miércoles, 19 de agosto de 2009

Aroa y el Genio de los Libros

Capítulo 1

La Clase de Literatura

Pocas cosas la resultaban tan aburridas a Aroa como las clases de Lengua y Literatura, que parecían ser tan extensas e infinitas como el desconocido Universo. Por eso, cuando entró en el aula la señorita Gutiérrez con el acostumbrado montón de libros apoyados contra el pecho; el pelo, de un color rubio pajizo semejante a las cerdas de las escobas antiguas que utilizaban las abuelas y antes las abuelas de sus abuelas, recogido en un espantoso moño detrás de la nuca y aquellos ojos grises y fríos tan parecidos a los de los tiburones, que miraban a su alrededor con malicia y desconfianza a través de los cristales de las gafas, supo inmediatamente que la hora que venía a continuación iba a ser, contra todo pronóstico, una de las más largas de su vida.

De hecho, recordaba con disgusto que la última clase había sido tan soporífera, que no pudo evitar quedarse dormida sobre la tibia superficie del pupitre, donde incidía casualmente un cálido y agradable rayo de sol que se colaba como un fantasma a través del cristal de la ventana. Y no es que ella fuera un lirón, esa clase de simpáticos animalitos que se pasan media vida durmiendo. Seguramente ningún lirón, ya fuera o no simpático, se hubiera atrevido a dormirse durante la clase de la señorita Gutiérrez. Pero ella lo había hecho y posiblemente debido a esa circunstancia, aquélla tarde la señorita Gutiérrez no la quitaba el ojo de encima, disuadiéndola, a su manera, de volver a atreverse siquiera a intentar repetirlo por segunda vez.

No obstante tan desafortunado detalle, Aroa pensó que si quería sobrevivir al tedio que estaba segura se avecinaba, no la quedaba más remedio que simular que ponía mucha atención a todo lo que estaba explicando la señorita Gutiérrez y después dejar volar libremente su imaginación, cosa, por otra parte, que la resultaba muy fácil y hasta podía decirse que se le daba bastante bien. Mejor, incluso, que los exámenes de Lengua Inglesa, donde solía sacar la nota más alta de toda la clase, para envidia y fastidio de Matildita, la empollona número uno y por añadidura, la niña más engreída, estúpida y repelente de todo el colegio.

Sobre el encerado de la pizarra, aunque algo vencido hacia la izquierda, había un reloj tan horrible, en su opinión, que apenas le costaba esfuerzo alguno mirar para otro lado y así evitarse el disgusto de tener que verlo a cada momento y ponerse aún más nerviosa pensando que se había parado, olvidando para siempre su obligación de ir señalando los minutos uno detrás de otro, hasta llegar al punto que a ella más le interesaba, que no era otro sino aquél que debía indicar las cinco en punto y, consiguientemente, el final de la clase.

Es muy posible que tal efecto se debiera, no tanto a los arañazos y desconchones que deslucían el ya de por sí feo color marrón oscuro del marco, sino a la extraña sensación que la producían sus esqueléticas manecillas terminadas en dedos de un siniestro color negro. Dedos acusicas, sobre todo los de la manecilla grande, que siempre parecían señalarla a ella en particular cuando se acercaban a la media y apenas un instante después se escuchaba un ronco silbido que parecía querer decir: “túuuu”. Era entonces cuando todas levantaban la vista del libro de lectura o del cuaderno de ejercicios, sobresaltadas, como es natural, para encontrarse con la consabida mirada de la señorita Gutiérrez y su eterna y severa frase de desaprobación:

- ¡Señoritas, pongan atención a la lectura!.

Nunca, que ella pudiera recordar en ese preciso momento, había comentado todas estas cosas con sus compañeras, y no porque no confiara en ellas, sino porque las consideraba tan íntimas y personales que no se atrevía a hacerlo por temor a no ser correctamente comprendida, convirtiéndose, en su defecto, en el hazmerreír de la clase. Bueno, eso no era del todo cierto, si exceptuamos la confianza que tenía con su querida prima Tania.

La prima Tania tenía su misma edad, trece años, aunque como había nacido en otro mes, su signo astrológico era diferente. Ella había nacido el 26 de marzo, y por lo tanto, el signo del Zodíaco que le correspondía era Aries. No es que le interesaran demasiado estas cosas, en las que apenas confiaba porque no podía entender cómo las estrellas podrían llegar a actuar sobre su personalidad, moldeándola como si fuera un pegote de arcilla, pero su madre solía prestar mucha atención al asunto, a pesar de que nunca se cumplían los vaticinios que leía en las revistas que compraba en el quiosco todas las semanas y que ella después consultaba, quizás no tanto por los chismorreos de sociedad como por los diseños que lucían las modelos que salían fotografiadas en muchas de sus páginas. Decía muy a menudo –tanto que ya se lo había aprendido de memoria, como si fueran los contenidos de una lección-, que las personas nacidas sobre el signo astrológico de Aries eran, por regla general, iniciadoras y líderes brillantes que siempre buscaban cosas nuevas e interesantes con las que compensar los posibles momentos de aburrimiento. Pero claro, también existían aspectos negativos –lógicamente nadie es perfecto, por mucho Aries de que se precie-, que los hacía parecer personas irritables y dominantes. Y esto puede que fuera verdad, sobre todo en las ocasiones en que las cosas no salían como ella quería.

Desde luego, independientemente del signo que fuera, a su prima Tania la consideraba como una hermana. Aunque estudiaban en colegios distintos, dado que vivían en barrios diferentes y algo alejados entre sí –al menos como para ir andando de uno a otro-, estaban permanentemente en comunicación gracias al teléfono móvil que les habían regalado sus padres por Navidad y con el que podían enviarse también cuantos mensajes en clave quisieran, sin que nadie, a excepción de ellas dos, pudiera entender:

- Esto sí que es un formidable invento y no las aburridas clases de Lengua y Literatura, -se dijo Aroa a sí misma, mientras la señorita Gutiérrez no dejaba de hablar sobre la Literatura y su función cultural, así como la importancia que tenía saber interpretar correctamente la sintaxis gramatical.

- ¿Acaso la gente es más feliz porque lea muchos libros o sepa interpretar de carrerilla complicados análisis gramaticales?, -volvió a decirse a sí misma, pensando a continuación: ¡qué tontería!. Hay cosas mucho mejores en la vida que leer libros o interpretar oraciones. Por ejemplo, escuchar música, ir de vacaciones a la playa y conocer a mucha gente o pasear con las amigas por el parque.

Recordó entonces a su cantante favorito, Enrique Iglesias, y lo guapo que era; lo bien que cantaba y también su maravillosa manera de bailar. Que estaba enamorada de él era sin duda su secreto mejor guardado y Tania, por supuesto, era la única persona en éste mundo que lo conocía. Ni siquiera lo sabía su madre y eso que su madre era la persona a la que más quería y con la que no solía tener secretos, como pensaba que debería de ser siempre la relación entre una madre y una hija.

Volvió a mirar hacia delante y pensó, sin quererlo, en la señorita Gutiérrez. En su seriedad. Nunca, que ella recordara, la había visto sonreír y mucho menos hacer una broma en clase, aunque solo fuera para romper durante unos segundos la insoportable monotonía de una asignatura que todas en la clase –exceptuando, claro está, a Matildita- llevaban cuesta arriba y no votarían como favorita si tuvieran que hacer una encuesta. Y pensando sobre el tema, se le ocurrió también preguntarse si acaso la gustaría la música y si así fuera, quién sería su cantante favorito. Pero no, se dijo; un simple vistazo a su estricta manera de vestir –siempre de negro, como el traje siniestro de los cuervos- la parecía motivo más que suficiente para llegar a la conclusión de que la señorita Gutiérrez pertenecía a esa clase de personas serias que únicamente escuchaban música clásica. En efecto: ese tipo de música tan antigua y rocambolesca que no sonaba en ninguna discoteca; que la juventud apenas entendía ya y que no se podía bailar con la alegría y desenvoltura con que se bailaban las canciones de Enrique Iglesias y otros grupos musicales actuales, como los Backstreet Boys o Los Caños.

Referente a ello, también era verdad que muchas noches soñaba entusiasmada con asistir a un concierto y poder bailar en el escenario con sus ídolos favoritos. Bien es cierto también, que en su floreciente imaginación cualquier cosa era posible y tan simple de realizar como chascar los dedos. Dejándose llevar por ella, podía llegar a convertirse en princesa, como recientemente le había ocurrido a la noruega Mette Marit; ser una diseñadora famosa y respetada, capaz de crear vestidos exclusivos que darían la vuelta al mundo y por los que la gente pagaría cualquier precio para llegar a ponérselos y lucirlos en fastuosas fiestas de sociedad, de las que ella, lógicamente, sería la protagonista indiscutible.

Es bastante más que posible que motivada por su desbordante imaginación, en la clase ocurriera algo tan extraordinario, que Aroa apenas tuvo tiempo de abrir la boca para decir: “¡ahí va!, ¿qué es lo que está pasando aquí?”.

Porque aquélla repentina y espesa cortina de humo blanco que había aparecido súbitamente sobre la mesa de la señorita Gutiérrez –parecía que había salido directamente del encerado de la pizarra, como el aire que se escapa de un balón pinchado- la recordaba las fantásticas actuaciones de algunos magos que había tenido oportunidad de ver en la televisión los domingos por la tarde. Sobre todo aquellos programas en los que actuaba un mago en particular -¿cómo se llamaba?- que había sido novio de una famosísima modelo alemana y hacía aparecer y desaparecer a la gente como si fuera la cosa más sencilla y natural del mundo.

Pensó que a lo mejor aquélla repentina e inexplicable humareda era obra del mismo mago, que permanecía escondido en algún lugar de la clase y había hecho desaparecer a la señorita Gutiérrez, para gran alivio suyo, con sus gafotas de cristal de botella, su horrible moño y sus interminables disertaciones sobre Lengua y Literatura que a ella la aburrían tanto. En el peor de los casos, pensó a continuación, intentando mantener la calma, podría tratarse de ladrones. Porque ella sabía que había personas en el mundo que robaban, no para comer, como solía decir muchas veces su abuelo, sino para seguir manteniendo sus estúpidos vicios y vivir siempre a costa del esfuerzo de los demás. Pero no. No podía ser. ¡Qué tontería!. ¿Quién iba a ser tan tonto como para querer robar en un colegio?. Además, bien pensado, ¿qué se podía robar en un colegio?.

Fue entonces cuando decidió consultar con Naomi, que era la compañera más cercana, aquella cuyo pupitre estaba precisamente junto al suyo y con quien cuchicheaba cada vez que tenía oportunidad. Pero cuando giró la cabeza en la dirección donde debía encontrarse ésta, se dio cuenta de que Naomi también había desaparecido. Es más: se dio cuenta de que habían desaparecido absolutamente todas sus compañeras de clase, incluida la señorita Gutiérrez.

- A lo mejor se está quemando de verdad el colegio, -murmuró un poco asustada, levantándose del banco para salir corriendo ahora que todavía tenía tiempo de llegar hasta la puerta y ponerse a salvo con las demás compañeras. Pero no bien hizo la intención de levantarse de la silla, cuando escuchó una voz, en modo alguno familiar, que la decía:
- ¡Alto ahí, jovencita!.

Aroa frenó su carrera en seco, mirando con suspicacia en la dirección de la pizarra, que era precisamente el lugar de donde provenía la voz, seguramente de detrás de la cortina de humo que, ahora se dio cuenta también del detalle, no la producía tos, ni lágrimas en los ojos, ni la molestaba tampoco para respirar, ni parecía estar, en consecuencia, producida por el efecto de combustión de una llama.

- Desde luego, esto sí que es algo bien extraño, -murmuró otra vez para sus adentros, tan bajito, tan bajito, que dudaba mucho que alguien hubiera podido escucharla.
- ¿Extraño?, -dijo entonces la voz, añadiendo a continuación: ¿por qué extraño?.

Aroa no sabía muy bien qué contestar y mucho menos a quién. Permanecía inmóvil allí, donde la había detenido por primera vez la voz, preguntándose si acaso estaba soñando. Era más que posible que se hubiera vuelto a quedar dormida sin pretenderlo y en este preciso momento estuviera soñando. A fin de cuentas, si ya la había ocurrido una vez en el pasado, ¿por qué no podría haberla ocurrido ahora también, a pesar de haber puesto todo el cuidado del mundo para evitarlo?.

- Extraño, -dijo otra vez la voz, para añadir segundos después: raro, singular. Sí, podría decirse que esto es algo extraño, incluso raro, pero con toda probabilidad, singular.
- Pero, ¿quién eres?, -preguntó Aroa, que ya comenzaba a sentirse muy intrigada y hasta cierto punto nerviosa. Después de todo, hablar con alguien que no puedes ver, la parecía la cosa más impropia y desconcertante que la había ocurrido nunca. ¿Por qué te escondes?.
- ¿Que quién soy yo?. ¡Ay, qué risa!. Pregunta que quién soy yo...
- La verdad es que yo no le veo la gracia por ninguna parte, -dijo Aroa, molesta.
- Oh, pues te aseguro que es muy divertido, -contestó la voz. ¿De verdad quieres saber quién soy yo?.
- ¡Pues claro!. ¿Acaso te crees que tengo la costumbre de hablar con desconocidos?, -dijo Aroa, apoyando ambas manos en las caderas, evidenciando de esa forma su disgusto, que, todo sea dicho de paso, iba en aumento.
- Desconocidos, -repitió la voz. ¡A ver!. ¡A ver!. Verbo desconocer...
- ¡Bueno, ya está bien!. Si no dejas que te vea ahora mismo y me dices quién eres, me marcho de aquí inmediatamente.

Hubo unos segundos de silencio, durante los cuales Aroa pensó que quizás el desconocido había visto que su enfado era real y había optado por marcharse. Mejor, pensó, porque si era así, ella también se iría, olvidando para siempre aquél extraño y enojoso asunto que sólo comentaría con su prima Tania cuando tuviera ocasión. Después de todo, ¿a quién más se lo podría contar que la creyera?. También existía la posibilidad de que el desconocido la estuviera observando todavía desde su escondite detrás de la cortina de humo, esperando cualquier otra reacción de su parte. Fuera como fuere, pensase aquél lo que pensase, Aroa no estaba dispuesta a jugar más al escondite, de manera que hizo un nuevo ademán de dirigirse a la puerta:
De acuerdo. ¡Aquí me tienes!.

2 comentarios:

  1. Esto si que es lo más grande, buen relato de niñas de coletas, y como dice Aroa ¡Aquí me tienes! Ahora, echo de menos las entradas de las Merindades, pero en fin, tu mismo... ¡Muy bueno!

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  2. Las Merindades están en preparación; demasiado material que hay que clasificar y estudiar. EL primer comentario para un blog que sólo quiere recoger aquello que una vez escribimos y por falta de publicación, olvidamos en un rincón. Gracias por ser la primera. Como dice el Genio de los Libros, yo también estoy aquí.

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