez en la vida, que cuando nos damos cuenta de que ésta se nos escapa como agua entre los dedos. Con el fin de año, se entregó sin reservas a la Dama Triste -así es como llamaba a la Muerte- aunque se marchó con ella, no con ese aire triunfal que adoptan los poetas, sino sumiso, poco o nada convencido de las promesas de bienestar que ésta le susurraba al oído. El abuelo siempre decía que el bienestar, como los espejismos, era el talón de Aquiles del humilde; su gota, o cuando menos, su mortal subida de ácido úrico. El abuelo, a pesar de todo, no se fue solo. Varios sepelios contribuían, no cabe duda, a aumentar la sensación de tristeza en un día que ya de por sí, había amanecido con un cielo gris, plomizo y tenso, que amenazaba con desplomarse de un momento a otro sobre una tierra a la que aún se aferraba, cual persistente mortaja, la escarcha de la noche. La Dama Triste, pues, continuaba siendo la mujer más rica del mundo y la única accionista mayoritaria de unas empresas cuyos dividendos jamás generarían pérdidas: las funerarias.
Con la última paletada, fui consciente de una cosa muy sencilla, pero que también olvidamos con mucha facilidad: lo mejor de una persona, suele recordarse cuando ya no está. Creo que lo mejor de la vida de mi abuelo, sucedió en un misterioso lugar. Un lugar, de nombre Capricho, situado en un pequeño pulmón natural de Madrid. En realidad, aún tengo mis reservas sobre la veracidad de los cuentos del abuelo. Pero, tal y como le prometí, recojo su testigo, y aquí los expongo...


(1) Pablo Neruda: 'Poema 5', 'Veinte poemas de amor y una canción desesperada',Ediciones Orbis, S.A., 1997.

martes, 3 de noviembre de 2009

Capítulo 13 y Final

Capítulo 13

Las secuelas de aquella terrible experiencia constituyeron una barrera infranqueable que Maruja fue incapaz de poder olvidar, siquiera con el paso del tiempo. Lejos de observar síntomas de arrepentimiento, el carácter de Ramiro –turbio hasta entonces, como las aguas estancadas de una ciénaga-, pasó a convertirse en una sombra negra que presagiaba endemoniadas consecuencias. La casa, entonces, comenzó a llenarse de ecos, de sombras y de espacios vacíos, tan lúgubres como los panteones de los héroes de la guerra de Cuba, hace tiempo olvidados y cubiertos de maleza y telarañas.
Una visión retrospectiva de su pasado, indujo a Maruja a preguntarse cuál podía haber sido el punto de inflexión que había tirado al cubo de la basura todas sus esperanzas, todas su ilusiones; incluso el sentido primordial de su propia vida, de la que tanto esperaba desde el mismo instante en el que tuvo plena consciencia de su humanidad.
A falta de comunicación, se encerraba en su espiritualidad, confiando en que algún día Dios abriera una ventana por la que entrara un rayo de sol que volviera a iluminar su miserable existencia. Pero acaso por falta de fe, por debilidad, por miedo o porque Dios estuviera demasiado ocupado llevando la esperanza a otros corazones mucho más heridos que el suyo, llegó un momento en el que Maruja fue incapaz de soportar más ultrajes y en su mente torturada fue aposentándose, poco a poco pero con férrea determinación, el demonio silencioso y terrible de la venganza.
Volvió a recordar las aseveraciones de Schopenhauer –cuyo libro perdió definitivamente después de vender el piso de sus padres-, y pensó que quizás Ramiro no se diera cuenta de lo que había perdido en realidad, hasta que no fuera demasiado tarde. Pero Ramiro tenía el alma igual de negra que los inquisidores que habían torturado y asesinado impunemente en el nombre de Dios y no había día que no la torturara, físicamente o de palabra.
La mayoría de las ocasiones, la constaba que lo hacía con plena conciencia, perfectamente sobrio y cerebral, con suficiente capacidad de decisión para distinguir lo correcto de lo inmoral.
Fue algo que brotó espontáneamente en su cerebro, como opinan algunos biólogos que ocurrió con la vida en la Tierra -a falta de una explicación mejor-, germinando con lentitud pero con una precisión insospechada, que nunca había creído posible en su apacible naturaleza.
Seguro de sí mismo y del absoluto poder que ejercía sobre ella valiéndose de su fuerza, Ramiro fue incapaz de darse cuenta del veneno que –hubo un momento en el que Maruja se imaginó a sí misma como La Voisin, la terrible y famosa envenenadora francesa-, administrado en pequeñas dosis, recaía en su estómago todos los días cuando se llevaba la cuchara a la boca. Para una persona más observadora y menos egocéntrica, el odio y la repulsión no hubieran pasado desapercibidos en el fondo atormentado de los ojos de Maruja. Tampoco las miradas de soslayo, valedoras en toda su extensión de la enorme frustración que sentía, así como el terrible sambenito de la humillación que la acompañaría para el resto de sus días, como una cruz acentuando la pasión de su calvario particular.
El estado de salud de Ramiro fue empeorando gradualmente, como ella esperaba que sucediese. Y también, como esperaba, el orgullo varonil se convertía en su mejor aliado negándose –como ella sabía que se negaría-, a acudir a la consulta del médico, el cuál podía haber desbaratado oportunamente sus planes. La bilis amarillo-verdosas que expulsaba frecuentemente por la boca, constituían una garantía más que suficiente para saber que su hígado no aguantaría mucho –quizás un día más, dos a la sumo-, pero aún así, Maruja no pudo evitar un estremecimiento de sentida piedad. Porque a medida que el estado físico de Ramiro se deterioraba –había perdido peso hasta parecer un cadáver viviente-, en el fondo vidrioso de sus ojos comenzaba a percibir fugaces visiones del hombre dulce y emprendedor que la había enamorado, llevándola al altar; visiones entrañables del hombre que la había hecho mujer, desflorándola con torpe ternura, pendiente al principio de todos y cada uno de sus caprichos; del hombre trabajador que soñaba con hacerla señora en el polo opuesto de aquél Madrid obrero y marginal en el que vivían...
Pero no. Esas visiones, fugaces como sus recuerdos, eran ahora su peor enemigo. Ella todavía adoraba a aquél Ramiro y hacia él sus sentimientos permanecían impolutos como el primer día. Aquél Ramiro que viviría siempre como el único rey del palacio de su corazón. Su cruzada no era contra él, sino contra el vampiro invisible que se había apoderado de su alma, convirtiéndole en una bestia. Era contra esa alimaña contra la que luchaba denodadamente y a la que finalmente derrotó cuando exhaló el último suspiro.
Rígido sobre la cama de matrimonio, el cuerpo de Ramiro parecía descansar, arropado por dulces sueños. Aún con los ojos abiertos, su rostro no denotaba dolor alguno. Ligeramente ladeado hacia la izquierda, su cara parecía mirarla con aquélla ternura de antaño, precursora del abrazo que siempre la tranquilizaba y la hacía ruborizarse como una niña chica.
Entonces Maruja sintió por fin que sus almas volvían a estar unidas, habiendo encontrado la paz. Y en un acto de ternura reflejo, le vistió con su mejor traje –ese de color azul celeste que tanto le gustaba y que le sentaba como un guante-, besó por última vez los fríos labios y a continuación cruzó las yertas manos sobre el pecho. Después, colgándose el bolso al hombro, salió de la casa cerrando despacio la puerta, temiendo despertarle de su siesta eterna. La mañana, agradable por más señas, la trajo recuerdos de muchos domingos de su niñez en los que su padre solía llevarla al Parque del Retiro y comprarla unos barquillos junto al estanque, los cuales solía compartir con las bandadas de adorables cisnes que se acercaban siempre glotones, mendigando unas migajas que ellos mismos devoraban de la palma de su mano.
Frente a la puerta de la consulta, Maruja no pudo reprimir el impulso de sacar del bolso un espejo y arreglarse un rebelde mechón de pelo, que previamente la brisa había alborotado. A pesar de las ojeras y el rastro de las lágrimas que había vertido, sabía, en lo más profundo de su corazón, que los trámites legales que se avecinaban serían menos dolorosos que los recuerdos que habrían de vivir con ella el resto de sus días.
Suspirando profundamente, llamó a la puerta. Un minuto después de entrar y haberse presentado, el especialista le preguntó:

-Bien, Maruja: cuéntame qué os pasó.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Capítulo 12

Capítulo 12

Se la comían los nervios, mientras devoraba impaciente la punta de las uñas, esperando siquiera una llamada de Ramiro. Las doce y cuarto de la noche. La cena hacía rato que descansaba, fría, sobre el plato y Maruja, preocupada, hizo intención de descolgar el aparato de teléfono y llamar a los servicios de urgencia de los hospitales de Madrid, temiéndose lo peor. Había visto al dueño del bar de la esquina echar el cierre y despedirse del último cliente, que se marchó en taxi, seguramente herido de muerte, como había escuchado decir a los hombres cuando deseaban dar a entender que se les había ido la mano a la hora de alternar.
Con la lamparilla del comedor encendida, intentó concentrarse en la lectura de un libro de Bécquer que, por alguna razón desconocida, Ramiro no había considerado digno de ir a parar al cubo de la basura.
Aún recordaba de memoria algunas de las poesías y si tuviera la oportunidad de hablar al respecto, estaba completamente segura de que podría contar –con toda clase de pelos y señales-, la mayoría de las leyendas. Era la parte que más la gustaba de la asignatura de Literatura y todavía mantenía en su mente una visión fresca del entrañable señor Montes, su profesor.
Al contrario que su padre, Montes había combatido en la Guerra Civil en el bando republicano, siendo herido en la cruenta batalla del Ebro, que tantas víctimas se contara por ambos bandos. De ahí que su oído derecho perdiera toda percepción auditiva, destrozado el tímpano irremisiblemente a consecuencia de la caída de un obús que estalló tan cerca de la trinchera donde se parapetaba, que podía considerarse un auténtico milagro que no hubiera acabado con su vida y desparramado los pedazos de su cuerpo varios metros a la redonda.
De cualquier forma, el señor Montes era un hombre verdaderamente asombroso. De mediana estatura y aspecto de ratón asustado, sus ojos, sin embargo, se convertían en auténticas brasas candentes cuando recitaba con natural pasión los versos más sobresalientes de Gustavo Adolfo. Un efecto similar, cuando no mayor, conseguía en el momento en el que comenzaba a narrar las leyendas logrando, con su grandilocuencia de gestos y expresiones, que toda la clase lo escuchara con inusitado interés.
Resultaba curiosa, por otra parte, la frescura con que recordaba la frase que afloraba a sus labios cada vez que alguien realizaba algún comentario y que pronunciaba segundos después de llevarse un dedo hacia el aparato auditivo que sobresalía del lóbulo de su oreja derecha:
-Señoritas, porque aunque ustedes no se lo crean, con éste aparato soy capaz de oír hasta la hierba que brota del suelo.
Naturalmente, todas reían frente a la exageración de tal comentario. Incluso había alguna, más atrevida y menos educada que las demás, que lo insultaba sin conmiseración, a sabiendas de que su desvergüenza quedaría para siempre impune.
Maruja nunca había comprendido tal tipo de actitudes. Posiblemente porque en su naturaleza nunca había existido sitio para el rencor. Tal vez motivada por tales pensamientos, respiró aliviada cuando escuchó la llave entrar torpemente en la cerradura de la puerta. Pero todas sus sanas intenciones se vinieron abajo al ver el aspecto tan desastroso de Ramiro, que entró en el comedor tambaleándose y apestando a vino, luciendo reveladoras manchas de carmín sobre el blanco sudado del cuello de su camisa. Aquello era demasiado para lo que un alma noble podía llegar a soportar y se lo recriminó, con las manos cruzadas sobre el pecho, a semejanza de una madre exigiendo una explicación a su hijo por una travesura cometida. Ese fue su segundo gran error.
La reacción de Ramiro, violenta, como no cabía esperar otra cosa, no se hizo esperar. La primera sensación que tuvo Maruja, fue la de sentir los dedos de Ramiro cerrándose como garfios sobre su cabello, mientras la arrastraba salvajemente por el suelo del pasillo en dirección al dormitorio.
Apenas una fracción de segundo más tarde, se vio catapultada sobre la cama, como si de un inerme saco de patatas se tratara. Lo siguiente que mal hería su memoria, fue el rostro desencajado de Ramiro, cuya boca apestaba como el aliento corrupto de una una fiera que acabara de devorar a su víctima.
-¡Vamos, puta!. ¡Te voy a echar el polvo de tu vida!, -dijo a continuación, hipando como un cerdo, mientras sus manos desgarraban la bata y el peso de su cuerpo caía sobre ella, aplastándola sin ningún género de consideración.
Hubo un pequeño forcejeo en el que ella, por naturaleza más débil, terminó perdiendo, quedando exhausta y sin oportunidad alguna de defensa. La lámpara de la mesita cayó al suelo, produciendo un ruido estrepitoso cuando la bombilla estalló en mil pedazos, que se extendieron por el suelo de la habitación en todas direcciones. A continuación, un pequeño fogonazo, la cómplice oscuridad y los jadeos libidinosos de Ramiro. El calor en su bajo vientre, unido a la pestilencia de su aliento, hizo que Maruja sintiera náuseas y estuviese a punto de vomitar hasta las heces. El tiempo, entonces, se le hizo eterno, igual de angustioso que la visión de las gotas de suero penetrando con desesperante lentitud en las venas del brazo de su madre poco antes de fallecer en la aséptica cama del hospital, sin otra compañía que las visiones que pudiera tener en el coma, las cuales se había llevado con ella a la tumba.Por otra parte, sus genitales ardían, mancillados por los esfuerzos desesperados de Ramiro que, sin duda influenciado por el alcohol, apenas conseguía mantenerse en erección para consumar un acoplamiento no compartido. Cuando se apartó a un lado, quedándose dormido y roncando como un auténtico verraco, Maruja dobló las piernas lentamente, adoptando una posición fetal –como solía hacer muy a menudo cuando era niña-, llorando a continuación con infinita amargura. Por un resquicio de las cortinas de la ventana, penetraba casualmente un diminuto rayo de luz. Y por primera vez en mucho tiempo, Maruja sintió vergüenza de ser mujer. Y también, después del ultraje, comprendió que posiblemente Dios había sido misericordioso al no haberles concedido hijos que acrecentaran el sufrimiento.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Capítulo 11

Capítulo 11

La primera de las palizas fue motivada por una llamada de teléfono que hizo aflorar en el corazón de Ramiro unos celos por completo injustificados. A consecuencia de ello, Maruja comenzó a pensar que el destino –ese caprichoso fatum de las comedias griegas-, era, sin duda, un duendecillo burlón, que poco o nada entendía del sufrimiento humano y si lo hacía, apenas le importaba. De poco sirvieron los intentos por hacerle comprender a Ramiro que el hombre que había marcado su número de teléfono y había preguntado por Maruja, se refería a otra persona que no tenía absolutamente nada que ver con ella, a excepción de tener su mismo nombre, común, suponía, a muchas mujeres españolas.
No obstante educada en la sumisión, siempre buscaba excusas para disculpar una actitud violenta que apenas dejaba entrever una pequeña puerta abierta a esa utopía que, a falta de un nombre mejor, se denomina esperanza y que aflora a los labios de las personas cuando sufren o anhelan algo con todas sus fuerzas.
Que Ramiro bebiera era una cuestión que siempre había intentado comprender desde la perspectiva humana de la más absoluta de las paciencias, aunque nunca, hasta entonces, le había visto borracho. Ella sabía, por su padre que en paz descanse, que el alcohol, tomado sin mesura y proporción, cambia el carácter de las personas, aunque algunas lo admitan mejor que otras y sus borracheras sean puramente anecdóticas.
Pero la regularidad con la que Ramiro consumía alcohol, comenzó a resultar peligrosamente alarmante.
Al principio, ella aceptaba más o menos bien sus explicaciones, encaminadas a hacerle comprender que la naturaleza de su trabajo le obligaba a tener que alternar con los clientes para cerrar negocios cuyo porcentaje de comisión, unido al sueldo, les vendría muy bien en el futuro, del que no tardarían en volver a recuperar su antigua posición. Maruja quería creerle. Necesitaba creerle, porque al fin y al cabo Ramiro era lo único que le quedaba en el mundo, una vez fallecidos sus padres y hacía de tripas corazón, procurando disimular el disgusto que sentía cada vez que acudía a casa embriagado.
Hubo una época, después de la última borrachera, en la que el carácter de Ramiro, huraño y agresivo hasta entonces, pareció dar un giro de ciento ochenta grados y volver a ser, durante algún tiempo, aquél Ramiro que la había conquistado, haciéndola sentirse una mujer completamente enamorada. Hasta se podía dialogar con él. Tanta fue su sorpresa, que su propia inocencia la indujo a correr un tupido velo sobre su más reciente pasado y perdonarle los numerosos sinsabores que la había hecho sufrir. Entonces, cuando menos se lo esperaba, llegaron las violaciones, amparadas en derechos maritales, que incluso la más salvaje de las fieras respetaba, aunque se encontraran en el más asqueroso rincón de la jungla.La primera fue la peor de todas, precisamente aquélla que más profundamente había dejado huella en su alma y que jamás podría olvidar y mucho menos perdonar, por muy buen corazón que tuviera.