Dicen las comadres, que por las noches la Luna se mira en ella, coqueta y muy pagada de sí misma, como la madrastra del cuento de Blancanieves, preguntándole quién es la más bella. La Laguna Negra sonríe, pero no obstante, calla. Hay quien puede llegar a pensar que con su silencio otorga, pero yo creo que, en realidad, callando aleja de su entorno al terrorífico fantasma de la vanidad. La Luna suspira entonces, y como todas las noches desde que el mundo es mundo, dándose por vencida, se despoja de su capa de armiño y se sumerge lentamente en el agua. Los lobos, ocultos en lo más impenetrable de los bosques que la circundan, aúllan con insistencia, disponiéndose al cortejo. Más allá, en los roquedales de las cimas más altas de los Picos de Urbión, águilas, buitres y alimoches cabecean inquietos; en su duermevela sueñan, quizás, con esas inalcanzables estrellas que los hombres codician; febril e inútilmente, como se codicia todo aquello imposible; todo aquello que pertenece al Mundo de los Sueños. Búhos y lechuzas, encaramadas en las ramas más altas de los árboles, custodian los senderos forestales que el otoño ha llenado de hojas y recuerdos, mientras ciervos y revecos retozan en silencio en su cuna de helechos, esperando nerviosos un alba que no termina de llegar.
Hacia el centro de la Laguna, allí donde la Luna bracea con la elegancia de una mariposa, las burbujas estallan al contacto con el aire, delatando los suspiros que la soledad provoca en la Ninfa inmortal que habita desde tiempo inmemorial en lo más desconocido de sus profundidades. En el óvalo perfecto, protegido por crómlechs y menhires que una vez fueron orgullosos caballeros condenados por un sortilegio, las riberas reciben el abrazo fantasmal de una niebla cargada de evocaciones del pasado. Los fantasmas afloran a la superficie, arrastrando penosamente unas cadenas injuriosas que nunca debieron cargar. Hay quien a falta de nombre propio, les pone apellido. Realidad o ficción, lo cierto es que en esta hermosa tierra de pinares, todo el mundo conoce el nombre de Alvargonzález.
Hay hombres intrépidos que se acercan al atardecer, en vísperas de la noche de Difuntos, y cuando vuelven a sus hogares, lo hacen con el pelo blanco como la nieve y la mirada perdida en esos fuegos fatuos sobre los que danzan alegremente hadas y duendes, trasgos y diablos.
Por esas fechas, cuando el invierno atrae desde los bosques canadienses al terrible Wéndigo (1) -espíritu inquieto de los vientos, que por aquí los aldeanos conocen por el nombre de Cierzo- la Ninfa de la Laguna cumple años. Pero es un trámite sin importancia, porque su hermosura y lozanía son eternas y nunca sufren alteración. ¿Cómo podrían existir canas y arrugas en quien se baña todos los días en la Fuente de la Eterna Juventud?. Yo lo sé bien. Y como todos los años, voy con el Wéndigo de un lado para otro, sin tener apenas tiempo de descansar. Con él, muero de regreso a los oscuros bosques de Canadá, y la primavera retorna otra vez mi espíritu aquí, a la tierra en la que nací.
Tal vez os preguntéis quién soy yo. Y tal vez os sorprendáis al conocer mi respuesta: tan sólo soy una hoja mecida por el viento.
(1) El Wéndigo es un término acuñado por el escritor Algernon Blackwood, perteneciente a la Golden Dawn quien, en un relato que lleva tal título, lo sitúa, basándose en ancestrales mitos de los indios, en lo más impenetrable de los bosques canadienses. En una recopilación editada por Alianza Editorial, se le incluye dentro de los Mitos de Cthulhu, basados en las terribles historias del escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft.