viernes, 4 de septiembre de 2009

Capítulo 2: La siesta de Santa Claus

La siesta de Santa Claus

1

Poco antes de echarse su habitual siesta después de comer, Santa Claus tenía la costumbre de dar una vuelta por los talleres, asegurándose de que sus duendes artesanos estaban haciendo bien su trabajo para que todos los niños del mundo pudieran ver realizados sus deseos en Navidad. No se trataba de desconfianza. En su naturaleza, de carácter extrovertida y bonachona como pocas, no había sitio para la desconfianza, ni tampoco para los pensamientos negativos. En realidad, el auténtico secreto de Santa Claus radicaba en su eterno optimismo.
Hacía muchos años –tantos, que en ocasiones sus recuerdos se enredaban como los hilos de una madeja y sus duendes ayudantes, Belsnickle y Christnickle, tenían que refrescarle oportunamente la memoria-, que había aprendido que la única fuerza capaz de proporcionar la felicidad a las personas, era el optimismo. Ahí, precisamente, se encontraba la verdadera magia, esa que Dios deposita amorosamente en los corazones de todos en el mismo momento de nacer.
Por supuesto, no era necesario realizar ningún tipo de excéntrico ritual; ni utilizar complicadas fórmulas mágicas, impronunciables y totalmente carentes de sentido. Tampoco servían de nada las varitas mágicas, ni las escobas voladoras, ni los gatos negros y los sapos que, según creían algunos, ayudaban a los magos en sus oscuros y siniestros encantamientos. El optimismo era la magia que nacía con cada persona y conseguía hacer realidad el milagro de que todos los días –incluidos los lunes, que suelen gustar muy poco a las personas- fueran tan especiales e intensos como un día festivo.
Por eso, cuando decidió explorar el misterioso Polo Norte, buscando un lugar donde instalarse y trabajar tranquilo al servicio de los niños, el optimismo no permitió que la desolación de aquél inhóspito sitio le desanimara. Ni tampoco permitió que sus condiciones ambientales extremas –hacía tanto frío que incluso los pingüinos se pasaban todo el tiempo chocando sus curiosas alas palmeadas para entrar en calor-, le obligaran a dar media vuelta y regresar lo más deprisa posible por donde había venido, antes de quedarse igual de congelado que un muñeco de nieve.
Fue el optimismo lo que acrecentó su fe –y no en vano, porque todo el mundo sabe que la fe es capaz de mover montañas-, y gracias a ello, pudo descubrir, cuando sus fuerzas comenzaban a flaquear, algo tan inesperado y fantástico, que a primera vista parecía un espejismo: frente a él, a pocos kilómetros de distancia, se divisaba un valle templado, repleto de vegetación y libre completamente de hielo. Aquello, sin ninguna duda, era un milagro. Pero Santa también era consciente de que los milagros no sirven de nada si no se aprovechan.
En su largo viaje le acompañaban dos buenos amigos. Se trataba de los duendes Belsnickle y Christnickle, dos simpáticos personajes a los que había ayudado en numerosas ocasiones –tenían una habilidad especial para meterse siempre en líos-, los cuales se hicieron sus amigos inseparables, acompañándole a todas partes.
Ni qué decir tiene, que los duendes son unos seres especiales y fantásticos, a los que la naturaleza ha dotado con muchas y variadas cualidades, y están en el mundo desde mucho tiempo antes que los hombres. Entre esas cualidades, destaca –aparte de la invisibilidad, que les hace pasar inadvertidos y por eso mucha gente no cree en ellos-, la facultad extraordinaria de poder comunicarse con el pensamiento, sin que importe la distancia a la que se encuentren los unos de los otros.
Al poco tiempo de que pusieran en práctica ésta cualidad, y conociendo el deseo de Santa de velar por la ilusión de todos los niños del mundo, el lugar comenzó a llenarse de duendes. Venían de muchos países de Europa –Dinamarca, Noruega, Suecia, Alemania, Francia e incluso de España-, y también de algunas regiones poco conocidas del lejano Oriente, situadas en lugares tan exóticos y lejanos como la China, el Tíbet y el Japón. A ésta última clase de duendes se les reconocía inmediatamente por su rostro barbilampiño, sus pequeños ojos rasgados, semejantes a almendras y la larga coleta trenzada que lucían en la base de la nuca.
También los animales quisieron participar, y haciendo caso de la llamada de Rodolfo –el reno volador que les había acompañado en la expedición, soportando la pesada carga de las herramientas y las provisiones-, seis fornidos renos voladores se presentaron sin tardanza en el lugar. Sus nombres, ordenados alfabéticamente, eran los siguientes: Alegre, Bailarín, Bromista, Saltador, Veloz y Zalamero.
Una vez construida la fábrica de juguetes –había sido decisión democrática que se llamara el Reino de los Juguetes-, estos renos, liderados por Rodolfo, se encargaban de remolcar el trineo de Santa Claus todas las Navidades, haciendo tintinear alegremente las campanillas cada vez que Santa entraba y salía de las chimeneas de los hogares –como era tradición-, dejando su cargamento de juguetes al pie del árbol de Navidad.
Cuando Santa comprobó que todo estaba en orden –los duendes eran buena gente, pero su carácter excesivamente alegre les hacía ser también muy bromistas, inconstantes y olvidadizos de sus responsabilidades-, se tumbó en el enorme camastro de madera, no tardando mucho tiempo en quedarse profundamente dormido. Tan profundo era su sueño, que no se enteraba absolutamente de nada. Por eso, no terminaba de creer a sus duendes cuando le decían, al despertar, que sus ronquidos se oían a kilómetros de distancia.
¡Y era verdad!.
2
Dos vehículos oruga, especiales para desplazarse por el hielo, se deslizaban ruidosamente por las heladas estepas, dirigiéndose hacia el norte misterioso y prácticamente inexplorado, siguiendo unas coordenadas de latitud y longitud que les habían sido entregadas de antemano. Caracortada Jackson conducía el primero de ellos, y a juzgar por la expresión de su rostro, estaba –para no variar-, con un humor de perros. Los dientes del compinche que estaba sentado a su lado castañeteaban de tal manera, que en la cabeza de Caracortada Jackson se fue haciendo, más y más fuerte a medida que los escuchaba, la idea de expulsarle de una patada al exterior y librarse así de ese molesto tormento.
Adivinando sus pensamientos, y temiendo por su propia seguridad, el compinche, que respondía al nombre de Comadreja, dijo a modo de disculpa:

-Lo siento, Caracortada. Tengo tanto frío, que no puedo evitar que los dientes me castañeteen como si fuera un conejo masticando una zanahoria.
Caracortada no contestó. Tan sólo se limitó a emitir un gruñido, cuyo tono e intensidad se asemejaba más al aullido de un lobo, fijando a continuación la vista en el parabrisas del tractor. Los remolinos de nieve, arrastrados por los fuertes vientos polares que soplaban en el exterior, hacían que ésta se amontonara persistentemente en los cristales, dificultando, y mucho, la visión.
Hubo un momento, sin embargo, en que era tanta la cantidad de nieve acumulada en los cristales, que los limpiaparabrisas se veían incapaces de despejarla; al menos, con la rapidez suficiente para que pudieran ver por dónde circulaban.
Por fortuna para ellos, el Señor Hate no había reparado en gastos –tan grande era su deseo de capturar a Santa Claus, que se había olvidado de su propia avaricia-y había mandado instalar en los dos enormes tractores un sofisticado y caro aparato, capaz de detectar cualquier obstáculo que se encontrara a quinientos metros de distancia, por lo que evitaba, al menos esa era la idea, que chocaran contra cualquier cosa imprevista en su camino.
Varias horas después, cuando pensaban que quedarían enterrados en la nieve para siempre, el viento cesó inexplicablemente. Cuando los limpiaparabrisas despejaron los cristales, pudieron ver, no muy lejos de donde se encontraban, un hermoso arcoiris de colores que se levantaba por detrás de una extensa zona verde, libre por completo de hielo.
-¡Caray!, -exclamó, Comadreja, sin dar crédito a lo que sus ojos veían-. ¿Será un espejismo?.
Caracortada Jackson apenas se inmutó. No podía hacerlo puesto que su naturaleza era más fría, si cabe, que los helados témpanos de hielo que se veían alrededor, que habían permanecido así durante millones de años, cuando sobre el mundo se abatió de improviso aquello que los científicos denominan como la Era Glacial. Sin embargo, sus dientes –tan afilados o más que los de un tiburón-, emitieron un brillo especial cuando, una vez en el exterior, escucharon con total claridad lo que parecían ser toda una procesión de ensordecedores ronquidos.
“Luego Hate tenía razón”, pensó Caracortada para sus adentros. “Es verdad que los ronquidos de Santa Claus se oyen a kilómetros de distancia. Bien, habrá que poner manos a la obra”.

3
Belsnickle y Christnickle permanecían de guardia mientras Santa dormía, sabiendo que sus siestas podían llegar a ser tan largas como un invierno polar. Mientras caminaban por la enorme sala donde los duendes se afanaban en la fabricación de juguetes de diversa índole y material –había numerosos duendes artesanos que trabajaban la madera con maestría sin igual-, comprobaban personalmente que todos los juguetes cumplieran la Norma de Seguridad aconsejada por Santa: ningún juguete podía dañar nunca a un niño.
No obstante, a medida que observaban que el trabajo se realizaba con seguridad y precisión –una suave música de Mozart ayudaba en su concentración-, mantenían una discusión acerca de sus trajes. Dado que Belsnickle era el duende de más edad –el día 24 de diciembre cumpliría la nada despreciable cantidad de quinientos cincuenta y cinco años-, resultaba, también, más conservador, y por lo tanto, poco amigo de los cambios.
En su opinión, el color verde de sus uniformes resultaba mucho más adecuado que ningún otro, porque representaba la libertad y la belleza intrínseca de los bosques, donde, por regla general, solían vivir desde el alba de los tiempos, y donde la Naturaleza les proveía de todo aquello cuanto necesitaban.
Por el contrario, Christnickle, bastante más joven y de pensamientos innovadores, argumentaba que, dado que incluso Santa se había hecho confeccionar un traje a medida –la idea había sido de Thomas Nast, un caricaturista norteamericano de origen alemán, muy amigo suyo, que pensó que alguien dedicado por completo a los niños debía mostrar un aspecto alegre y desenfadado, de ahí el color rojo de su traje-, ellos deberían también renovar su vestuario, cambiando el color.
-Podríamos hacer una combinación de colores, utilizando las gotas de rocío como fijador natural, -decía Christnickle, entusiasmado con la idea, mientras Belsnickle ladeaba la cabeza pensativo, sin que la sugerencia terminara de convencerle.
-No digo que tenga que ser rojo, como el de Santa, -continuaba diciendo Christnickle-, pero deberíamos tener también nosotros un color alegre en nuestros trajes. Por ejemplo, naranja. O amarillo. Sí, creo que el color amarillo en nuestros trajes nos haría resaltar…Además, por la noche brillaríamos como luciérnagas.
-¿Para qué querríamos brillar como luciérnagas?, -preguntó Belsnickle, confuso, pensando que su amigo y compañero se había vuelto definitivamente majareta.
-¿No crees que eso les gustaría mucho a los niños?.
-¡Oh, vamos!, -protestó Belsnickle. Sabes que los niños no pueden vernos. Si nos vieran, perderían la ilusión en la magia de la Navidad y Santa se enfadaría mucho.
En esos términos discutían los dos, cuando el taller comenzó a llenarse de humo. Antes de que pudieran reaccionar, escucharon el grito angustiado de los duendes artesanos:
-¡Fuego!. ¡Fuego!.

Pero apenas pudieron darse cuenta de nada más, porque a medida que el humo iba extendiéndose por los talleres, todos comenzaron a perder el conocimiento, cayendo al suelo como sacos de patatas.
Por eso no pudieron ver cómo Caracortada Jackson, Comadreja y los demás secuaces, irrumpían violentamente en las habitaciones privadas de Santa Claus, derribando todo aquello cuanto se encontraban en su camino.

4 comentarios:

  1. Hola! Mira, como sabes soy bastante psicodélica y la verdad es que Santa Claus secuestrado, me parece muy bien y si entra en juego Comadreja ¡Mejor! Me viene a la cabeza una de mis pelis favoritas: "Quién engañó a Roger Rabbit": los dibus... el agua... y la pobre Jessica. Siempre te lo he dicho: escribes muy bien, y te aliento a que lo sigas haciendo, siempre seré tu fiel lectora. Un abrazo.

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  2. Hola, Kalma. Estos son cuentos que escribí con mucha ilusión hace, también, muchos años. Cuentos que, aunque participaron en numerosos concursos literarios, nunca obtuvieron ningún premio, ni ninguna mención. Pero no importa, siempre hay ocasión de que vean la luz. Por eso llamé así al blog, el rincón de los cuentos perdidos, aunque tenía que haber añadido: y recuperados. Cuando termine de subir este cuento, tendré que seguir buscando en el baúl de los recuerdos. Fue una buena época, una época de ilusión. Quizás, por rememoranza de esa época, siento ilusión por lo que hago. Y a estas alturas, los premios y las menciones, pues como que ya me dan igual. Un abrazo

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  3. Sabes, la ilusión se nota, en cierta forma ¡Un sueño! Y el mayor logro no es la mención, sino sentirse orgulloso de ellos, la medalla es que siempre han estado ahí "en un rincón" y ahora ven la luz. No pierdas la ilusión, es lo mejor que tenemos y es posible que algún día, consigas tu meta y el mayor premio que te llenen a ti ¡Tu obra! Besos.

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  4. Sí, es verdad. En esos tiempos siempre había una ilusión implícita a poder colocar algo y comenzar a volar en el mundo literario. Pero en fin, no pasó nada de eso, y ahora pues me dedico a volar a mi manera, sin pretender medallas ni éxito, sólo recuperando la ilusión de entonces; es decir, poniendo amor e ilusión en lo que hago. Es realmente lo que me gusta, y si algún día llega algo, pues nada, que sea bienvenido. Un abrazo

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