martes, 3 de noviembre de 2009

Capítulo 13 y Final

Capítulo 13

Las secuelas de aquella terrible experiencia constituyeron una barrera infranqueable que Maruja fue incapaz de poder olvidar, siquiera con el paso del tiempo. Lejos de observar síntomas de arrepentimiento, el carácter de Ramiro –turbio hasta entonces, como las aguas estancadas de una ciénaga-, pasó a convertirse en una sombra negra que presagiaba endemoniadas consecuencias. La casa, entonces, comenzó a llenarse de ecos, de sombras y de espacios vacíos, tan lúgubres como los panteones de los héroes de la guerra de Cuba, hace tiempo olvidados y cubiertos de maleza y telarañas.
Una visión retrospectiva de su pasado, indujo a Maruja a preguntarse cuál podía haber sido el punto de inflexión que había tirado al cubo de la basura todas sus esperanzas, todas su ilusiones; incluso el sentido primordial de su propia vida, de la que tanto esperaba desde el mismo instante en el que tuvo plena consciencia de su humanidad.
A falta de comunicación, se encerraba en su espiritualidad, confiando en que algún día Dios abriera una ventana por la que entrara un rayo de sol que volviera a iluminar su miserable existencia. Pero acaso por falta de fe, por debilidad, por miedo o porque Dios estuviera demasiado ocupado llevando la esperanza a otros corazones mucho más heridos que el suyo, llegó un momento en el que Maruja fue incapaz de soportar más ultrajes y en su mente torturada fue aposentándose, poco a poco pero con férrea determinación, el demonio silencioso y terrible de la venganza.
Volvió a recordar las aseveraciones de Schopenhauer –cuyo libro perdió definitivamente después de vender el piso de sus padres-, y pensó que quizás Ramiro no se diera cuenta de lo que había perdido en realidad, hasta que no fuera demasiado tarde. Pero Ramiro tenía el alma igual de negra que los inquisidores que habían torturado y asesinado impunemente en el nombre de Dios y no había día que no la torturara, físicamente o de palabra.
La mayoría de las ocasiones, la constaba que lo hacía con plena conciencia, perfectamente sobrio y cerebral, con suficiente capacidad de decisión para distinguir lo correcto de lo inmoral.
Fue algo que brotó espontáneamente en su cerebro, como opinan algunos biólogos que ocurrió con la vida en la Tierra -a falta de una explicación mejor-, germinando con lentitud pero con una precisión insospechada, que nunca había creído posible en su apacible naturaleza.
Seguro de sí mismo y del absoluto poder que ejercía sobre ella valiéndose de su fuerza, Ramiro fue incapaz de darse cuenta del veneno que –hubo un momento en el que Maruja se imaginó a sí misma como La Voisin, la terrible y famosa envenenadora francesa-, administrado en pequeñas dosis, recaía en su estómago todos los días cuando se llevaba la cuchara a la boca. Para una persona más observadora y menos egocéntrica, el odio y la repulsión no hubieran pasado desapercibidos en el fondo atormentado de los ojos de Maruja. Tampoco las miradas de soslayo, valedoras en toda su extensión de la enorme frustración que sentía, así como el terrible sambenito de la humillación que la acompañaría para el resto de sus días, como una cruz acentuando la pasión de su calvario particular.
El estado de salud de Ramiro fue empeorando gradualmente, como ella esperaba que sucediese. Y también, como esperaba, el orgullo varonil se convertía en su mejor aliado negándose –como ella sabía que se negaría-, a acudir a la consulta del médico, el cuál podía haber desbaratado oportunamente sus planes. La bilis amarillo-verdosas que expulsaba frecuentemente por la boca, constituían una garantía más que suficiente para saber que su hígado no aguantaría mucho –quizás un día más, dos a la sumo-, pero aún así, Maruja no pudo evitar un estremecimiento de sentida piedad. Porque a medida que el estado físico de Ramiro se deterioraba –había perdido peso hasta parecer un cadáver viviente-, en el fondo vidrioso de sus ojos comenzaba a percibir fugaces visiones del hombre dulce y emprendedor que la había enamorado, llevándola al altar; visiones entrañables del hombre que la había hecho mujer, desflorándola con torpe ternura, pendiente al principio de todos y cada uno de sus caprichos; del hombre trabajador que soñaba con hacerla señora en el polo opuesto de aquél Madrid obrero y marginal en el que vivían...
Pero no. Esas visiones, fugaces como sus recuerdos, eran ahora su peor enemigo. Ella todavía adoraba a aquél Ramiro y hacia él sus sentimientos permanecían impolutos como el primer día. Aquél Ramiro que viviría siempre como el único rey del palacio de su corazón. Su cruzada no era contra él, sino contra el vampiro invisible que se había apoderado de su alma, convirtiéndole en una bestia. Era contra esa alimaña contra la que luchaba denodadamente y a la que finalmente derrotó cuando exhaló el último suspiro.
Rígido sobre la cama de matrimonio, el cuerpo de Ramiro parecía descansar, arropado por dulces sueños. Aún con los ojos abiertos, su rostro no denotaba dolor alguno. Ligeramente ladeado hacia la izquierda, su cara parecía mirarla con aquélla ternura de antaño, precursora del abrazo que siempre la tranquilizaba y la hacía ruborizarse como una niña chica.
Entonces Maruja sintió por fin que sus almas volvían a estar unidas, habiendo encontrado la paz. Y en un acto de ternura reflejo, le vistió con su mejor traje –ese de color azul celeste que tanto le gustaba y que le sentaba como un guante-, besó por última vez los fríos labios y a continuación cruzó las yertas manos sobre el pecho. Después, colgándose el bolso al hombro, salió de la casa cerrando despacio la puerta, temiendo despertarle de su siesta eterna. La mañana, agradable por más señas, la trajo recuerdos de muchos domingos de su niñez en los que su padre solía llevarla al Parque del Retiro y comprarla unos barquillos junto al estanque, los cuales solía compartir con las bandadas de adorables cisnes que se acercaban siempre glotones, mendigando unas migajas que ellos mismos devoraban de la palma de su mano.
Frente a la puerta de la consulta, Maruja no pudo reprimir el impulso de sacar del bolso un espejo y arreglarse un rebelde mechón de pelo, que previamente la brisa había alborotado. A pesar de las ojeras y el rastro de las lágrimas que había vertido, sabía, en lo más profundo de su corazón, que los trámites legales que se avecinaban serían menos dolorosos que los recuerdos que habrían de vivir con ella el resto de sus días.
Suspirando profundamente, llamó a la puerta. Un minuto después de entrar y haberse presentado, el especialista le preguntó:

-Bien, Maruja: cuéntame qué os pasó.

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