miércoles, 7 de octubre de 2009

Cuéntame qué os pasó

Preámbulo

Acudió a mi consulta recomendada por un viejo amigo de la Facultad, con el que me unía una estrecha amistad desde que éramos niños. Aunque no era la primera persona que me enviaba, enseguida supe, por su aspecto, que aquélla mujer no iba a ser un caso fácil de tratar. Como psicólogo de cierta experiencia comprendí, apenas comenzó a relatarme los pormenores de su historia, que tenía entre las manos un caso de difícil solución.
El aspecto físico que mostraba era, en mi opinión, el espejo que evidenciaba el infierno particular por el que atravesaba su alma. Infierno del que, por otra parte, tenía la plena seguridad de que no sería capaz de aliviar con mis consejos profesionales ni tampoco recetándole una panacea química de revolucionaria actualidad como es el prozac.
Tumbada sobre el confortable diván, permanecía con las manos cruzadas sobre el pecho, y en un desliz de mi imaginación, se me antojó lo más parecido a la visión de un cadáver que hubiera contemplado jamás, si exceptuamos el de mi padre, cuyo sudario blanco apenas dejaba entrever una cara pálida y manida por el dolor de la terrible enfermedad que había acabado con su vida a una edad relativamente joven.
La mujer –respondía al nombre de Maruja-, aún tardó algunos minutos en olvidar sus reticencias iniciales frente a un desconocido, aunque se tratara de un doctor. Aún así, teniendo plena constancia de lo angustioso que la resultaba liberarse de su historia, supuse que la mejor manera de ganar su confianza consistía en utilizar las armas de la paciencia. Y de hecho, tal decisión fue la acertada, aunque todavía se tomó su tiempo, imagino que calculando los pros y los contras.
Habiendo sido convenientemente prevenido por mi amigo, cancelé todas mis citas por la mañana, de manera que disponía de tiempo más que suficiente para escuchar y sacar las pertinentes conclusiones.He aquí, fielmente reflejado, lo que se ocultaba en lo más profundo de su corazón, común –me consta-, a un porcentaje muy elevado de mujeres españolas:

Capítulo 1

Apenas la quedan remedios para disimular los moratones que la noche anterior la ha producido el macho hispánico con el que tuvo la desventura de casarse, ¿hacía cuánto tiempo?, tal vez un siglo, justamente lo que para ella representaban aquellos catorce años de insoportable brutalidad doméstica. Bueno, para ser honestos, piensa mientras el roce de su dedo en el labio deja escapar una gotita de sangre que inmediatamente lame con la punta de la lengua, podía sustraerle el primero y apelando con nostalgia a la poca cantidad de sentimientos que aún mantiene latentes, sin saber muy bien por qué, en su destrozado corazón, buena parte del segundo. Sí, lo recordaba perfectamente. Fue a mediados de marzo, cuando la Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina y Ramiro se quedó sin trabajo. Así por las buenas. Tal circunstancia obligaba a pensar que no era extraño, entonces, que hubiera perdido los nervios y la pusiera una mano encima por primera vez, consiguiendo que la bofetada, seca y a bocajarro, sonara en su cara con el mismo efecto que el restallido de un trueno. Por desgracia, el tiempo todavía no estaba lo suficientemente asentado y en la calle, aunque lucía el sol, granizaba con fuerza, de modo que era prácticamente imposible que alguien hubiera escuchado el grito que escapó de su boca, sin duda motivado por la sorpresa de una acción que desde luego no esperaba.
Es posible, no obstante, que algún vecino hubiera escuchado la palabra “perra” y que no le diera mucha importancia en aquél momento, porque Ramiro y ella habían formado un matrimonio ejemplar hasta entonces y aún gozaban de la estimable consideración de los vecinos, incluido el portero del inmueble, que constantemente se deshacía en elogios hacia la buena educación de su marido, al que calificaba, sin ambages, de perfecto caballero.
De hecho, Ramiro había estudiado en un colegio de curas y aunque era católico, pero no practicante –al menos, que ella supiera, desde su matrimonio no había vuelto a poner los pies en una iglesia-, se persignaba todas las noches antes de acostarse, como justificándose ante Dios de lo que venía a continuación.
Era precisamente eso, “lo que venía a continuación”, lo que había conseguido que Maruja recordara el interés que de joven había sentido por la Filosofía y aquél pequeño párrafo de Schopenhauer que aún continuaba subrayado en un pequeño libro de tapas rojas y florituras doradas, de época, grabadas a mano, que conservaba en casa de sus padres, convenientemente oculto debajo del colchón de su cama.
Aunque no recordaba el párrafo original, sí tenía muy claro, desde luego, que Schopenhauer venía a decir, más o menos, que una persona desesperada es aquélla que ha perdido el miedo y también la esperanza. Y de alguna manera, debía de tener razón, porque ella ya no tenía miedo a los golpes y la esperanza hacía muchos años que había volado, alejándose más y más, como aquéllas oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, que jamás retornaron a Sevilla, aunque al poeta poco le importara tal detalle después de muerto y enterrado.
Por supuesto, Ramiro volvió a encontrar trabajo –no es de extrañar que España continúe siendo por excelencia el país de los funcionarios y los representantes-, aunque tal eventualidad no había cambiado para nada el veneno que supuraba de lo más profundo de su ser. Vampiro y víctima, ella hasta entonces no se había planteado la posibilidad de una honrosa separación que pusiera fin de una vez por todas a su dramática situación.
¡En qué cabeza cabe!.
Criada a ultranza en la España católica y tradicional del culto a Santiago Matamoros y el invicto Caudillo, hasta su propia madre no se cansaba de repetirle, una vez y otra, que el matrimonio es un constante tira y afloja, en el que hay que soportar carros y carretas por el bien de la unidad familiar, aunque siempre se quedaba corta –Maruja no sabía muy bien por qué- a la hora de añadir: “y el qué dirán”, que tenía una importancia primordial en cuanto a la vergüenza se refiere. Porque en toda sociedad siempre hay gente que tiene algo que decir, sea o no de su incumbencia; entienda o no del tema.
Resulta evidente, así mismo, que su padre era un hombre tan español y encastado como los demás y hasta alguna vez le había levantado la mano a su madre. En una ocasión, incluso, la había arrojado a la cabeza un plato de lentejas que estaban frías –según él-, y si no la alcanzó, fue tan sólo por una simple cuestión de puntería o porque un ángel que pasaba casualmente por allí se llevó la peor parte, desviando el tiro lo suficiente como para que se estrellara contra el aparador que soportaba el aparato de televisión, así como el florero más feo que había visto en toda su vida. Pero siempre hacían las paces en la intimidad del lecho marital y a la mañana siguiente el sol volvía a brillar para los dos: su padre se marchaba a trabajar, temprano, como todas la mañanas y su madre se quedaba en casa, ocupándose meritoriamente de sus labores sin jornal, hacendosa, sumisa y pulcra como la habían enseñado a ser cuando apenas era una niña y la liberación de la mujer era un tópico tan inalcanzable, como ver las huellas de las botas de un astronauta sobre la árida superficie del planeta Marte.
Ramiro a veces se olvidaba de pegarla, pero Maruja temía mucho más esa circunstancia que cuando entraba por la puerta de casa, la miraba con el rostro ceñudo y sin un ápice de sentimiento, la abofeteaba brutalmente hasta partirle el labio y ver la sangre brotar. Era entonces, a juzgar por el brillo homicida de sus ojos, cuando algo decididamente extraño cruzaba por el interior de su mente, excitándole hasta tal punto, que retorciéndola el brazo sin pasar por poco el punto crítico de dislocarle el hombro, la arrastraba hacia el dormitorio y consumaba “lo que solía venir a continuación” cuando se persignaba por las noches y apagaba la luz de la habitación, como si en el fondo deseara que la oscuridad sirviera de parapeto a todas sus miserias humanas.
De todas formas, hacía años que Maruja sentía lo mismo que si la hubieran sometido a una operación de ablación de clítoris, como se suele hacer con las mujeres en algunos países africanos herederos de tradiciones descabelladas. Es decir, completamente nada. Su único recurso consistía en mirar al techo, inmune por completo a los jadeos entrecortados de Ramiro y rezar a Dios porque se derramara pronto y se durmiera, poniendo punto y final a la pesadilla por esa noche. Y es que, pensaba, el mundo continuaba siendo tan hipócrita, que a la gente no le importaba tildar de bárbaros a unos y callar ante los abusos crueles e injustificados de otros, hipotéticamente más civilizados y democráticos.
El carnicero del mercado, sin ir más lejos, no perdía ocasión alguna de vanagloriarse ante las clientas como un pavo real, perjurando que en su casa era él, y sólo él, quien llevaba los pantalones; y para justificar que así era, en efecto, desmenuzaba las chuletas con tal fuerza, que no era la primera vez que Maruja tenía frente a sus ojos la terrorífica visión del hacha del verdugo abatiéndose sobre el noble cuello de Ana Bolena, satisfaciendo así el orgullo herido - ¡vaya usted a saber por qué y por quién!- del rey Enrique VIII. Imaginaba que si la hubiera tocado vivir en ese oscuro medievo europeo, sus días habrían terminado dolorosamente en la hoguera acusada de bruja. Precisamente esa era la otra palabra que solía dedicarle Ramiro cuando llegaba a casa con ganas de desahogar su frustración con ella, a falta de poder hacerlo con un perro, un gato o incluso un inocente canario, fácil de herir y torturar. Sin embargo, cuando entraba por la puerta sin decir nada, pasando a su lado como si ella no existiese, Maruja se sentía tan condenadamente mal, que encontraba mucho más valor en esas cosas repugnantes que en ocasiones la gente pisa por las calles y que se ven recompensadas, siquiera, con una maldición después de restregarse la suela de los zapatos contra el borde de la acera.
Los silencios de Ramiro resultaban tenebrosos, profundos y desconocidos como esas aguas abismales en las que habitan extrañas criaturas, poco o nada conocidas por los biólogos marinos, tan orgullosos de sus precisos instrumentos científicos capaces de clasificar hasta lo inclasificable.
Eran silencios cargados de desprecio, que apenas se veían perturbados por su deglutir cuando ambos se sentaban a la mesa a comer. Ella solía levantar la mirada del plato de sopa, sólo para cerciorarse de que todo estuviera perfecto y a él no le faltara nada, aunque solía encontrar siempre cualquier excusa para sacarse una falta de donde no la había y mortificarla con ella. Tanto era así, que no podía evitar, que incluso aquéllas cucharadas que lentamente se llevaba a la boca, soplando para no quemarse el paladar, tuvieran un rotundo y desagradable sabor a limosna.
Después del café, cuando Ramiro se marchaba otra vez a trabajar y ella se quedaba quizás menos sola que estando él en casa, Maruja fregaba los platos. Los dejaba tan relucientes, que una vez aclarados, su rostro se reflejaba en la porcelana como si de un lustroso espejo se tratara.
Mujer de rasgos agraciados en su juventud, el rostro de la Maruja que la mira con silenciosa imparcialidad desde ese otro universo espejiforme y onírico, bien pudiera ser, en el presente, uno de los modelos utilizados por Francisco de Goya y Mucientes en el pasado como parte de su negra visión de la España apocalíptica de esa época. O también, por qué no, el rostro de un ser perverso y desnaturalizado, digno ejemplar de la cámara de los horrores de cualquier museo de cera del mundo, incluido el de Madame Tousseau, que tanta fama adquiriera en las postrimerías del siglo XIX.
Los pómulos pronunciados, que una vez habían estado ocultos por la abundante marea de la carne, parecen ahora peñones muertos por debajo de unos faros cuya luz yace enterrada para siempre en el limbo infinito del recuerdo. Los labios, antaño frescos como la fruta madura, producen la desagradable impresión de ser una delgada línea, dibujada apresuradamente por un delineante cansado de fijarse en los pequeños detalles e incapaz de utilizar otro color que no sea el negro funerario de la tinta china.
Por otra parte, el carmín es un artículo prescindible, banal y prohibido, así como la peluquería y otros entrañables menesteres que rinden culto a la femineidad y que para Ramiro no representan otra cosa que la intención implícita de buscar fuera lo que él sobradamente tiene para dar en casa y con lo que cualquier mujer, excepto ella, “que es una desagradecida”, se sentiría completamente satisfecha. Tal vez por eso, las canas que se adivinan en su cabello, no signifiquen otra cosa que vetas de plata sin quilates de valor por las que ningún joyero en su sano juicio se avendría a pagar nunca una miserable peseta.
Su mente, todavía lúcida y objetiva a pesar de los bofetones, aún recuerda secuencias aleccionadoras de tiempos mejores que, aunque en pretérito, curiosamente la hacen llegar a su nariz señales con intenso y agradable olor a nostalgia...

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