jueves, 3 de septiembre de 2009

El secuestro de Santa Claus

Capítulo I: Las Torres Negras

1

Construidas en el centro de las principales ciudades del mundo, las Torres Hate parecían enormes misiles de cemento y hormigón, apuntando directamente al cielo. Todas tenían una altura equivalente a ciento veinticinco pisos, excepto la torre que se ubicaba en el centro de la ciudad de Nueva York, en los Estados Unidos de América, cuya altura equivalía a ciento setenta y cinco pisos. Era una torre tan alta, que no se podían ver los últimos pisos, aunque el cielo estuviera despejado de nubes. En ella tenía su Cuartel General el Sr. Hate, presidente, único accionista, dueño y señor de Juguetes Hate.
El Sr. Hate era un hombre inmensamente rico y poderoso. Pero también irascible –tenía tan mal carácter, que incluso a los pájaros se les ponía un nudo en las bolsas vocales que les impedía cantar en su presencia-, prepotente, egocéntrico, y por encima de todos sus defectos –que no eran pocos-, tremendamente egoísta.
Había sido decisión suya que las fachadas de todas sus torres, desde el suelo hasta el último piso, estuvieran revestidas con bloques de mármol negro para que destacaran por encima de los demás edificios. Por ese motivo, y por algunos otros que adelantaremos más adelante, todo el mundo las conocía como las Torres Negras.
También, en el último piso, todas las torres tenían un inmenso cartel luminoso que se podía ver a kilómetros de distancia, cuya iluminación costaba mensualmente una verdadera fortuna, en el que podía leerse lo siguiente:
“Juguetes Hate, la perfección al alcance de los niños”.

Al ser tan alta, la torre donde el Sr. Hate tenía su Cuartel General –le gustaba denominarlo así porque imponía a todos sus empleados una disciplina cien por cien militar-, disponía de una antena especial que detectaba el rumbo de los aviones a distancia y les enviaba una señal de alerta cuando estos se aproximaban demasiado.
Para los pilotos que habían sufrido el desagradable aviso generado por el aparato –las ondas electromagnéticas que emitía les atravesaba la cabeza de parte a parte, provocándoles un espantoso dolor-, volar cerca de aquélla torre significaba un peligro mucho mayor que si se les colaba accidentalmente un ave en cualquiera de los reactores de su avión. Hasta tal punto estaban cansados de ésta situación, que habían rellenado infinidad de formularios denunciando una situación que consideraban muy arriesgada para su seguridad y la seguridad de sus pasajeros. Pero el Sr. Hate disponía de los mejores abogados que el dinero puede comprar, y todas las denuncias habían terminado en el cesto de la basura.
La estructura de todas las torres Hate era exclusivamente empresarial. Disponían de cinco niveles subterráneos, donde estaban instaladas las cadenas de producción, así como los almacenes. Junto a estos, se habilitaban los muelles de carga, con una capacidad más que suficiente para que una flota de aproximadamente doscientos camiones pudiera abastecer con toneladas de juguetes a los principales puntos de venta del país.
En la planta baja, un enorme recibidor daba la bienvenida a los visitantes. Debajo de un desproporcionado mural que representaba los rasgos del Sr. Hate, serio, vigilante y orgulloso –ningún fotógrafo había sido capaz de sonsacarle nunca una sonrisa-, un equipo formado por veinte guardias de seguridad, armados hasta los dientes, informaba y vigilaba al público desde los monitores de televisión instalados en el mostrador. Este, como no podía ser menos, era de mármol negro. El color de los uniformes de los guardias, también.
Tan obsesionado estaba el Sr. Hate con la seguridad –en realidad sentía verdadero pánico a que le robaran cualquier cosa, por pequeña y nimia que fuera-, que había ordenado instalar infinidad de cámaras en todos y cada uno de los rincones de su impresionante edificio. Naturalmente, en su despacho tenía instaladas, como era de suponer, varias terminales con docenas de pantallas de televisión, desde las que podía observar cualquier lugar que se le antojara, incluido hasta el último rincón, ese que por regla general nadie visita nunca y suele estar siempre lleno de telarañas. Era tan fácil como apretar un simple botón.
Sin embargo, el Sr. Hate sentía una predilección especial por controlar a los trabajadores de la cadena de montaje instalada en el sótano número cinco.
Todos los trabajadores, desde el primero al último, eran niños que los agentes de Hate sacaban a la fuerza de los orfanatos, previo pago a los directores de una interesante cantidad de dinero, que conseguía el milagro de callarles la boca para siempre. Cuando algún director daba muestras de sacar a relucir el más mínimo signo de escrúpulos –hecho, por otra parte, que ocurría en poquísimas ocasiones-, los agentes de Hate le aleccionaban, asegurándole que a cada niño se le abriría una cuenta de ahorro con su salario, cuyo total percibiría cuando cumpliera los dieciocho años de edad, momento en el que podría elegir continuar trabajando en la empresa o marcharse a buscar fortuna a otro sitio.
Por supuesto, todo era mentira. Hate no pagaba absolutamente nada a los niños, sino que, por el contrario, les obligaba a trabajar de sol a sol, beneficiándose impunemente del esfuerzo de su trabajo. No obstante, la mayor desgracia que les esperaba a los pobres niños –aparte de trabajar como auténticos esclavos, que no era poca desgracia-, es que nunca más volvían a ver la luz del sol.
Las siguientes plantas contenían, en el orden que se indica –Hate era también muy puntilloso en este aspecto-, los siguientes departamentos: tiendas repletas de juguetes, clasificadas por características y edad; oficinas, donde cientos –por no decir miles- de administrativos se ocupaban del papeleo y la contabilidad, cuyos registros controlaba personalmente el Sr. Hate todos los días, y pobre del contable que errara un solo apunte; departamentos de marketing, donde los mejores especialistas del mercado se encargaban de publicitar y promocionar los juguetes antes de que salieran a la venta; equipos de investigación y desarrollo, el trabajo de cuyo personal consistía en diseñar y probar nuevos juguetes antes de ponerlos a la venta, en cuya plantilla figuraban los mejores inventores del mundo.
Las últimas plantas eran de uso exclusivo del Sr. Hate y estaban restringidas a todo el mundo, excepto a su personal de confianza, entre los que se encontraba el Sr. Slut. Slut era un personaje de corta estatura, rastrero como un zorro, que tenía un cuello tan delgado y largo, que todo el personal se refería a él a sus espaldas con el apelativo de Cuellopato. En las plantas inmediatamente inferiores a su despacho, el Sr. Hate había instalado un zoo con animales exclusivos, entre los que cabía destacar las especies más raras y peligrosas de arañas, serpientes e insectos venenosos; un acuario con toda clase de animales marinos, incluidos un buen número de tiburones de diferentes especies y agresividad, a los que idolatraba por considerarlos tan ávidos y poderosos como él; un gimnasio, con sauna, jacuzzi y piscina, así como un pequeño observatorio astronómico, donde solía pasar muchas horas por la noche observando las estrellas, soñando que algún día sus juguetes conquistarían el Universo.
Por último, en lo más alto del edificio, es decir, en la azotea, el Sr. Hate había mandado construir un helipuerto de uso exclusivo, naturalmente, que utilizaba todos los días para desplazarse en helicóptero de casa al trabajo y del trabajo a casa, porque detestaba el tráfico rodado, y sobre todo mezclarse con la gente, a la que consideraba patéticamente inferior, y por supuesto, indigna de su compañía.
2

Aquélla mañana, el Sr. Hate estaba de peor humor que de costumbre, lo cuál, por otra parte, no era un hecho inhabitual en él. En el buzón de su casa había aparecido un curioso periódico, hecho que se podía considerar poco menos que prodigioso, si se tiene en cuenta que la rejilla del buzón estaba situada en la pared de la garita de los guardias y estos juraban y perjuraban que no habían abandonado su puesto ni un minuto, ni tampoco se habían dormido. El periódico estaba doblado por la mitad, precintado con una cinta roja de la que colgaba un pedazo de muérdago y una campanilla dorada.
En la primera página podía leerse el nombre del periódico -“La Voz de la Navidad”-, y en portada aparecía una foto de cuerpo entero y a todo color de Santa Claus.
Resultaba un hecho indiscutible que el Sr. Hate sentía verdadero odio hacia aquél simpático personaje, al que consideraba como su más directo y peligroso competidor. De manera que no era raro que su cara fuera adquiriendo, al verlo, todas las tonalidades posibles del color rojo, desde el pálido al bermellón.
Debajo de la fotografía, un titular en grandes letras negras decía:
“AVISO ESPECIAL A TODOS LOS NIÑOS”

A continuación, y en cuidadas letras de estilo gótico –un tipo de letra muy trabajada que se utilizaba mucho antiguamente-, se podía leer un pequeño texto, que el Sr. Hate consideró, despectivamente, como la perorata sin sentido –al menos desde el punto de vista comercial- de un viejo loco y pasado de moda:
“Queridos niños, mis mejores deseos desde el Polo Norte. Con la Navidad a la vuelta de la esquina, os recuerdo que habéis de ser buenos, obedecer a vuestros padres y estudiar mucho. También quiero deciros que éste año mis duendes ayudantes se han esmerado tanto, que va a ser difícil que ningún niño se quede sin sus juguetes. De manera que ánimo, a ser buenos chicos y yo personalmente me encargaré de que todos vuestros deseos se hagan realidad muy pronto”.

-¡Qué desfachatez!, –exclamó el Sr. Hate rojo de ira, tirando el periódico al cubo de la basura. ¡Enviarme esto a mí, al mayor fabricante de juguetes del mundo!. ¡Qué digo, de la galaxia, y aún así me quedo corto!. ¡Si ese vejete quiere guerra, guerra tendrá!.
Camino de su despacho, su humor era tan ácido, que el piloto del helicóptero no se atrevía a abrir la boca por temor a que saltaran chispas que provocaran un incendio y estallaran en el aire. Conocía lo suficiente al Sr. Hate como para saber que en momentos así cualquier cosa era posible.
Mientras tanto éste, que ni siquiera se había abrochado el cinturón, despreciando con su actitud una norma básica de seguridad, no dejaba de darle vueltas al asunto del periódico, estrujándose el cerebro, una y otra vez, buscando la manera más adecuada de desembarazarse para siempre de Santa Claus.
Para él, cuyo poder le hacía sentirse poco más o menos igual a Dios, cualquier cosa era válida para conseguir sus objetivos: desde desviar el rumbo de un satélite militar y hacer que bombardeara el Polo Norte, hasta acelerar el efecto invernadero y esperar a que Santa se ahogara cuando se derritiera el hielo de los casquetes polares.
Pero no. Ninguna de esas acciones le terminaba de convencer, más que nada por los inconvenientes que presentaban.
Una explosión en el Polo Norte sería inmediatamente detectada por los Gobiernos de todo el mundo, que mandarían investigar tan inusual acontecimiento. Los investigadores descubrirían el origen de la explosión, y tarde o temprano terminarían encontrando pruebas que le inculparan.
Por otra parte, acelerar el efecto invernadero, podía traer inundaciones capaces de cambiar el aspecto del planeta, corriendo también el riesgo de que las aguas se tragaran todas sus empresas, dejándole en la más horrorosa de las miserias.
Por lo tanto, descartó aquéllas dos alternativas, maldiciéndose a sí mismo porque no era capaz de encontrar una solución que le satisficiera. Hasta tal punto la ira y la frustración se evidenciaban en los rasgos de su cara –las mandíbulas apretadas y los ojos fijos, semejantes a los ojos de los toros cuando están a punto de envestir el capote del torero-, que el piloto no se atrevió a decirle que ya habían aterrizado.
Providencialmente, la suerte estuvo de parte del pobre piloto, pues cuando estaba a punto de tomar una determinación –llevaban varios minutos parados, y le gustara o no, tendría que decírselo tarde o temprano-, la puerta del helicóptero se abrió repentinamente:
-Buenos días, Sr. Hate. ¿Ha descansado bien?.
A pesar de la repulsión que sentía hacia la persona de Cuellopato Slut, el piloto no pudo por menos que estarle agradecido en ésta ocasión. Hate, como de costumbre, le trataba con un absoluto desprecio a pesar de las palabras de afecto y las reverencias con que éste le obsequiaba durante todo el tiempo que permanecía a su lado.

- ¡Déjate de zarandajas y localízame inmediatamente a Caracortada Jackson!.
3
A Caracortada Jackson le disgustaban muchísimas cosas, pero por encima de todas, le ponía verdaderamente furioso que le distrajeran cuando estaba jugando una partida de billar. La llamada telefónica, inoportuna como pocas, le sobresaltó cuando se disponía a golpear la bola, haciéndole fallar el tiro y rasgar la delicada tela verde del tapete. Furioso, lanzó el teléfono móvil contra la pared, observando impertérrito cómo éste se desintegraba en mil pedazos que quedaron esparcidos por el suelo sin orden y concierto.
El dueño del local –un gigante de piel negra, dos metros de estatura y unos músculos de acero, templados durante muchos años en la recolección de la caña de azúcar-, le miró con cara de pocos amigos, agarrando una cachiporra que tenía guardada debajo del mostrador para casos de emergencia. No era la primera vez que tenía que emplearla en la cabeza de Caracortada y sus compinches, aunque esperaba no tener que hacerlo en ésta ocasión.
Las peleas no eran buenas para el negocio, porque la gente salía herida, la policía cerraba el local y los ingresos se evaporaban tan rápido como el humo del tabaco al abrirse una ventana.
Además, Caracortada Jackson no era un hombre de fiar. Los que le conocían, aseguraban –algunos hasta lo juraban solemnemente sobre la Biblia-, que había vendido su alma al Diablo y que por eso éste se había quedado para siempre con su corazón.
Martín –así se llamaba el dueño del local, y era originario de Puerto Rico-, era un buen cristiano, aunque sobre su conciencia pesaban algunos pecadillos por los que algún día tendría que echar cuentas con Dios, y creía a pies juntillas todo lo que se decía.
Incluso aquéllas historias donde se contaba que había sido mercenario en Africa, lugar donde había cometido tantas maldades, que numerosos brujos tribales le habían maldecido para siempre con terroríficos sortilegios. También se decía que había ganado una auténtica fortuna durante su vida de aventuras en el Mar de China, donde todavía se le recordaba como un pirata feroz y despiadado. Cierto o no, de lo que sí estaba seguro Martín, era que Caracortada Jackson siempre llevaba dinero en los bolsillos, y que en ocasiones –sólo en ocasiones, pues la generosidad no formaba parte de sus escasas cualidades-, se permitía invitar a los clientes a una ronda.
Cuando sonó el teléfono del establecimiento –estaba situado en un rincón, al principio de la barra-, Martín lo cogió, sin soltar la cachiporra; y por supuesto, sin dejar de vigilar a Caracortada, de cuya boca abierta salían todo tipo de exabruptos y palabrotas, que habrían hecho palidecer de vergüenza a un santo.
-Sí, está aquí, -contestó, cuando al otro lado de la línea le preguntaron por Caracortada Jackson.
-Caracortada, es para ti, -dijo, un segundo después, ofreciéndole el auricular.
Caracortada Jackson lo cogió de mala manera, como era su costumbre, y con voz fuerte y desagradable, se le oyó decir:
-Caracortada al aparato.
Un minuto después colgó el auricular, depositándolo con un golpe seco que hizo moverse los vasos que había encima de la barra, haciendo caer algunos. En su feo rostro, lleno de cicatrices de múltiples tamaños y color –por eso le llamaban Caracortada-, apareció lo que parecía una sonrisa. Luego, dirigiéndose a sus hombres, que le miraban expectantes, dijo:
Muchachos, ¡tenemos trabajo!.

3 comentarios:

  1. Espero me puedas facilitar el resto del cuento mis alumnos te lo agradecerán

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  2. Hola, Ed. El cuento está completo, los capítulos, hasta el 5, que es el final, van correlativos. Tal vez te sea mejor seguirlo si vas al último capítulo. Esta es la dirección: http://elrincndeloscuentosperdidos.blogspot.com/2009/09/capitulo-5-y-final-el-corazon-del-senor.html
    Saludos cordiales

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  3. También puedes ir viéndolo, si pinchas en 'entrada más reciente'...

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