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domingo, 7 de octubre de 2012

Boronas de Otur: una lágrima al partir...y dos al regresar



La última vez que vi Boronas, el verano tocaba a su fin. A finales de agosto de 1979, cuando el viejo Simca 1000 alcanzaba Las Cruces, pensé que mi despedida sería, como siempre, hasta el año siguiente. Me equivoqué. La vida da muchas vueltas, es cierto, y cuando uno tiene diecisiete años, pocas o ninguna vez piensa en ese concepto peterpaniano de nunca jamás. Más bien piensa, motivado, qué duda cabe, por la ignorancia de la adolescencia, que todo es perfecto; eterno y que el adiós nunca va a ser tan largo como para significar olvido. Lo sé muy bien.
Las Cruces eran los límites que delimitaban esa pequeña Brigadoon, mágica y entrañable, que era la Boronas de mi infancia. En realidad, se trataba de una bifurcación de caminos que, por sus características y para ser exactos, más que forma de cruz, tenía las características de una perfecta pata de oca: el ramal central desembocaba en Boronas; el de la derecha, llevaba a la casa del Pinto y el de la izquierda, más largo y misterioso, se perdía hacia las montañas, en dirección a la Artosa, el monte Pegueiros y el hogar de los lobos. Es curioso, pero a pesar de que oía a los lobos aullar por las noches -sin duda, el mejor talismán de infancia eran las propias sábanas, cuya complicidad con la imaginación infantil hacían que estas te proporcionaran el sublime recurso de la invisibilidad frente a todos los peligros- tan sólo una vez tuve un encuentro directo con uno. Fue precisamente aquí, en este alto de Las Cruces, allá donde el monte se pelea con el asfalto de la carretera y los helechos crecen tan altos, que invitan a pensárselo dos veces antes de adentrarse en un lugar que todavía conserva deseos de independencia frente a la vulgaridad de los humanos. Si vivo para contarlo, será seguramente porque el lobo es un animal lo suficientemente inteligente como para saber dónde está realmente el peligro, y es de preveer que mi miedo era lo bastante desagradable para su olfato, como para molestarse siquiera en enseñarme los dientes. Puede ser, también, que sus correrías nocturnas hubieran satisfecho su hambre, o pudiera darse el caso, ¿por qué no?, que mi ángel de la guarda le hubiera enseñado el puño, amenazándole con romperle todas las costillas si se atrevía a dar un paso. La cuestión, es que el animal no se movió. Permaneció completamente quito durante unos minutos que a mí se me antojaron años, y después de escrutarme con unos ojos tristes, dio media vuelta, internándose en el monte sin volver la cabeza atrás ni una sola vez.
En este punto, fue también donde mi abuela Alejandra nos sorprendió con ese don paranormal, del que a veces hacía gala con toda naturalidad. Aquí fue, también, donde vio a María (1) la del Pinto, caminar sola hasta perderse en el monte. No tendría nada de extraño, si no fuera por el detalle, de que la probe María había muerto varias horas, antes de que mi abuela la viera. Mi madre y yo estábamos con ella, pelando guisantes, y cuando nos llegó la noticia, miramos a la abuela como a un ser de otro planeta.
No muy lejos del pilón donde abrevaba el ganado, y donde había decidido, también, instalarse una curiosa especie de salamandras de piel negra y naranja, había una pequeña ermita dedicada a San Miguel. O mejor dicho, a San Miguelín, como decían alli. No se veía, porque una frondosa maleza, entre la que no faltaban las eternas zarzas y tampoco las jugosas moras, la ocultaba a la vista. Era un pequeño rincón secreto, donde nos juntábamos los Pinto, los Cabarco y un servidor, para echarnos un pitillo a escondidas de los mayores.
Recuerdo con especial cariño, el hórreo y la panera de la Fernanda. El hórreo, porque, además de ser una construcción extraña, arcaica que siempre me ha gustado, tenía una curiosa marca, en forma de cés invertidas, que me recordaban un tridente. De hecho, le mandé una foto a Antonio Ribera -en aquéllos tiempos, toda una autoridad en la materia ufológica- porque me recordaba el símbolo que el famoso OVNI de San José de Valderas, Madrid, lucía en la panza. No me contestó. Supongo que me tomó por otro de los chalados que veían ummitas a diestro y siniestro, y no le culpo. La panera, como decía, la recuerdo con especial cariño, porque allí había instalado Orlando su taller. Un taller parecido al del genio loco de Regreso al Futuro, haciendo sus experimentos con todos los aparatos de radio y televisión que caían en sus manos.
Por debajo de Boronas, se accedía al río -nunca supe su nombre, y creo que en casa tampoco lo sabían- en cuyas orillas pesqué mis primeras truchas y donde fisgaba cada vez que tenía ocasión, por si sorprendía a alguna xana cepillándose el cabello. A veces, husmeaba en las pequeñas cuevas, pensando que quizás un golpe de suerte me haría encontrar algún tesoro olvidado de los moros. Pero nunca vi una xana; jamás encontré tesoro alguno, y las truchas que pescaba eran tan pequeñas, que incluso el gato que se las comía parecía recriminarme mi poca inspiración como pescador.
A veces, me sentaba en los escalones de piedra del hórreo de mis abuelos, y tocaba la guitarra. Pero tampoco nunca destaqué como músico, a pesar de haber tenido siempre un buen oído...Ah, qué tiempo tan feliz, como diría la canción de Mary Hopkins: aquéllos son los días, amigos, que pensé que nunca acabarían...
Treinta y tres años después, la ilusión se convirtió en ceniza. Parado desde el alto de Las Cruces, la mitad del monte había desaparecido; alrededor de la ermita de San Miguelín -la estaban reformando, e incluso yo diría que la habían agrandado- ya no había ni vegetación, ni zarzas, ni sabrosas moras; en la casa de los abuelos, ya no había vacas: la cuadra, que siempre había estado unida a la casa, era ahora otra sala más; la Fernanda -a quien robaba el chocolate y cuya marca nunca olvidaré, Cibeles- había fallecido hacía muchos años y Orlando se había casado y vivía...bueno, en cualquier lugar, menos en el pueblo. Mi tía apenas me recordaba y yo no conocía a las nuevas generaciones de boronenses, ni siquiera haciendo buena la llamada de la sangre. En realidad, no pude aceptar la invitación a comer. Emprendí el camino de regreso y me desahogué, un mar de lágrimas después, camino de Villapedre, Navia y Coaña.
Qué días tan felices, seguía cantando Mary Hopkins, aquéllos que pensé que nunca acabarían...

domingo, 29 de julio de 2012

Un cuento de la Laguna Negra



Dicen las comadres, que por las noches la Luna se mira en ella, coqueta y muy pagada de sí misma, como la madrastra del cuento de Blancanieves, preguntándole quién es la más bella. La Laguna Negra sonríe, pero no obstante, calla. Hay quien puede llegar a pensar que con su silencio otorga, pero yo creo que, en realidad, callando aleja de su entorno al terrorífico fantasma de la vanidad. La Luna suspira entonces, y como todas las noches desde que el mundo es mundo, dándose por vencida, se despoja de su capa de armiño y se sumerge lentamente en el agua. Los lobos, ocultos en lo más impenetrable de los bosques que la circundan, aúllan con insistencia, disponiéndose al cortejo. Más allá, en los roquedales de las cimas más altas de los Picos de Urbión, águilas, buitres y alimoches cabecean inquietos; en su duermevela sueñan, quizás, con esas inalcanzables estrellas que los hombres codician; febril e inútilmente, como se codicia todo aquello imposible; todo aquello que pertenece al Mundo de los Sueños. Búhos y lechuzas, encaramadas en las ramas más altas de los árboles, custodian los senderos forestales que el otoño ha llenado de hojas y recuerdos, mientras ciervos y revecos retozan en silencio en su cuna de helechos, esperando nerviosos un alba que no termina de llegar.
Hacia el centro de la Laguna, allí donde la Luna bracea con la elegancia de una mariposa, las burbujas estallan al contacto con el aire, delatando los suspiros que la soledad provoca en la Ninfa inmortal que habita desde tiempo inmemorial en lo más desconocido de sus profundidades. En el óvalo perfecto, protegido por crómlechs y menhires que una vez fueron orgullosos caballeros condenados por un sortilegio, las riberas reciben el abrazo fantasmal de una niebla cargada de evocaciones del pasado. Los fantasmas afloran a la superficie, arrastrando penosamente unas cadenas injuriosas que nunca debieron cargar. Hay quien a falta de nombre propio, les pone apellido. Realidad o ficción, lo cierto es que en esta hermosa tierra de pinares, todo el mundo conoce el nombre de Alvargonzález.
Hay hombres intrépidos que se acercan al atardecer, en vísperas de la noche de Difuntos, y cuando vuelven a sus hogares, lo hacen con el pelo blanco como la nieve y la mirada perdida en esos fuegos fatuos sobre los que danzan alegremente hadas y duendes, trasgos y diablos.
Por esas fechas, cuando el invierno atrae desde los bosques canadienses al terrible Wéndigo (1) -espíritu inquieto de los vientos, que por aquí los aldeanos conocen por el nombre de Cierzo- la Ninfa de la Laguna cumple años. Pero es un trámite sin importancia, porque su hermosura y lozanía son eternas y nunca sufren alteración. ¿Cómo podrían existir canas y arrugas en quien se baña todos los días en la Fuente de la Eterna Juventud?. Yo lo sé bien. Y como todos los años, voy con el Wéndigo de un lado para otro, sin tener apenas tiempo de descansar. Con él, muero de regreso a los oscuros bosques de Canadá, y la primavera retorna otra vez mi espíritu aquí, a la tierra en la que nací.
Tal vez os preguntéis quién soy yo. Y tal vez os sorprendáis al conocer mi respuesta: tan sólo soy una hoja mecida por el viento.


(1) El Wéndigo es un término acuñado por el escritor Algernon Blackwood, perteneciente a la Golden Dawn quien, en un relato que lleva tal título, lo sitúa, basándose en ancestrales mitos de los indios, en lo más impenetrable de los bosques canadienses. En una recopilación editada por Alianza Editorial, se le incluye dentro de los Mitos de Cthulhu, basados en las terribles historias del escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft.